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La alcaldesa de Gallur, María Domínguez, despachando con los alguaciles del Ayuntameinto, Angel Herrero y Nicolás Blasco (Foto: Martínez) |
Si las mujeres mandasen
en vez de mandar los hombres
serían balsas de aceite...
Las mujeres —memoria de Miguel Ecbegaray,
recuerdo de Gigantes y Cabezudos— mandan ya.
Mandan, por lo menos, en Aragón. Y no hay
que esperar esa tradicional fiesta de Santa Águeda, en que, una vez al año, las
mujeres son dueñas de elegir para bailar al mozo que más les guste. Ahora
mandan de una manera permanente y sobre algo más que los sentimientos: sobre
realidades políticas y sociales, y hasta cuidan de mantener de una manera
paradójicamente enérgica el orden público.
En Gallur, a cincuenta kilómetros de
Zaragoza, pueblo de fina sensibilidad profundamente removida en los días,
todavía recientes, del cambio de régimen en España, manda una mujer: la
alcaldesa. Esta alcaldesa, María Domínguez, de un socialismo idealista,
que no se somete a la rígida disciplina de un partido; mujer inteligente,
instruida, si acaso un poquito bachillera, a quien, por el lugar de su
nacimiento —un pequeño pueblo de Aragón—, conocían los elementos izquierdistas
de la región por María la del Pozuelo.
María Domínguez, mujer humilde, es esposa
de un hombre modesto, que practica el oficio de esquilador. Ha cursado, sin
poderlos terminar, los estudios del Magisterio, es una autodidacta que
desbordaba sus anhelos de ternura, de comprensión, de amor al pueblo, en
artículos aparecidos, sin intermitencias de desmayo en un semanario humilde
también: El ideal de Aragón, editado allá en las montañas de
Graus, el refugio áspero de aquel áspero genio español, guión de la nueva
política española, que se llamó Joaquín Costa.
Posee María Domínguez ese buen sentido, la
serenidad bondadosa, pero recia, que caracteriza a la dueña en
Aragón, y que la capacita plenamente para el gobierno, no siempre sencillo, de
su hacienda. La hallan en su casita de Gallur, durante el breve reposo que le
consienten las funciones públicas que ejerce, y después de una comida
excesivamente sobria, condimentada solícitamente por unas buenas mujeres con
las que convive. Le preguntamos:
—¿Considera usted apta a la mujer aragonesa
para el mando de los pueblos?
Ella, con naturalidad de la que está
ausente la pedantería, nos responde:
—¿Por qué no? La mujer puede tener
autoridad. No es la mujer; no es la persona quien manda. Es la ley. Y la ley la
sabe hacer respetar, desde luego, una mujer aragonesa.
No hace mucho tiempo —afirma con
rotundidad— en este pueblo, roído por los rencores, que poco a poco he logrado
apaciguar, hubo noticias de que algunos extremistas preparaban una subversión
contra la autoridad legítimamente constituida. Me impuse ante el deber, y
ordené pregonar un bando en el que decía: «No se autorizará manifestación
pública de ningún género hasta tanto que las circunstancias aconsejen otra
cosa, y todo intento de alteración del orden será reprimido con toda energía,
advirtiendo que en la cuestión social tanto patronos como obreros se conducirán
debidamente, en la inteligencia que los autores o promotores de cualquier
alteración de la paz pública serán puestos a la disposición de las autoridades
superiores, para que les sea aplicada la ley de Defensa de la República, si con
su proceder diesen motivo a ello.»
Fué eficaz. La paz no se alteró, y el
asalto al Régimen no se intentó siquiera.
¿Cómo fué —nos hemos preguntado antes de
preguntárselo a ella— que María Domínguez, María la del Pozuelo, quedara
designada alcaldesa de un pueblo importante, populoso, de vega espléndida, de
un pueblo difícil, como el pueblo de Gallur? Pues fué... eso: el arbitrio
afortunado para que en un lugar abierto a todos los vientos violentos de la
nueva política social se moderasen las exaltaciones, negativas y
peligrosas.
Entre dos bandos de hostilidad
irreductible, María Domínguez era la paz. María Domínguez, que daba lecciones
particulares a diez y ocho niños, los cuales, a los siete años, ya conocían las
cuatro reglas fundamentales de la Aritmética, y la de interés simple, y la de
intereses compuesto, y la de descuento; que se ayudaba esforzadamente para
mejorar su vida cosiendo colchas guateadas; que escribía artículos, y que había
fundado en Gallur la Unión General de Trabajadores, con setecientos afiliados,
aunque luego quedara separada de la organización por rivalidad pueblerina con
algunos de sus cabecillas.
El delegado que enviara el gobernador civil
de Zaragoza para sustituir al anterior Ayuntamiento, de raigambre
monárquica, por una Comisión gestora, no vaciló, y doña María Domínguez fué
nombrada alcaldesa de Gallur. Con evidente acierto para la comunidad. Con
positivo perjuicio para esta buena mujer aragonesa, obligada a abandonar las
ocupaciones que eran fundamento de su vida, y que consagra a la mejor
administración del pueblo sus más puros entusiasmos.
María Domínguez —por si alguien piensa lo
contrario— no pretende hacer «carrera política». Ella cree que debe haber
mujeres concejales y mujeres diputados, y que misión principal de las mujeres
que manden debe ser procurar para la escuela y para la paz universal. Pero
otras; Ella, no. Ella aspira a una plaza de inspectora auxiliar del Ministerio
del Trabajo, y redimirse, cuando las circunstancias se lo consientan, de la
pesada carga de la alcaldía.
Entusiasta en un tiempo de las doctrinas de
Pi y Margall; enamorada más tarde de un socialismo idealista; libre de todas
las impurezas de la realidad; defensora con ardimiento de que se mejore y se
entone el trabajo de la mujer en la República; partidaria de que cada labrador
tenga un pedazo de tierra suyo que cultivar; con una exacta visión de que la
política en los pueblos es, ante todo, personalismo, y no del más noble
personalismo; doña María Domínguez, la alcaldesa de Gallur, tiene como programa
administrar justamente las 156.613 pesetas a que asciende el Presupuesto
municipal. Atender al pago de la construcción del cuartel para la Guardia
civil; destinar siete mil pesetas para añadir una nave a las escuelas; invertir
9.600 en el arreglo de unos caminos vecinales y mantener una reserva prudencial
para poder acudir en casos urgentes a remediar determinadas crisis de
trabajo.
—Sobre todo —nos dice— las escuelas. Es el
problema de Gallur y de tantos otros pueblos de España. Aquí están instaladas
en unos bodegones insanos, que hay que inutilizar con urgencia. Para todo
pueden servir menos para escuelas.
Y en la frase pone el acento de la antigua
estudiante del Magisterio, que no pudo llegar a ser maestra; y el espíritu de
ternura, de amor y de bondad con que enseñaba a chiquitines de siete años las
cuatro reglas de la Aritmética.
¿«Balsas de aceite —los pueblos y las
naciones—, como dice la copla vibrante de Gigantes y Cabezudos. Al
menos, esta María la del Pozuelo, la alcaldesa de Gallur, ya
ha resuelto un problema entre obreros y patronos, que se presentaba encrespado.
Lo ha resuelto por las buenas. En paz. Y ha llevado la tranquilidad a un pueblo
roído por todos los rencores.
Que manden, que manden las mujeres, en vez
de mandar los hombres.
Manuel Casanova
Crónica, 30 de octubre de 1932
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