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3145. María Domínguez, alcaldesa de Gallur

La alcaldesa de Gallur, María Domínguez, despachando con los alguaciles del Ayuntameinto, Angel Herrero y Nicolás Blasco
(Foto: Martínez)


Si las mujeres mandasen 
en vez de mandar los hombres 
serían balsas de aceite... 

Las mujeres —memoria de Miguel Ecbegaray, recuerdo de Gigantes y Cabezudos— mandan ya. 

Mandan, por lo menos, en Aragón. Y no hay que esperar esa tradicional fiesta de Santa Águeda, en que, una vez al año, las mujeres son dueñas de elegir para bailar al mozo que más les guste. Ahora mandan de una manera permanente y sobre algo más que los sentimientos: sobre realidades políticas y sociales, y hasta cuidan de mantener de una manera paradójicamente enérgica el orden público. 

En Gallur, a cincuenta kilómetros de Zaragoza, pueblo de fina sensibilidad profundamente removida en los días, todavía recientes, del cambio de régimen en España, manda una mujer: la alcaldesa. Esta alcaldesa, María Domínguez, de un socialismo idealista, que no se somete a la rígida disciplina de un partido; mujer inteligente, instruida, si acaso un poquito bachillera, a quien, por el lugar de su nacimiento —un pequeño pueblo de Aragón—, conocían los elementos izquierdistas de la región por María la del Pozuelo. 

María Domínguez, mujer humilde, es esposa de un hombre modesto, que practica el oficio de esquilador. Ha cursado, sin poderlos terminar, los estudios del Magisterio, es una autodidacta que desbordaba sus anhelos de ternura, de comprensión, de amor al pueblo, en artículos aparecidos, sin intermitencias de desmayo en un semanario humilde también: El ideal de Aragón, editado allá en las montañas de Graus, el refugio áspero de aquel áspero genio español, guión de la nueva política española, que se llamó Joaquín Costa.

Posee María Domínguez ese buen sentido, la serenidad bondadosa, pero recia, que caracteriza a la dueña en Aragón, y que la capacita plenamente para el gobierno, no siempre sencillo, de su hacienda. La hallan en su casita de Gallur, durante el breve reposo que le consienten las funciones públicas que ejerce, y después de una comida excesivamente sobria, condimentada solícitamente por unas buenas mujeres con las que convive. Le preguntamos: 

—¿Considera usted apta a la mujer aragonesa para el mando de los pueblos?

Ella, con naturalidad de la que está ausente la pedantería, nos responde: 

—¿Por qué no? La mujer puede tener autoridad. No es la mujer; no es la persona quien manda. Es la ley. Y la ley la sabe hacer respetar, desde luego, una mujer aragonesa. 

No hace mucho tiempo —afirma con rotundidad— en este pueblo, roído por los rencores, que poco a poco he logrado apaciguar, hubo noticias de que algunos extremistas preparaban una subversión contra la autoridad legítimamente constituida. Me impuse ante el deber, y ordené pregonar un bando en el que decía: «No se autorizará manifestación pública de ningún género hasta tanto que las circunstancias aconsejen otra cosa, y todo intento de alteración del orden será reprimido con toda energía, advirtiendo que en la cuestión social tanto patronos como obreros se conducirán debidamente, en la inteligencia que los autores o promotores de cualquier alteración de la paz pública serán puestos a la disposición de las autoridades superiores, para que les sea aplicada la ley de Defensa de la República, si con su proceder diesen motivo a ello.» 

Fué eficaz. La paz no se alteró, y el asalto al Régimen no se intentó siquiera. 

¿Cómo fué —nos hemos preguntado antes de preguntárselo a ella— que María Domínguez, María la del Pozuelo, quedara designada alcaldesa de un pueblo importante, populoso, de vega espléndida, de un pueblo difícil, como el pueblo de Gallur? Pues fué... eso: el arbitrio afortunado para que en un lugar abierto a todos los vientos violentos de la nueva política social se moderasen las exaltaciones, negativas y peligrosas. 

Entre dos bandos de hostilidad irreductible, María Domínguez era la paz. María Domínguez, que daba lecciones particulares a diez y ocho niños, los cuales, a los siete años, ya conocían las cuatro reglas fundamentales de la Aritmética, y la de interés simple, y la de intereses compuesto, y la de descuento; que se ayudaba esforzadamente para mejorar su vida cosiendo colchas guateadas; que escribía artículos, y que había fundado en Gallur la Unión General de Trabajadores, con setecientos afiliados, aunque luego quedara separada de la organización por rivalidad pueblerina con algunos de sus cabecillas. 

El delegado que enviara el gobernador civil de Zaragoza para sustituir al anterior Ayuntamiento, de raigambre monárquica, por una Comisión gestora, no vaciló, y doña María Domínguez fué nombrada alcaldesa de Gallur. Con evidente acierto para la comunidad. Con positivo perjuicio para esta buena mujer aragonesa, obligada a abandonar las ocupaciones que eran fundamento de su vida, y que consagra a la mejor administración del pueblo sus más puros entusiasmos. 

María Domínguez —por si alguien piensa lo contrario— no pretende hacer «carrera política». Ella cree que debe haber mujeres concejales y mujeres diputados, y que misión principal de las mujeres que manden debe ser procurar para la escuela y para la paz universal. Pero otras; Ella, no. Ella aspira a una plaza de inspectora auxiliar del Ministerio del Trabajo, y redimirse, cuando las circunstancias se lo consientan, de la pesada carga de la alcaldía. 

Entusiasta en un tiempo de las doctrinas de Pi y Margall; enamorada más tarde de un socialismo idealista; libre de todas las impurezas de la realidad; defensora con ardimiento de que se mejore y se entone el trabajo de la mujer en la República; partidaria de que cada labrador tenga un pedazo de tierra suyo que cultivar; con una exacta visión de que la política en los pueblos es, ante todo, personalismo, y no del más noble personalismo; doña María Domínguez, la alcaldesa de Gallur, tiene como programa administrar justamente las 156.613 pesetas a que asciende el Presupuesto municipal. Atender al pago de la construcción del cuartel para la Guardia civil; destinar siete mil pesetas para añadir una nave a las escuelas; invertir 9.600 en el arreglo de unos caminos vecinales y mantener una reserva prudencial para poder acudir en casos urgentes a remediar determinadas crisis de trabajo. 

—Sobre todo —nos dice— las escuelas. Es el problema de Gallur y de tantos otros pueblos de España. Aquí están instaladas en unos bodegones insanos, que hay que inutilizar con urgencia. Para todo pueden servir menos para escuelas. 

Y en la frase pone el acento de la antigua estudiante del Magisterio, que no pudo llegar a ser maestra; y el espíritu de ternura, de amor y de bondad con que enseñaba a chiquitines de siete años las cuatro reglas de la Aritmética. 

¿«Balsas de aceite —los pueblos y las naciones—, como dice la copla vibrante de Gigantes y Cabezudos. Al menos, esta María la del Pozuelo, la alcaldesa de Gallur, ya ha resuelto un problema entre obreros y patronos, que se presentaba encrespado. Lo ha resuelto por las buenas. En paz. Y ha llevado la tranquilidad a un pueblo roído por todos los rencores. 

Que manden, que manden las mujeres, en vez de mandar los hombres. 


Manuel Casanova
Crónica, 30 de octubre de 1932








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