Todos los poetas han cantado a
la mujer española. Todos los poetas han intervenido en hacer de ella ese cromo
brillante y pintoresco, inútil como son todos los cromos, que ella misma acaba
de romper en mil pedazos. Todos los poetas acaban de fracasar a manos de su
propio personaje.
La mujer española no era así ni de la otra manera. Tanta poesía,
tanta miss y tantos juegos florales la habían convertido en una especie de
damita de porcelana, inservible para todo lo que no fuera el mimo, la
ensoñación y la lagartonería. Alguna que otra vez, también para el gesto
bélico, pero entonces no había más remedio que echar mano de Agustina de
Aragón, y un gesto descompasado que anda por todas las historias escolares,
haciendo falso y teatral lo que fué tan sencillo y espontáneo, tan alegre, tan
decidido, tan repentino como lo estamos viendo ahora a cada momento.
Pero todo se ha venido abajo tan pronto como la mujer ha comenzado
su ofensiva, su movilización en la retaguardia.
Nadie se lo ha ordenado. La primera mujer que se sentó a la puerta
de su casa con sus madejas de lana y sus agujas fué la encargada de despertar
este buen aliento juvenil que todas tienen dentro.
Desde entonces, en el poyo aldeano y en el banco del jardín surgió
ese laboreo continuo que es la mejor estampa que puede darse de la mujer en la
retaguardia. Ya era la madre que cuidaba de los juegos de los pequeños, la
abuela que se había quedado para cuidar el puchero, la jovencita que gusta del
chicoleo, la niña formalita que cuida de sus hermanos, la profesora que se
rodea de sus alumnas, la muchacha que antes iba al cine y ahora acude a los
talleres de las organizaciones... Todas las mujeres españolas entregadas a su
agujeo en todas partes. Todas tejiendo minutos en sus jerseys, poniendo en
marcha acelerada las ruedas de sus máquinas, cortando y cosiendo prendas
de abrigo.
Pues esta labor tan sencilla, tan femenina, tan animosa, ha tenido
en seguida dos partes, y tendrá que tener inmediatamente dos resultados,
incluso para los más medrosos, rezagados y poltrones.
Dos partes, dos. Dos resultados. Uno: su espléndida labor en
servicio del que lucha, cuyo cuerpo está abrigado, cuya muda semanal está
cuidada —igual que antes, mejor que antes, en el aire cálido del hogar—. Otro:
un acicate para el temeroso o para el simplemente frívolo, que sigue tomando el
sol a la puerta de su casa o contando sus andanzas en la mesa del café. ¿Pero
es que mientras la mujer, tan naturalmente dada a la graciosa vanidad y al inocente
peripuesto, abandona sus galas y sus frivolidades, puede haber un solo hombre
inactivo, un solo conversar tranquilo, un solo entregarse al chascarrillo y la
divagación?
¿Pero es que cuando ella hace cachos, con esa energía repentina de
la mujer, el cromo que trataba de dejarla siluetada como un modelo de figurín,
puede un solo hombre quedar tranquilo, sabiéndose propicio personaje para ese
cuadro de la frivolidad y el regodeo que la misma mujer se niega a representar?
Esta es, con pocas palabras, la ofensiva que la propia mujer ha comenzado en la
retaguardia. Esta es, ahora, su voz y su indignación. Hasta aquí fué
silenciosa: creía que le bastaba su labor constante, su desvelo trabajador,
demasiado elocuente para quien quisiera darse cuenta.
Pero ahora la tenemos aquí, en plena calle, manifestándose
con todo el ímpetu de que es capaz, y soltando su razón a los cuatro
vientos. Necesario es que oigan los desquehacerados, que vean los frivolos, que
midan los que no hacen otra cosa que conversar. La mujer española acaba de
romper el molde tonto que le adjudicaron los vates y de echarse a la realidad
de la calle. Un paso más y será capaz de enfrentarse, uno por uno, con los
pequeños grupitos que aun no han sabido oír, justamente los mismos que mascullaban
esas cosas, especie de caramelos líricos, del "morena y sevillana", y
el "eres Carmen en Granada", y el "sabes ser madre y
amante", y el "tienes tipo de princesa de un tibor de
porcelana"... Y el chicoleo, y el piropo, y la frase galante.
Jacinto Arias
Estampa, 24 de octubre de 1936
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