Una mañana de los primeros días de
octubre decidí visitar la fuente del Duero y tomé en Soria el coche de Burgos
que había de llevarme hasta Cidones. Me acomodé en la delantera del mayoral y
entre dos viajeros: un indiano que tornaba de Méjico a su aldea natal,
escondida en tierra de pinares, y un viajero campesino que venía de Barcelona
donde embarcara a dos de sus hijos para el Plata. No cruzaréis la alta estepa
de Castilla sin encontrar gentes que os hablen de Ultramar. Tomamos la ancha
carretera de Burgos, dejando a nuestra izquierda el camino de Osma, bordeado de
chopos que el otoño comenzaba a dorar. Soria quedaba a nuestra espalda entre
grises colinas y cerros pelados. Soria mística y guerrera, guardaba antaño la
puerta de Castilla, como una barbacana hacia los reinos moros que cruzó el Cid
en su destierro. El Duero, en torno a Soria, forma una curva de ballesta.
Nosotros llevábamos la dirección del venablo. El indiano me hablaba de
Veracruz, mas yo escuchaba al campesino que discutía con el mayoral sobre un
crimen reciente. En los pinares de Duruelo, una joven vaquera había aparecido
cosida a puñaladas y violada después de muerta. El campesino acusaba a un rico
ganadero de Valdeavellano, preso por indicios en la cárcel de Soria, como autor
indudable de tan bárbara fechoría, y desconfiaba de la justicia porque la
víctima era pobre. En las pequeñas ciudades, las gentes se apasionan del juego
y de la política, como en las grandes, del arte y de la pornografía -ocios de
mercaderes-, pero en los campos sólo interesan las labores que reclaman la
tierra y los crímenes de los hombres.
—¿Va usted muy lejos?— pregunté al
campesino.
—A Covaleda, señor —me respondió—. ¿Y
usted?
—El mismo camino llevo, porque pienso
subir a Urbión y tomaré el valle del Duero. A la vuelta bajaré a Vinuesa por el
puerto de Santa Inés.
—Mal tiempo para subir a Urbión. Dios le
libre de una tormenta en aquella sierra. Llegados a Cidones, nos apeamos el
campesino y yo, despidiéndonos del indiano, que continuaba su viaje en la
diligencia hasta San Leonardo, y emprendimos en sendas caballerías el camino de
Vinuesa.
Siempre que trato con hombres del campo,
pienso en lo mucho que ellos saben y nosotros ignoramos, y en lo poco que a
ellos importa conocer cuanto nosotros sabemos.
El campesino cabalgaba delante de mí,
silencioso. El hombre de aquellas tierras, serio y taciturno, habla cuando se
le interroga, y es sobrio en la respuesta. Cuando la pregunta es tal que
pudiera excusarse, apenas se digna contestar. Sólo se extiende en advertencias
inútiles sobre las cosas que conoce bien, o cuando narra historias de la
tierra.
Volví los ojos al pueblecillo que
dejábamos a nuestra espalda. La iglesia, con su alto campanario coronado por un
hermoso nido de cigüeñas, descuella sobre una cuantas casuchas de tierra. Hacia
el camino real destacase la casa de un indiano, contrastando con el sórdido
caserío. Es un hotelito moderno y mundano, rodeado de jardín y verja. Frente al
pueblo se extiende una calva serrezuela de rocas grises, surcadas de grietas
rojizas.
Después de cabalgar dos horas, llegamos
a la Muedra, una aldea a medio camino entre Cidones y Vinuesa, y a pocos pasos
cruzamos un puente de madera sobre el Duero.
—Por aquel sendero —me dijo el
campesino, señalando a su diestra— se va a las tierras de Alvargonzález; campos
malditos hoy; los mejores, antaño, de esta comarca.
—¿Alvargonzález es el
nombre de su dueño?— le pregunté.
—Alvargonzález —me respondió— fue un
rico labrador; mas nadie lleva ese nombre por estos contornos. La aldea donde
vivió se llama como él se llamaba: Alvargonzález, y tierras de Alvargonzález a
los páramos que la rodean. Tomando esa vereda llegaríamos allá antes que a
Vinuesa por este camino. Los lobos, en invierno, cuando el hambre les echa de
los bosques, cruzan esa aldea y se les oye aullar al pasar por las majadas que
fueron de Alvargonzález, hoy vacías y arruinadas.
Siendo niño, oí contar a un pastor la
historia de Alvargonzález, y sé que anda escrita en papeles y que los ciegos la
cantan por tierras de Berlanga.
Roguéle que me narrase aquella historia,
y el campesino comenzó así su relato: Siendo Alvargonzález mozo, heredó de sus
padres rica hacienda. Tenía casa con huerta y colmenar, dos prados de fina
hierba, campos de trigo y de centeno, un trozo de encinar no lejos de la aldea,
algunas yuntas para el arado, cien ovejas, un mastín y muchos lebreles de caza.
Prendóse de una linda moza en tierras
del Burgo, no lejos de Berlanga, y al año de conocerla la tomó por mujer. Era
Polonia, de tres hermanas, la mayor y la más hermosa, hija de labradores que
llaman los Peribáñez, ricos en otros tiempos, entonces dueños de menguada
fortuna.
Famosas fueron las bodas que se hicieron
en el pueblo de la novia y las tornabodas que celebró en su aldea
Alvargonzález. Hubo vihuelas, rabeles, flautas y tamboriles, danza aragonesa y
fuego al uso valenciano. De la comarca que riega el Duero, desde Urbión donde
nace, hasta que se aleja por tierras de Burgos, se habla de las bodas de
Alvargonzález, y se recuerdan las fiestas de aquellos días, porque el pueblo no
olvida nunca lo que brilla y truena.
Vivió feliz Alvargonzález con el amor de
su esposa y el medro de sus tierras y ganados. Tres hijos tuvo, y, ya crecidos,
puso el mayor a cuidar huerta y abejar, otro al ganado, y mandó al menor a
estudiar en Osma, porque lo destinaba a la Iglesia.
Mucha sangre de Caín tiene la gente
labradora. La envidia armó pelea en el hogar de Alvargonzález. Casáronse los
mayores, y el buen padre tuvo nueras que antes de darle nietos, le trajeron
cizaña. Malas hembras y tan codiciosas para sus casas, que sólo pensaban en la
herencia que les cabría a la muerte de Alvargonzález, y por ansia de lo que
esperaban no gozaban lo que tenían.
El menor, a quien los padres pusieron en
el seminario, prefería las lindas mozas a rezos y latines, y colgó un día la
sotana, dispuesto a no vestirse más por la cabeza. Declaró que estaba dispuesto
a embarcarse para las Américas. Soñaba con correr tierras y pasar los mares, y
ver el mundo entero.
Mucho lloró la madre. Alvargonzález
vendió el encinar, y dio a su hijo cuanto había de heredar.
—Toma lo tuyo, hijo mío, y que Dios te
acompañe. Sigue tu idea y sabe que mientras tu padre viva, pan y techo tienes
en esta casa; pero a mi muerte, todo será de tus hermanos.
Ya tenía Alvargonzález la frente
arrugada, y por la barba le plateaba el bozo de la cara azul de la cara. Eran
sus hombros todavía robustos y erguida la cabeza, que sólo blanqueaba en las
sienes.
Una mañana de otoño salió solo de su
casa; no iba como otras veces, entre sus finos galgos, terciada a la espalda la
escopeta. No llevaba arreo de cazador ni pensaba en cazar. Largo camino anduvo
bajo los álamos amarillos de la ribera, cruzó el encinar y, junto a una fuente
que un olmo gigantesco sombreaba, detúvose fatigado. Enjugó el sudor de su
frente, bebió algunos sorbos de agua y acostóse en la tierra.
Y a solas hablaba con Dios Alvargonzález
diciendo: «Dios, mi señor, que colmaste las tierras que labran mis manos, a
quien debo pan en mi mesa, mujer en mi lecho y por quien crecieron robustos los
hijos que engendré, por quien mis majadas rebosan de blancas merinas y se
cargan de fruto los árboles de mi huerto y tienen miel las colmenas de mi
abejar; sabe, Dios mío, que sé cuanto me has dado, antes que me lo quites.»
Se fue quedando dormido mientras así
rezaba; porque la sombra de las ramas y el agua que brotaba la piedra, parecían
decirle: Duerme y descansa. Y durmió Alvargonzález, pero su ánimo no había de
reposar porque los sueños aborrascan el dormir del hombre.
Y Alvargonzález soñó que una voz le
hablaba, y veía como Jacob una escala de luz que iba del cielo a la tierra.
Sería tal vez la franja del sol que filtraban las ramas del olmo.
Difícil es interpretar los sueños que
desatan el haz de nuestros propósitos para mezclarlos con recuerdos y temores.
Muchos creen adivinar lo que ha de venir estudiando los sueños. Casi siempre
yerran, pero alguna vez aciertan. En los sueños malos, que apesadumbran el
corazón del durmiente, no es difícil acertar. Son estos sueños memorias de lo
pasado, que teje y confunde la mano torpe y temblorosa de un personaje
invisible: el miedo.
Soñaba Alvargonzález en su niñez. La
alegre fogata del hogar, bajo la ancha y negra campana de la cocina y en torno
al fuego, sus padres y sus hermanos. Las nudosas manos del viejo acariciaban la
rubia candela. La madre pasaba las cuentas de un negro rosario. En la pared
ahumada, colgaba el hacha reluciente, con que el viejo hacía leña de las ramas
de roble.
Seguía soñando Alvargonzález, y era en
sus mejores días de mozo. Una tarde de verano y un prado verde tras de los muros
de una huerta. A la sombra, y sobre la hierba, cuando el sol caía, tiñendo de
luz anaranjada las copas de los castaños, Alvargonzález levantaba el odre de
cuero y el vino rojo caía en su boca, refrescándole la seca garganta. En torno
suyo estaba la familia de Peribáñez: los padres y las tres lindas hermanas. De
las ramas de la huerta y de la hierba del prado se elevaba una armonía de oro y
cristal, como si las estrellas cantasen en la tierra antes de aparecer
dispersas en el cielo silencioso. Caía la tarde y sobre el pinar oscuro
aparecía, dorada y jadeante, la luna llena, hermosa luna del amor, sobre el
campo tranquilo.
Como si las hadas que hilan y tejen los
sueños hubiesen puesto en sus ruecas un mechón de negra lana, ensombrecióse el
soñar de Alvargonzález, y una puerta dorada abrióse lastimando el corazón del
durmiente.
Y apareció un hueco sombrío y al fondo,
por tenue claridad iluminada, el hogar desierto y sin leña. En la pared colgaba
de una escarpia el hacha bruñida y reluciente. . El sueño abrióse al claro día.
Tres niños juegan a la puerta de la casa. La mujer vigila, cose, y a ratos
sonríe. Entre los mayores brinca un cuervo negro y lustroso de ojo acerado.
—Hijos, ¿qué hacéis?— les pregunta.
Los niños se miran y callan.
—Subid al monte, hijos míos, y antes que
caiga la noche, traedme un brazado de leña.
Los tres niños se alejan. El menor, que
ha quedado atrás, vuelve la cara y su madre lo llama. El niño vuelve hacia la
casa y los hermanos siguen su camino hacia el encinar.
Y es otra vez el hogar, el hogar apagado
y desierto, y en el muro colgaba el hacha reluciente.
Los mayores de Alvargonzález vuelven del
monte con la tarde, cargados de estepas. La madre enciende el candil y el mayor
arroja astillas y jaras sobre el tronco de roble, y quiere hacer el fuego en el
hogar, cruje la leña y los tueros, apenas encendidos, se apagan. No brota la
llama en el lar de Alvargonzález. A la luz del candil brilla el hacha en el
muro, y esta vez parece que gotea sangre.
—Padre, la hoguera no prende; está la
leña mojada. Acude el segundo y también se afana por hacer lumbre. Pero el
fuego no quiere brotar. El más pequeño echa sobre el hogar un puñado de
estepas, y una roja llama alumbra la cocina. La madre sonríe, y Alvargonzález
coge en brazos al niño y lo sienta en sus rodillas, a la diestra del fuego.
—Aunque último has nacido, tú eres el
primero en mi corazón y el mejor de mi casta; porque tus manos hacen el fuego.
Los hermanos, pálidos como la muerte, se
alejan por los rincones del sueño. En la diestra del mayor brilla el hacha de
hierro.
Junto a la fuente dormía Alvargonzález,
cuando el primer lucero brillaba en el azul, y una enorme luna teñida de
púrpura se asomaba al campo ensombrecido. El agua que brotaba de la piedra
parecía relatar una historia vieja y triste: la historia del crimen en el
campo.
Los hijos de Alvargonzález caminaban
silenciosos, y vieron al padre dormido junto a la fuente. Las sombras que
alargaban la tarde llegaron al durmiente antes que los asesinos. La frente de
Alvargonzález tenía un tachón sombrío entre las cejas, como la huella de una
segur sobre el tronco de un roble. Soñaba Alvargonzález que sus hijos venían a
matarle, y al abrir los ojos vio que era cierto lo que soñaba.
Mala muerte dieron al labrador, los
malos hijos, a la vera de la fuente. Un hachazo en el cuello y cuatro puñaladas
en el pecho pusieron fin al sueño de Alvagonzález. El hacha que tenían de sus
abuelos y que tanta leña cortó para el hogar, tajó el robusto cuello que los
años no habían doblado todavía, y el cuchillo con que el buen padre cortaba el
pan moreno que repartía a los suyos en torno a la mesa, hendido había el más
noble corazón de aquella tierra. Porque Alvargonzález era bueno para su casa,
pero era también mucha su caridad en la casa del pobre. Como padre habían de
llorarle cuantos alguna vez llamaron a su puerta, o alguna vez le vieron en los
umbrales de las suyas.
Los hijos de Alvargonzález no saben lo
que han hecho. Al padre muerto arrastran hacia un barranco, por donde corre un
río que busca al Duero. Es un valle sombrío lleno de helechos, hayedos y
pinares.
Y lo llevan a la Laguna Negra, que no
tiene fondo, y allí lo arrojan con una piedra atada a los pies. La laguna está
rodeada de una muralla gigantesca de rocas grises y verdosas, donde anidan las
águilas y los buitres. Las gentes de la sierra en aquellos tiempos no osaban
acercarse a la laguna ni aun en los días claros. Los viajeros que, como usted,
visitan hoy estos lugares, han hecho que se les pierda el miedo.
Los hijos de Alvargonzález tornaban por
el valle, entre los pinos gigantescos y las hayas decrépitas. No oían el agua
que sonaba en el fondo del barranco. Dos lobos asomaron, al verles pasar. Los
lobos huyeron espantados. Fueron a cruzar el río, y el río tomó por otro cauce,
y en seco lo pasaron. Caminaban por el bosque para tornar a su aldea con la
noche cerrada, y los pinos, las rocas y los helechos por todas partes les
dejaban vereda como si huyeran de los asesinos. Pasaron otra vez junto a la
fuente, y la fuente, que contaba su vieja historia, calló mientras pasaban, y
aguardó a que se alejasen para seguir contándola.
Así heredaron los malos hijos la
hacienda del buen labrador que una mañana de otoño salió de su casa, y no
volvió ni podía volver. Al otro día se encontró su manta cerca de la fuente y
un reguero de sangre camino del barranco. Nadie osó acusar del crimen a los
hijos de Alvargonzález, porque el hombre del campo teme al poderoso, y nadie se
atrevió a sondar la laguna, porque hubiera sido inútil. La laguna jamás
devuelve lo que se traga. Un buhonero que erraba por aquellas tierras fue preso
y ahorcado en Soria, a los dos meses, porque los hijos de Alvargonzález le
entregaron a la justicia, y con testigos pagados lograron perderle.
La maldad de los hombres es como la
Laguna Negra, que no tiene fondo.
La madre murió a los pocos meses. Los
que la vieron muerta una mañana, dicen que tenía cubierto el rostro entre las
manos frías y agarrotadas.
*
El sol de primavera iluminaba el campo
verde, y las cigüeñas sacaban a volar a sus hijuelos en el azul de los primeros
días de mayo. Crotoraban las codornices entre los trigos jóvenes; verdeaban los
álamos del camino y de las riberas, y los ciruelos del huerto se llenaban de
blancas flores. Sonreían las tierras de Alvargonzález a sus nuevos amos, y
prometían cuanto habían rendido al viejo labrador.
Fue un año de abundancia en aquellos
campos. Los hijos de Alvargonzález comenzaron a descargarse del peso de su
crimen, porque a los malvados muerde la culpa cuando temen el castigo de Dios o
de los hombres; pero si la fortuna ayuda y huye el temor, comen su pan
alegremente, como si estuviera bendito.
Mas la codicia tiene garras para coger,
pero no tiene manos para labrar. Cuando llegó el verano siguiente, la tierra,
empobrecida, parecía fruncir el ceño a sus señores. Entre los trigos había más
amapolas y hierbajos, que rubias espigas. Heladas tardías habían matado en flor
los frutos de la huerta. Las ovejas morían por docenas porque una vieja, a
quien se tenía por bruja, les hizo mala hechicería. Y si un año era malo, otro
peor le seguía. Aquellos campos estaban malditos, y los Alvargonzález venían
tan a menos, como iban a más querellas y enconos entre las mujeres. Cada uno de
los hermanos tuvo dos hijos que no pudieron lograrse, porque el odio había
envenenado la leche de las madres.
Una noche de invierno, ambos hermanos y
sus mujeres rodeaban el hogar donde ardía un fuego mezquino que se iba
extinguiendo poco a poco. No tenían leña, ni podían buscarla a aquellas horas.
Un viento helado penetraba por las rendijas del postigo, y se le oía bramar en
la chimenea. Fuera, caía la nieve en torbellinos. Todos miraban silenciosos las
ascuas mortecinas, cuando llamaron a la puerta.
—¿Quién será a estas horas? —dijo el
mayor—. Abre tú.
Todos permanecieron inmóviles sin atreverse a abrir. Sonó otro
golpe en la puerta y una voz que decía:
—Abrid, hermanos.
—¡Es Miguel! Abrámosle.
Cuando abrieron la puerta, cubierto de
nieve y embozado en un largo capote, entró Miguel, el menor de Alvargonzález,
que volvía de las Indias.
Abrazó a sus hermanos, y se sentó con
ellos cerca del hogar. Todos quedaron silenciosos. Miguel tenía los ojos llenos
de lágrimas, y nadie le miraba frente a frente. Miguel, que abandonó su casa
siendo niño, tornaba hombre y rico. Sabía las desgracias de su hogar, mas no
sospechaba de sus hermanos. Era su porte, caballero. La tez morena, algo
quemada, y el rostro enjuto, porque las tierras de Ultramar dejan siempre
huella, pero en la mirada de sus grandes ojos brillaba la juventud. Sobre la
frente, ancha y tersa, su cabello castaño caía en finos bucles. Era el más
bello de los tres hermanos, porque al mayor le afeaba el rostro lo espeso de
las cejas velludas, y al segundo, los ojos pequeños, inquietos y cobardes, de
hombre astuto y cruel.
Mientras Miguel permanecía mudo y
abstraído, sus hermanos le miraban al pecho, donde brillaba una gruesa cadena
de oro.
El mayor rompió el silencio, y dijo:
—¿Vivirás con nosotros?
—Si queréis —contestó Miguel—. Mi
equipaje llegará mañana.
—Unos suben y otros bajan —añadió el
segundo—. Tú traes oro y nosotros, ya ves, ni leña tenemos para calentarnos.
El viento batía la puerta y el postigo,
y aullaba en la chimenea. El frío era tan grande, que estremecía los huesos.
Miguel iba a hablar cuando llamaron otra
vez a la puerta. Miró a sus hermanos como preguntándoles quién podría ser a
aquellas horas. Sus hermanos temblaron de espanto. Llamaron otra vez, y Miguel
abrió.
Apareció el hueco sombrío de la noche, y
una racha de viento le salpicó de nieve el rostro. No vio a nadie en la puerta,
mas divisó una figura que se alejaba bajo los copos blancos. Cuando volvió a
cerrar, notó que en el umbral había un montón de leña. Aquella noche ardió una
hermosa llama en el hogar de Alvargonzález.
Fortuna traía Miguel de las Américas,
aunque no tanta como soñara la codicia de sus hermanos. Decidió afincar en
aquella aldea donde había nacido, mas como sabía que toda la hacienda era de
sus hermanos, les compró una parte, dándoles por ella mucho más oro del que
nunca había valido. Cerróse el trato, y Miguel comenzó a labrar en las tierras
malditas.
El oro devolvió la alegría al corazón de
los malvados. Gastaron sin tino en el regalo y el vicio y tanto mermaron su
ganancia, que al año volvieron a cultivar la tierra abandonada. Miguel
trabajaba de sol a sol. Removió la tierra con el arado, limpióla de malas
hierbas, sembró trigo y centeno, y mientras los campos de sus hermanos parecían
desmedrados y secos, los suyos se colmaron de rubias y macizas espigas. Sus
hermanos le miraban con odio y con envidia. Miguel les ofreció el oro que le
quedaba a cambio de las tierras malditas.
Las tierras de Alvargonzález eran ya de
Miguel, y a ellas tornaba la abundancia de los tiempos del viejo labrador. Los
mayores gastaban su dinero en locas francachelas. El juego y el vino
llevábanles otra vez a la ruina. Una noche volvían borrachos a su aldea, porque
habían pasado el día bebiendo y festejando en una feria cercana. Llevaba el
mayor el ceño fruncido y un pensamiento feroz bajo la frente.
—¿Cómo te explicas tú la suerte de
Miguel? —dijo a su hermano.
«La tierra le colma de riquezas, y a
nosotros nos niega un pedazo de pan.» —Brujería y artes de Satanás —contestó el
segundo.
Pasaba cerca de la huerta, y se les
ocurrió asomarse a la tapia. La huerta estaba cuajada de frutos. Bajo los
árboles, y entre los rosales, divisaron un hombre encorvado hacia la tierra.
—Mírale —dijo el mayor—. Hasta de noche
trabaja.
—¡Eh!, Miguel —le gritaron.
Pero el hombre aquel no volvía la cara.
Seguía trabajando en la tierra, cortando ramas o arrancando hierbas. Los dos
atónitos borrachos achacaron al vino que les aborrascaba la cabeza el cerco de
luz que parecía rodear la figura del hortelano. Después, el hombre se levantó y
avanzó hacia ellos sin mirarles, como si buscase otro rincón del huerto para
seguir trabajando. Aquel hombre tenía el rostro del viejo labrador. ¡De la
laguna sin fondo había salido Alvargonzález para labrar el huerto de Miguel!
Al día siguiente, ambos hermanos
recordaban haber bebido mucho vino y visto cosas raras en su borrachera. Y
siguieron gastando su dinero hasta perder la última moneda. Miguel labraba sus
tierras, y Dios le colmaba de riqueza.
Los mayores volvieron a sentir en sus
venas la sangre de Caín, y el recuerdo del crimen les azuzaba al crimen.
Decidieron matar a su hermano, y así lo
hicieron.
Ahogáronle en la presa del molino, y una
mañana apareció flotando sobre el agua. Los malvados lloraron aquella muerte
con lágrimas fingidas, para alejar sospechas en la aldea donde nadie les
quería. No faltaba quien les acusase del crimen en voz baja, aunque ninguno osó
llevar pruebas a la justicia.
Y otra vez volvió a los malvados la
tierra de Alvargonzález.
Y el primer año tuvieron abundancia,
porque cosecharon la labor de Miguel, pero al segundo la tierra se empobreció.
Un día, seguía el mayor encorvado sobre
la reja del arado que abría penosamente un surco en la tierra. Cuando volvió
los ojos, reparó que la tierra se cerraba y el surco desaparecía.
Su hermano cavaba en la huerta, donde
sólo medraban las malas hierbas, y vio que de la tierra brotaba sangre.
Apoyado
en la azada contemplaba la huerta, y un frío sudor corría por su frente.
Otro día, los hijos de Alvargonzález
tomaron silenciosos el camino de la Laguna Negra.
Cuando caía la tarde, cruzaban por entre
las hayas y los pinos.
Dos lobos que se asomaron a verles, huyeron
espantados.
¡Padre!, gritaron, y cuando en los
huecos de las rocas el eco repetía: ¡padre!, ¡padre!, ¡padre!, ya se los había
tragado el agua de la laguna sin fondo.
Antonio Machado
Mundial
Magazine, núm. 9, París, enero de 1912
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