Foto: Benítez Casaux |
Antes, hace algunos años, no
muchos, las oficinas del Estado eran unos lugares feos, obscuros, tristes y
desagradables, en los que unos hombres, en general agobiados de hijos y de
preocupaciones, ganaban obscuramente su vida entre trasnochados expedientes y
chupadas heroicas a unos cigarros francamente incombustibles, que el tiempo y
la constancia convertían a veces en colillas eternas.
Los escritores más o menos satíricos, los periodistas y autores
de comedias ridiculizaban de continuo a estos hombres de oficina, llamados en
general Pérez, Gutiérrez o Martínez, trayendo a colación el brillo de sus codos
y las rodilleras de sus pantalones.
Pero aquella leyenda de la oficina fea, destartalada y sucia,
pasó como han pasado las "carabinas" y las "patronas",
aunque todavía queden algunas sobre la tierra.
Las funcionarias
Hoy, las oficinas del Estado huelen a perfumería en invierno, y
a lilas y claveles en estas maravillosas mañanas de junio.
Esos concursos anunciados en los periódicos, en los que se lee
bajo la convocatoria el sugestivo letrero de "Se admiten señoritas",
han obrado el milagro. Cientos de muchachas toman parte en cada una de estas
oposiciones, y poco a poco han ido invadiendo los Ministerios, los Gobiernos
Civiles, las Delegaciones de Hacienda, hasta convertir estos sitios en
cosas totalmente distintas a lo que eran antes.
Una funcionaría bonita y simpática, aunque demasiado modesta
hasta el punto de ocultar su nombre, nos ha hablado de lo que significan las
mujeres en la Administración pública.
—Cuando yo ingresé —dice—, hace ya bastante tiempo, apenas
éramos diez aquí en el Ministerio. Hoy pasamos de noventa, y en otras oficinas
aún hay más. Muchos hombres miran con recelo esta invasión, pero, a la larga,
van comprendiendo que nosotras rendimos el trabajo necesario, y que el sueldo
inicial, que para un hombre no es nada, soluciona la vida a una mujer
arregladita.
Tiene razón mi simpática interlocutora. Con cincuenta duros, un
hombre, por austero que sea, está fatalmente condenado a llevar rodilleras en
los pantalones. En cambio, los mismos cincuenta duros, cobrados por estas
gentiles muchachitas, son casi una fortuna.
—Naturalmente —continúa— que ninguna tenemos automóvil;
pero fíjese usted. La mayoría de las empleadas procedemos de familias de la
clase media, que, si bien no tienen para pagarnos lujos y diversiones, al menos
no les falta para mantenernos. Suponiendo que se ayude algo en casa, porque es
justo, queda al mes libre más de la mitad de la paga, veinticinco durazos, con
los cuales hay para ir vestidas a la última moda, para llevar siempre buenas
medias y para ondularse con frecuencia y tomar algún "taxi" que otro
los días que se está a punto de llegar tarde a la oficina.
—¿Pero todas no estarán en esta situación de privilegio?
—Claro que no. Hay muchísimas que no sólo tienen que vivir por
su cuenta, sino mantener a sus padres, viejos o enfermos. Otras dedican las
horas libres a estudiar una carrera, que, naturalmente, se costean ellas
mismas; pero aun así viven mejor que los compañeros que se encuentran en las
mismas circunstancias. Una mujer, con un duro, hace más que un hombre con tres,
sobre todo si ese duro lo ha ganado ella.
Lo que deben las funcionarias a la República
Las señoritas empleadas y las que aspiran a serlo están muy
contentas.
Hasta ahora, su presencia en las oficinas del Estado
significaba, ante todo, la sumisión a un jefe, sumisión que no desaparecía
nunca. Las mujeres entraban a prestar sus servicios como
"auxiliares", con idéntico esfuerzo que los hombres. Pasado cierto
tiempo, podían, como ellos, hacer oposiciones y conseguir la categoría de
"oficiales", pero de ahí no era posible pasar.
—Fíjese qué cosa más absurda —me dice la simpática funcionaria—:
a una mujer, por el solo hecho de serlo, le estaba prohibido obtener la
categoría ni siquiera de jefe de Negociado. No hablemos ya de jefes de
Administración. Eso, ni soñarlo. Así, que por mucho talento y capacidad que
demostrásemos, nuestra condición de mujeres nos hacía estar fatalmente
condenadas a desempeñar en la Administración pública un papel secundario.
—Pero ahora todo ha cambiado, ¿no?
—Naturalmente. La República, que ha concedido tantas cosas a la
mujer en general, no podía olvidarse de sus funcionarías, que venían siendo
víctimas de una injusticia. Ya tenemos franca la carrera administrativa y de
una manera definitiva, puesto que está escrito en la Constitución.
—¿Todas estarán muy satisfechas?
—Supongo que si, especialmente aquellas para quienes la carrera
administrativa no significa una cosa transitoria. Yo, especialmente, he tenido
una satisfacción muy grande, porque esto era de justicia, y otra pequeñita en
mi amor propio.
—¿Por qué?
—Verá usted. Preparaba yo estas oposiciones siendo casi una
niña, y un día le pregunté a mi profesor a qué categoría podría yo llegar con
el tiempo, caso de obtener plaza. "Señorita —me contestó, bastante
satisfecho, porque era antifeminista—: usted será auxiliar y, cuando más,
oficial. Jefe, ni pensarlo. Yo lo siento —concluyó, en tono irónico—, pero
nunca se dará usted la satisfacción de despachar con un director general. Eso
se queda para estos señores." Y señaló a mis compañeros de clase, Me
molestó aquel trato de inferioridad, hasta el punto que cuando me enteré de que
no sólo podía llegar a despachar con un director general, sino hasta a serlo,
fui a buscar a aquel profesor.
—¿Y lo encontró usted?
—Claro. Estuvo muy galante, pero no muy convencido; ya le he
dicho que era antifeminista. En fin, como también es funcionario, no pierdo las
esperanzas de verle un día entrar a despachar conmigo, cuando yo sea directora
genera —dice mi interlocutora, ahuecando la voz y profanando la severidad de la
oficina con una sonora carcajada.
—A lo mejor ...
—Bueno. No ponga usted eso, que es una broma, ¿eh? Pero...
—continúa, después de quedarse un momento pensativa— sería gracioso. ¿No le
parece a usted? Estaría bien que una de nosotras llegara a ser directora
general o ministra del Ramo. ¡Qué rabia les iba a dar a algunos compañeros que,
no obstante tener la misma categoría administrativa que nosotras, ellos se
denominan funcionarios y a nosotras nos llaman, despectivamente, mecanógrafas!
—¿Es que les molesta la competencia?
—No creo. En realidad, no tenemos nada que decir, porque, por
parte de nuestros jefes y compañeros, no recibimos más que atenciones y pruebas
de afecto; pero si me guarda usted el secreto...
—¿Cómo no, señorita? Diga cuanto quiera, en la seguridad de que
no se enterará nadie.
—Pues verá usted; yo creo que a los hombrea les satisface
nuestra presencia aquí como en todas partes, siempre que estemos en situación
de inferioridad. Es decir, como elemento, decorativo y auxiliar les parecemos
muy bien.
La idea de que algún día tendrán que estar subordinados a una de
nosotras, ¡la verdad!, yo creo que no les hace ninguna gracia. Vuelvo a
repetirle que de esto no diga usted nada. Confío en su discreción.
Decididamente, esta muchacha, que tiene tan buen sentido para
todo, es una ingenua, una verdadera ingenua.
Cree que se puede ser al mismo tiempo periodista, mujer y,
además, discreta: ¡qué equivocación !
*
Yo le pido perdón, simpática e inteligentísima funcionaría.
Usted me ha pedido que no se entere nadie ... pero ... total, ¿qué son los
trescientos mil lectores de Estampa comparados con la
inmensidad de seres humanos que pueblan la Tierra?
Josefina Carabias
Estampa, 11 de junio de 1932
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