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3224. La agonía de Francia VI




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Los ingleses en Francia

El 14 de julio de 1939 fue la apoteosis de la amistad franco-británica. Después de haber desfilado por la avenida de los Champs-Élysées junto con las tropas francesas, los soldados ingleses eran aclamados y festejados en los bailes populares de Montmartre y Montparnasse con un entusiasmo de victoria. Francia se hacía la ilusión de haber ganado la guerra, que se consideraba inminente, con sólo aquella impresionante parada o, por lo menos, tenía la convicción de haberla alejado durante algún tiempo.

Porque, en realidad, lo que los franceses festejaban no era la capacidad de lucha que hubiese en las tropas inglesas, sino la manifestación bien ostensible de una fuerza que podría imponerse por sí misma sin tener que ir a la lucha verdadera. El entusiasmo popular francés por Inglaterra se basaba en la esperanza de que ésta, ante todo y sobre todo, sabría y podría evitar la guerra. Ha habido un periodo en el que Francia ha estado absolutamente en manos de la Gran Bretaña porque creía que en ésta alentaba el mismo espíritu de renuncia y abdicación que dominaba en Francia. La alianza con Inglaterra era para los franceses la posibilidad de negociar una capitulación en condiciones mucho más ventajosas que en un desesperado tete a tete con la Alemania hitleriana. Se esperaba que después de Munich, Inglaterra se prestase todavía a una serie de claudicaciones sucesivas que diesen al fin satisfacción a la gran hambre totalitaria. Lo que se quería de verdad era que la fuerza británica sirviese únicamente para arrancar las mejores condiciones posibles de un nuevo Munich del Mediterráneo, y otro del Báltico y otro de África y otro de Asia... Todo menos tener que luchar. Francia confiaba para ello en la política del señor Chamberlain y con esta seguridad de que no habría que recurrir a las armas vitoreaba alegremente a los soldados británicos.

En cuanto se frustró esta esperanza e Inglaterra mostró su firme voluntad de hacer honor a los compromisos contraídos y afrontar valientemente la lucha, el francés frunció el entrecejo y los aliados ingleses comenzaron a parecer enojosos.

Las tropas inglesas que comenzaron a llegar a Francia inmediatamente después de la declaración de guerra eran recibidas ya sin aquel entusiasmo desbordante del 14 de julio. El francés, que había ido a la guerra a regañadientes, con una profunda exasperación, un malhumor insufrible y un deseo de acabar pronto, como fuese, miraba de reojo a los soldados británicos que desembarcaban en Francia con un ingenuo y sano optimismo alzando orgullosamente el pulgar en señal de victoria, riéndose con toda la boca y cantando despreocupadamente unas alegres y banales cancioncillas de guerra. Un hecho curioso, a cuya fácil comprobación invito a quien quiera, era el de que en todas las fotografías que se han publicado desde el comienzo de la guerra los soldados británicos aparecían siempre sonrientes, de buen humor, con un optimismo franco que se reflejaba en los rostros, mientras que en las fotografías de las tropas francesas no había un solo soldado que no tuviese el ceño dramáticamente fruncido o no mostrase un rostro patéticamente impasible. No he visto una sola imagen del ejército francés en la que aparezca la sombra de una sonrisa, la luz de una mirada franca, jovial y segura de sí misma. Desde el primer día las tropas francesas daban la sensación penosa de un ejército desesperado, sin esperanza alguna en la victoria.

Esta diferencia de estado de ánimo que inicialmente se marcaba había de irse acentuando a medida que el tiempo transcurría. Se tenía claramente la sensación de que el soldado francés iba arrastrado penosamente a una lucha a la que el inglés se lanzaría por su propio impulso y, en fin de cuentas, no parecía sino que el uno llevaba a remolque y contra su voluntad al otro. Esta sensación, falsa, toda vez que Inglaterra no había dado un solo paso que Francia no hubiese querido y aprobado previamente, cuando no exigido, iba a ser explotada inmediatamente y con gran intensidad por la propaganda alemana. Durante nueve meses toda la campaña desmoralizadora hecha por Alemania sobre el ejército francés se ha basado en esta afirmación: «Estáis haciendo una guerra superflua que no habéis querido nunca ni teníais necesidad de hacer, sólo porque los ingleses, para defender su imperio, os han arrastrado a ella». Este era todo el maquiavelismo del doctor Goebbels.

La forma en que se ha desarrollado esta campaña revela tanto los sentimientos primarios sobre los que el nazismo actúa como la perfección técnica a que en esta pura y simple práctica del mal ha llegado la barbarie hitleriana. Por ejemplo, cuando a un destacamento británico se le encomendaba la defensa de un sector del frente que hasta entonces había permanecido en absoluta calma, la artillería alemana desencadenaba un furioso bombardeo tanto sobre las posiciones que ocupaban los ingleses como sobre las que a ambos flancos guarnecían las tropas francesas procurando incluso castigar más duramente a éstas que a las británicas para que simultáneamente los altavoces de su propaganda pudiesen excusarse señalando a los franceses que si no habrían sido por la presencia de los británicos los habrían dejado en paz como antes. «No es contra vosotros, franceses, sino contra los ingleses contra quienes tiramos. Perdonadnos.»

Y lo triste era que estas burdas estratagemas prendiesen en el ánimo ruin de los soldados franceses, que se irritaban más contra sus aliados que contra el enemigo mismo. Yo he hablado con grupos de soldados que consideraban como un castigo el tener que ir a guarnecer una posición de primera línea lindante con las posiciones inglesas y consideraban a los ingleses más culpables de los obuses que les caían encima que a los mismos alemanes que los disparaban.

Cuando las tropas inglesas eran relevadas en un sector por soldados franceses, los altavoces alemanes gritaban en francés: «¡Bienvenidos los muchachos de la compañía tal del regimiento cual! Podéis dormir tranquilos. Ahora que se han ido los ingleses no os molestaremos».

Uno de los temas favoritos de la propaganda antibritánica en el ejército francés era la explotación de una rivalidad sexual que no ha existido nunca en la realidad pero que los alemanes intentaban crear y sostener a todo trance a fuerza de infundios. En las primeras semanas de la guerra aparecieron al otro lado del Rin unos cartelones en los que se decía: «Mientras vosotros estáis aquí pudriéndoos en las trincheras los soldados ingleses hacen el amor a vuestras mujeres». El espíritu francés, que todavía no se había perdido del todo, la gouaille parisiense replicaba al principio a estas ridículas excitaciones con cierto ingenio. «Et ben quoi... on est de copains...»,contestaron desenfadadamente con otro cartelón los franceses. Pero la tenacidad con que la propaganda alemana vertía imperturbable sus insidias terminaba por irritar a los franceses y desesperarlos. La táctica hitleriana, proclamada abiertamente en Mein Kampf, de que una mentira mil veces repetida puede llegar a parecer verdad triunfaba del buen sentido y la ecuanimidad de los soldados franceses, hartos, por otra parte, de permanecer mano sobre mano en las posiciones y con un ansia cada vez mayor de volver a los hogares que habían tenido que abandonar.

Esta explotación de la supuesta rivalidad sexual entre franceses e ingleses fue llevada por los nazis a extremos verdaderamente bochornosos e indignos, no ya de un país civilizado, sino de la dignidad humana más elemental. Los aviones alemanes hicieron una noche un raid sobre París sólo para arrojar unas tarjetas francamente pornográficas en las que aparecía un soldado francés barbudo y miserable en el fondo de una trinchera con esta leyenda al pie: «¿Dónde están los ingleses? Si quiere saberlo mire al trasluz». Y mirando de este modo la tarjeta aparecía dibujada una escena francamente indecorosa en la que una francesa se entregaba a un soldado británico ebrio de champagne.

Ninguna vileza se han ahorrado los servidores del doctor Goebbels. Se daba el caso de que los soldados franceses que se hallaban en el frente recibían cartas anónimas denunciándoles los adulterios de sus mujeres. Este sistema de desmoralización, según pudo comprobar la policía francesa, lo llevaban a cabo los agentes de la quinta columna quienes, para dar mayor verosimilitud a sus falsas delaciones anónimas, visitaban previamente con un pretexto cualquiera los hogares de los soldados movilizados, charlaban con sus mujeres, les sonsacaban algunos detalles de la intimidad del menaje y así podían luego describirles a los soldados su propio interior con impresionantes detalles que daban valor al anónimo.


El odio al soldado

La presencia de las tropas inglesas era acogida por las poblaciones civiles sin ningún entusiasmo. Tras los ingleses venían indefectiblemente los bombardeos de los aviones alemanes, y las poblaciones civiles, cuya principal preocupación, casi la única, era esquivar los riesgos y penalidades de la guerra, soportaban mal la presencia de aquellos huéspedes que sistemáticamente concitaban la ira del adversario. «¡Cómo nos van a dejar tranquilos los alemanes si tenemos ingleses en nuestra villa!», se lamentaban aquellas gentes para quienes la guerra no era sino una calamidad que se les venía encima contra todo su deseo y a pesar de sus esfuerzos desesperados para eludirla. Oyéndoles, no parecía sino que ingleses y alemanes se peleaban por algo que a los franceses les tenía completamente sin cuidado y habían tenido la desdichada ocurrencia de elegir la tierra de Francia como arena de su combate. Y, como ocurría en el frente, las poblaciones civiles tomaban ojeriza a los ingleses, en quienes veían a los culpables de las bombas que les caían encima. Los alemanes, que conocían o adivinaban esta reacción, se encarnizaban con los puntos de concentración de las fuerzas británicas y por la radio denunciaban al pueblo de Francia la responsabilidad de su gobierno al mantener contingentes británicos en el centro de las ciudades populosas.

Cuando las tropas inglesas se diseminaban en poblaciones pequeñas y acantonamientos rurales, las fricciones con la población civil eran aún más intensas. Aunque los ingleses llevasen consigo todo lo que pudiesen necesitar, como los recursos de los pueblos son siempre muy reducidos, se producía fatalmente un encarecimiento del costo de la vida cuando ellos llegaban. Los ingleses pagaban bien y naturalmente la codicia de los tenderos y campesinos hacía que apenas tuviesen a la vista el buen cliente que es el soldado inglés, le reservasen lo poco que había en el pueblo dejando sin nada al indígena comprador cicatero y exigente. Apenas se presentaban los ingleses desaparecían de los mercados los mejores géneros, que los comerciantes ocultaban cuidadosamente para vendérselos a buen precio al extranjero que pagaba sin rechistar lo que le pedían mientras el pobre francés, que pagaba regateando sou a sou, no encontraba entre sus compatriotas quien le vendiese nada de lo que necesitaba. Como es lógico, los franceses maldecían a los ingleses que les encarecerían la vida cuando, en realidad, era a sus propios coterráneos con su negra codicia a quienes hubieran debido maldecir.

La compenetración de franceses e ingleses, relativamente fácil en las grandes ciudades y sobre todo en París, era prácticamente imposible en pueblos y aldeas a pesar de todos los esfuerzos beneméritos que se han hecho en tal sentido. El inglés tiene una considerable capacidad de aislamiento y, por su parte, al francés, en presencia del extranjero, le nace un nacionalismo puntilloso que le hace perder muchas de sus buenas cualidades. Las zonas de compenetración y contacto de dos pueblos tan distintos como el inglés y el francés son muy limitadas.

Es verdad que en los grados superiores del ejército expedicionario inglés había una entusiasta inclinación por Francia y que la compenetración entre jefes y oficiales franceses e ingleses había llegado en ocasiones a ser muy estrecha y cordial. Pero saliendo de la zona intelectual en que se movían los oficiales de enlace y los intérpretes, acertadamente elegidos por ambos países, la incomunicación era absoluta. Era inútil que André Maurois hiciese el decálogo de las relaciones franco-británicas saliendo inteligentemente al paso de mutuas y evidentes incomprensiones. Yo he visto a los ingleses en los pueblecitos de Francia discurrir con ese aire ausente que les es característico en medio de unas poblaciones, si no hostiles, indiferentes, incapaces de ningún movimiento cordial porque se hallaban hoscamente encerradas en su exasperación contra la guerra y contra quienes la hacían, no sólo los adversarios, sino también los aliados y aun los propios soldados franceses. Era la guerra, toda la guerra, lo que irritaba a estas poblaciones francesas, pacifistas hasta el absurdo, pacifistas hasta el suicidio a pesar de la aparente indignación con que había sido rectificada y renegada la desdichada política pacifista de Briand.

Pasados los dos primeros meses de guerra las poblaciones civiles no disimulaban el mal humor que la presencia de las tropas les producía. No era una hostilidad determinada contra los ingleses, sino contra todo soldado, contra todo uniforme, contra todo lo que recordase la guerra o la exaltase.

Esta hostilidad se acentuó contra los ingleses cuando empezaron a aparecer en Francia las mujeres en uniforme del servicio auxiliar femenino británico. Estas mujeres irritaban particularmente a los franceses, y, no hay que decir, a las francesas.


Las mujeres francesas y las inglesas

La mujer francesa, que ha estado radicalmente en contra de esta guerra, no ha querido tomar parte en ella de una manera franca, y, exceptuando a unos núcleos de damas y damitas de la buena sociedad, se ha limitado a ignorarla o a sufrirla con mal disimulada indignación. En realidad, aparte esa simulación de actividad a que se han entregado algunas mujeres de mundo, a la guerra no han cooperado más que las mujeres necesitadas, las obreras de las industrias de lujo que se quedaban sin trabajo y tenían que ir a ganarse un jornal en el duro trabajo de las fábricas de municiones. Muchos miles de costureras, perfumistas, vendedoras de almacén, mecanógrafas, maniquíes, bailarinas, camareras, etcétera, toda la juventud femenina a la que alimentaba mal y vestía bien el París de lujo y placer de los tiempos de paz, ha tenido que cambiar su vida convencional y artificiosa, vestir el mono azul y resignarse al agotador trabajo a la cadena en los talleres de la defensa nacional estropeándose las uñas pintadas y descuidando la rizada y platinada cabellera.

Dicho sea en honor suyo, este penoso proceso de proletarización que ha impuesto la guerra lo ha soportado la mujer francesa y particularmente la parisiense con una energía moral y física superior a lo que hubiera podido esperarse. Pero este esfuerzo dramático, este trabajo oscuro, monótono y agotador durante el día y luego, durante la noche, la soledad y el abandono, exacerbaban en las mujeres el odio a la guerra. No sintiendo por ella ningún entusiasmo ni fe, pareciéndoles odioso lanzarse a ella de todo corazón como hicieron desde el primer momento las mujeres inglesas, se veían obligadas para poder subsistir económicamente a servirla en el oscuro y penoso trabajo de las fábricas. Esto les hacía reaccionar violentamente contra todo lo que significase adhesión entusiasta y proclamación femenina de solidaridad con el estado de cosas que se había producido. Que los hombres tuviesen que endosarse el uniforme y obedecer a la orden de movilización era explicable porque a ello se veían constreñidos por la ley, pero que las mujeres, que no estaban obligadas, se organizasen militarmente, se uniformasen por su gusto y se consagrasen a un servicio voluntario en el ejército se le antojaba a la mujer francesa una verdadera aberración.

Siendo capaz de verdaderos sacrificios, la mujer francesa no concibe sin embargo éste del servicio enregimentado. No cree que haya en él ningún altruismo. Niega rotundamente su eficacia y considera que la mujer que a él se dedica lo hace en realidad, no con el anhelo de ser útil en lo que le es peculiar, sino con el afán desmesurado de emular al hombre y sobre todo de imitarle en los aspectos menos estimables de su función militar, en la exhibición puerilmente vanidosa de un uniforme y unos grados que no sirven sino de pretexto a la fatuidad e incluso a la coquetería. La eficacia del servicio que pueden prestar las mujeres en la guerra moderna escapa a la comprensión, tan aguda en otros aspectos, de la mujer francesa, demasiado mujer, demasiado apegada a sus prejuicios y convencionalismos sexuales.

El hombre francés tampoco acepta de buen grado la injerencia de la mujer en la función militar. Uno de los más prestigiosos generales del Estado Mayor proclamaba orgullosamente en la prensa que en todo el ejército francés no había una sola mujer y se daba el caso de que aviadoras universalmente famosas como, por ejemplo, Maryse Bastié, no habían podido volver a volar desde el momento en que se declaró la guerra. Únicamente se había aceptado a las mujeres para la conducción de automóviles que transportaban material sanitario al frente. El SAFF (Servicio Automovilístico Femenino Francés) era la única puerta que se había dejado entreabierta a las mujeres que querían servir en la guerra. Pero en general se las rechazaba inexorablemente incluso burlándose de ellas y mandándolas a hacer tricot para los soldados.


Superfluidad femenina

Esto no impedía que cierta clase social femenina desplegase con motivo de la guerra una actividad extraordinaria que forzosamente había de limitarse a obras benéficas en la mayoría de los casos superfinas, pura apariencia de actividad, mero pretexto para intervenir y danzar en comités ociosos y de puro relumbrón. Para emplear a las mujeres distinguidas, a las que no se quería utilizar directa y eficazmente en la guerra, se organizaban comedores de asistencia social, centros de albergue, refectorios en las estaciones, etcétera. Pronto, cada gremio artístico y literario de París tuvo su popote de guerra o cocina económica en la que se daba de comer a bajo precio merced a la ayuda oficial y a unas suscripciones públicas encomendadas a las damas parisienses. Había la popote de los comediantes, la de los artistas de music-hall, la de las viejas cigarras de Montmartre y la de los literatos, en las que auténticas princesas y marquesas con sus delantales blancos se hacían la ilusión de estar desempeñando una función útil para ganar la guerra porque servían de comer con buena gracia a unos pobres diablos menesterosos y a unos parásitos eternos.

La mujer francesa no tomaría parte efectivamente en la guerra, pero se movía y danzaba como si fuese ella quien tuviese que ganarla. A este respecto se contaba en París una anécdota divertida y significativa:

Un generoso donante había enviado a la esposa del generalísimo Gamelin un cheque importante con destino al sostenimiento de una de las numerosas obras benéficas que patrocinaba la distinguida dama. Al cabo de unos días el donante recibió una expresiva carta en la que el propio generalísimo de su puño y letra le daba las gracias en nombre de su esposa a la que excusaba por no hacerlo ella personalmente pues los múltiples trabajos que a causa de la guerra la agobiaban se lo impedían.


Sólo las más jóvenes

En Francia, durante la guerra no se creía que las mujeres pudiesen ayudar más eficazmente a ganarla, y, como una concesión benévola, se les dejaban sólo estos entretenimientos superficiales, este simulacro de actividad. Las inglesas, con su intervención activa, directa, intensa y, sobre todo, con la espectacular exhibición de sus uniformes, producían una viva irritación hasta el punto de que en algunas ocasiones la prensa tuvo que hacer valer los servicios admirables de las mujeres-soldados en el ejército, sus trabajos penosos, su abnegación y su coraje para que el público las respetase cuando las veía en los boulevards o en los bares ingleses de los alrededores de la Ópera y suponía malévolamente que no hacían otra cosa en la guerra que pasear luciendo el uniforme, flirtear con los oficiales y beber cocktails.

La diferencia nacía de que así como los franceses rehuían la guerra y permanecían ante ella toscos y encerrados en sus reservas mentales y su malhumor por tener que sufrirla, ingleses e inglesas se habían lanzado a ella con todas sus consecuencias, la vivían con entusiasmo, sin temor, sin exasperación, seguros de sí mismos y del triunfo final. Esta actitud desenfadada y jovial de los ingleses contrastaba con el ceño aborrascado del francés, que no tenía ninguna fe en sí mismo ni en el resultado de la lucha entablada. Unos y otros no podían entenderse.

En París, todavía había alguna simpatía popular para el aire resuelto y bizarro de los tommies y para la petulancia juvenil de las mujeres-soldados. Pero en el resto de Francia, no. Era inútil que en los acantonamientos rurales el buen humor inglés intentase hacer sonreír a los aldeanos con alguna de esas farsas clownescas que tan felices hacen a los ingleses. En realidad, yo sólo he visto en Francia miradas de admiración y afecto por los tommies en los ojos de los más jóvenes, de los adolescentes de doce a dieciocho años que ingenuamente se dejaban llevar por sus sentimientos de simpatía sin prejuicios políticos. Los otros, los hombres adultos, presos ya en el engranaje de la vida nacional triste y ruin de los últimos años, les veían pasar recelosamente y sin abandonar sus reservas.

Yo no sé si los ingleses percibían claramente esta hostilidad ambiente. Sospecho que sí. Pero ello no les impedía sonreír con todos sus dientes y mostrar el puño con el pulgar levantado a unas gentes que no se explicaban este ademán ingenuo y firme de victoria. Yo les he visto, cuando ya los alemanes avanzaban a carrera abierta, haciendo imperturbables su centinela en las aldeas de Francia con la misma formalidad estricta que si estuvieran a la puerta de Buckingham Palace a pesar de la mirada socarrona de los soldados franceses recostados en las paredes y con las guerreras desabrochadas. Yo les he visto sonreír y levantar el pulgar triunfalmente cuando los buques que les devolvían a Inglaterra se alejaban del muelle de Burdeos, donde una muchedumbre frívola les despedía quizás con más simpatía que nunca porque al verles partir se hacía la ilusión de que la guerra había terminado.


Manuel Chaves Nogales
La agonía de Francia (Versión original española de The fall of France). Claudio García y Cía Editorial, 1941, Montevideo







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