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3249. Alicia Salcedo, la primera abogada de Asturias

El "Francesito"

Un mozo cuya imaginación se había desplazado muy lejos rompió el encanto de un escenario consagrado en las bellas páginas de La aldea perdida. En aquella carretera, pintada de claro gris por el polvo de la piedra marmórea de las rocas asturianas, cayó un rojo manchón de sangre, en tanto el cañón do aristas, por el que corre el río erizado de blancos mechones, repelía cien veces el estampido seco de un pistoletazo homicida. Cayó el hombre, y los rebecos vieron, desde las ingencias, la escena solitaria: el mozo avanzó, resuelto, hacia su víctima; tomó presuroso un objeto de entre las ropas del caído y huyó montaña arriba. 

Días después, la sociedad reclamaba la presencia de aquel ser que había invadido los dominios de las bestias de alma simple. 

Juzgaban al hombre, y entre los severos personajes destacaba uno. En él descansaba el público sus miradas. Vestía, como todos los demás personajes de aquel escenario, negro peplo; tocaba su cabeza con birrete, pero no eran un adorno éste y la muceta aterciopelada, porque el resto era bello, joven, femenino. 


La abogado 

El Francesito cantaba para su defensa con una mujer. Habíamos creído que en Oviedo iba a hacer su aparición el tipo influenciado por los snobismos ingleses, y aquella cabeclla graciosa era una burla a nuestras suposiciones. El Francesito disponía de las suaves miradas de la bella defensora. En él, en aquel personaje absurdo que era capaz de matar y robar por instinto de fiera, reconcentró una bolla joven todas sus atenciones de debutante en el sagrado sacerdocio de la defensa judicial. 

—Era un vagabundo desgraciado. Acepte su defensa para mi debut, convencida de que pudiera serme saludable un bautismo tan difícil, en el que además de la lucha con el código, hubiese de reñir batalla de corazones. Era un joven desgraciado, que recorrió el mundo por los regueros y las barrancadas, en lugar de andar por los caminos abiertos. El Francesito había llegado de Francia hacía dos meses; no quería trabajar..., porque nadie le enseñó jamás el consuelo de la honradez. Conseguí atenuar las consideraciones de perversidad que se le atribuían y logré ganarle nueve años en los muchos que el fiscal consideraba que había que tenerle alejado de la sociedad. 


Acusadora, jamás 

Alicia Salcedo nos habla, puesta la toca. 

—Estoy profundamente abatida; mis nervios apenas me prestaban auxilio para terminar la dura prueba a la que me sometí. Estaba viendo que la causa de este infortunado no tenía un punto de defensa... No crea usted que la acepté convencida de su integra culpabilidad.

Yo sabia que era un delincuente, que había matado y había robado; pero tengo la convicción de que su alma está desprovista de toda enseñanza noble. Es un espíritu decidido, con una gran inconsciencia, y comprendí que tan fácil hubiese sido hacerle criminal como cartujo. Cuestión de orientaciones; las suyas fueron deplorables. 

—¿Y el día que sea usted acusadora? 

—iNunca! Puede usted tener la seguridad de que yo no vestiré la toga jamás para acusar a nadie. Yo soy una mujer. Tengo un concepto muy mío sobre las actividades que la mujer ha de desarrollar en la sociedad; el papel que nos debe estar reservado es el de mujer. No concibo una silueta femenina señalando con el dedo hacia el presidio o la horca


La extraña psicología de Alicia Salcedo

Ya estamos en la calle. Alicia se interna en los jardines de palmeras que hay frente al antiguo Palacio de Justicia, se detiene y respira profundamente. En aquellos momentos, no hay en ella el menor atisbo de fatiga, y sonríe:

—¿Qué más? —nos dice, al tiempo que cierra el bolsillo coquetón del que ha extraído un espejito al que asoma sus ya serenos ojos. 

—¿Por qué se hizo usted abogado?

—Nació en mí la idea precipitadamente. A raíz de los sucesos que modificaron el régimen político en España. No nací para vivir anulada, sometida a la voluntad de los hombres en lo espiritual y en pugna con mis ideas... El voto de la mujer ha de ser conquistado por la mujer misma, sin influencias pasionales. No me era difícil la elección de las actividades a que había de consagrarme: mi padre ha sido magistrado en Oviedo, mis tíos también fueron abogados, y la magistratura es tradicional en nuestra familia. 

Proclamada la República, solicité exámenes de bachillerato elemental, y en junio de 1931 me matriculé y aprobé todas las asignaturas. Tardé un año en conseguir el titulo de bachiller completo. Para ello, hube de elevar una instancia al ministro de Justicia. Lo era entonces don Fernando de los Ríos, y quiero consignar, porque nobleza obliga, que el señor De los Ríos, por atención especial, me autorizó para examinarme. Dos años después, era abogado. 


La primera abogada de Oviedo interviene en mítines políticos

—Su decisión de adquirir una carrera y de entrar de lleno en la lucha social, estará orientada en un principio político. 

—Precisamente es un principio, y nada más. La causa común de las derechas. Me dedico a la propaganda: intervine en mítines electorales en la pasada lucha e intervendré en la que se avecina. Propiciaré por todo Asturias mis ideas, que las considero salvadoras para el principio de patria y libertad. 


"Profesionalmente seré criminalista"

—¿Por qué debutó como abogado en la defensa de un hecho criminal? 

—Porque seré criminalista.

Las teorías del padre Montes, que son mi evangelio, no me cierran el camino de la comprensión. Admiro a Jiménez Asúa y le estudio con cariño; es un penalista maravilloso, aunque cada día esté más compenetrada con el padre Montes. Quizá esté algo influida por mi profesor, el doctor Tejerina, que es otro valor positivo en España. Seré criminalista, por mi condición de mujer. La esperanza de lograr que un caído se levante, de aminorar una pena, es un sentimiento naturalísimo y femenino. 


Palacio Valdés y Beethoven

Nos asalta la duda de que Alicia padezca de snobismo sufragista, y que acaso le gustase más ataviarse con un abrigo hechura sastre, una camisa de cuello vuelto y una corbata masculina. Su figura es grácil, elegante, femenina; su porte distinguido en conjunto; pero llevamos un rato charlando sin observar el más leve gesto de feminidad y tenemos en los labios la pregunta más indiscreta. No la aventuramos aún, porque Alicia acaba de pasarse la tupida borla de colorete por sus mejillas. La verdad, que lo hizo con toda discreción.

—¿Qué de sus distracciones? 

—La música, y de la música, Beethoven. Toco el piano para mi uso particular; no tan mal que me avergüence de ser escuchada por mis amistades; pero cuando descanso en él de mis quehaceres, prefiero una página de Beethoven. 

—¿Y de literatura? 

—Poca cosa. Para literatura filosófica, prefiero a los filósofos mismos; para distraerme, prefiero a Palacio Valdés, ese literato español, costumbrista sin localidad, que es capaz de escribir Los majos de Cádiz y La hermana de San Sulpício, o La aldea perdida y La alegría del capitán Ribot, sin que nadie le pueda descubrir secretos de Andalucía o del Norte.

En despedida ya, mientras Alicia distraía su mirada en lo impreciso de la calle, aventuramos la pregunta: 

—¿Y de amores? 

Alicia no vuelve la vista ni cambia la actitud. Con toda serenidad nos contesta: 

—Por ahora, nada. 

—¿Y alguna vez?... 

—Nada, tampoco.

—Se referirá al pasado; nosotros preguntamos por el futuro. 

—Cuando lleguen. 

—Los aceptaría, ¿verdad? 

—¿Por qué no? 

He dicho que era mujer. 


Miguel de Lillo
Estempa, 18 de enero de 1936








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