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3284. La agonía de Francia VIII



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El juego de Reynaud

Daladier no había perdido nunca el contacto con la realidad. Se había hundido pataleando desesperadamente en el légamo de Francia, absorbido por el fondo movedizo e inconsistente de la realidad francesa de nuestro tiempo. Ese tarro de humanidad que se lo tragaba era la verdad de Francia.

La Francia de Paul Reynaud, en cambio, era ya una pura abstracción.

Hay que comprender exactamente el sentido de la caída de Daladier, independientemente de la anécdota personal, porque a partir del momento en que Daladier se hundía, Francia se consideraba íntimamente perdida.

Daladier, pegado a la tierra, lleno de barro y braceando con la realidad de su país que conocía mejor que nadie, llega a la conclusión de que la lucha es inútil. Francia no quiere hacer la guerra. Daladier, cuyo gran pecado como estadista quizás haya sido el de no apartarse un milímetro de la verdad estricta, de su pueblo, no podía engañarse. Estaba identificado con el pueblo, era carne de su carne, salido de su entraña, había vivido íntimamente con él en las trincheras de la Gran Guerra y había estado siempre atento a sus reacciones tanto en su calidad de profesor de historia como por su condición de político demócrata curtido en el forcejeo electoral, en la lucha de encrucijadas de la política rural y en la estrategia de las asambleas del partido radical. Estaba además al frente del Ministerio de la Guerra desde hacía muchos años y no podía equivocarse al medir la eficacia del instrumento que manejaba. Cuando Daladier después de la caída de Finlandia abandona el timón, el buque estaba perdido; hacía agua por todas partes.

Paul Reynaud, con una visión más amplia, más universal que la visión puramente francesa de Daladier, con un horizonte más vasto que el que éste era capaz de descubrir, emprende entonces una operación de salvamento audaz. Suelta el lastre de la tierra francesa, larga las amarras de la realidad y operando con abstracción, con cifras, con puros signos, intenta resolver el problema de Francia por medio del álgebra de la política internacional. Su clave de logaritmos son el Imperio francés, el Imperio británico y en última instancia todo el mundo anglosajón al que desde luego se dirige. Este es el sentido de la conclusión de sus pactos que ligan a vida o muerte a los dos imperios.

Cuando Daladier habla de la fuerza francesa piensa concretamente en tal regimiento determinado, en el coronel que lo manda al cual conoce personalmente, en las bocas de fuego de que dispone, en la filiación política de sus oficiales y en la voluntad de sacrificio que puede animar a cada uno de los soldados a quienes conoce mejor que nadie. Y, naturalmente, no se hace ilusiones.

Cuando Reynaud dice «cuarenta divisiones», lo que hace es poner en circulación un valor entendido, operar sobre el supuesto común, previo e inevitable, que hace posible toda partida de ajedrez. Las piezas tienen un valor convencional, es cierto, pero al final de la partida el que pierde paga en buena moneda. Paul Reynaud pasaba revista a las piezas con que contaba y emprendía la partida seguro de ganarla, porque el enemigo, aunque conociese el valor convencional de las piezas que Reynaud movía, tenía que aceptar el juego y de hecho lo aceptaba, ya que no menos convencional era el valor de sus propias piezas.

Lo terrible es que no ha sido el enemigo, sino la misma Francia la que se ha negado a jugar el juego en que, aun hallándose virtualmente perdida, podía ganarlo todo y ha derribado el tablero y proclamado estúpidamente que sus peones, sus alfiles y sus torres no tenían valor alguno, eran un puro convencionalismo mientras por otro lado aceptaba ingenuamente como bueno el valor también convencional que el enemigo atribuía a sus propias piezas. Esta ha sido la traición de Francia, mejor dicho, de los núcleos franceses que sugestionados por el adversario han traicionado a su propio país.


«¡Antes la esclavitud que la guerra!»

Toda la tragedia de Francia radica en esto. No tenía fe en sí misma, ni en su régimen, ni en sus hombres. La tenía en Alemania, en el nazismo, en Hitler. Por eso se ha entregado sin lucha.

En la operación que intentaba Paul Reynaud —la única que ya podía salvar a Francia—, estaba descontado el convencionalismo tremendo que representaba ese ejército de cuatro millones de hombres que no estaban dispuestos a pelear. Se aceptaba que ese ejército estuviese condenado a desempeñar un papel pasivo, a permanecer en la inacción y sólo era necesario que contuviese o rehuyese las embestidas del enemigo perdiendo terreno si era necesario, batiéndose en retirada cuando fuese preciso, pero sin derrumbarse, sin desertar, sin arrastrar al Estado y al país a una catástrofe irreparable que podía ser evitada porque Francia no estaba sola en el mundo. «Nos defenderemos en el Sena, en el Loira o en el Carona y si fuese necesario seguiríamos defendiéndonos en África, pero la guerra no se perderá», decían quienes estando convencidos de que el ejército francés no podría derrotar de frente al alemán no se hallaban dispuestos a entregarse. Después del fracaso de la operación de Bélgica, el ministro del Interior, señor Georges Mandel, reiteraba su confianza en una frase paradójica, una boutade que explicaba todo el sentido de la operación Reynaud: «Iremos —decía— de catástrofe en catástrofe hasta la victoria final».

¿Por qué se aceptaba ese principio catastrófico? ¿Por qué se tenía la convicción de que el ejército francés no estaba dispuesto a luchar? ¿Por qué ese ejército, que por su preparación profesional, su organización y sus medios de combate debía ser el primero de Europa, aceptaba de antemano la derrota y la humillación?

En esto, aparte la propaganda del enemigo, aparte el efecto desastroso que en la moral militar francesa hubiera podido producir la guerra podrida que durante nueve meses había estado haciendo el hitlerismo eficazmente ayudado por los comunistas, actuaban otras causas, netamente francesas éstas, que pesaban decisivamente en el ánimo de los franceses aun de los que tenían más arraigadas convicciones patrióticas. La triste reflexión que se hacían era la siguiente:

«Contener y derrotar al enemigo le cuesta a Francia por lo menos un millón de hombres. Si para obtener la victoria tiene que sacrificar ese millón de hombres, la catástrofe para nuestro pueblo es tan grande ganando como si hubiese perdido. Francia, diezmada por la guerra, con una población cada vez más reducida por la falta de natalidad y en la necesidad de asimilar constantemente núcleos extranjeros y coloniales, tiene ante todo que economizar la sangre francesa gota a gota. Esa sangría de un millón de hombres que la victoria exigiría puede ser más funesta para el porvenir de la raza y de la nación que la invasión extranjera, la dominación y la esclavitud. ¡Antes la esclavitud que la guerra!»

Así se forjaba en el ánimo de los franceses que se creían sincera y lealmente patriotas el derrotismo que vanamente intentaban perseguir por los cafés los agentes de policía, derrotismo que se había instalado en los centros vitales del país y presidía las deliberaciones del Estado Mayor y los consejos de ministros.


Gamelin

Toda la táctica del gobierno y del Estado Mayor en la conducción de la guerra estaba dominada por esta obsesión. El general Gamelin sabía que su misión verdadera era mantener los frentes en un simulacro de guerra en la que prácticamente no se podía derramar una gota de sangre francesa. Cuando los alemanes se lanzan al ataque, perforan el frente en el extremo de la línea Maginot y avanzan por el agujero de Sedán sin encontrar resistencia, hay un momento en que el generalísimo ve que ha llegado la hora fatal de la lucha y en su orden del día a los ejércitos da la consigna inexorable de que todo hombre tiene que hacerse matar en su puesto. Este orden del día del general Gamelin fue inmediatamente suprimido por la censura. Y el general Gamelin, generalísimo de un ejército cuya misión fundamental era la de no combatir, era relevado automáticamente en el momento en que el combate se hacía inevitable.

Su única victoria posible hubiera sido la de no entablar la lucha. Si luchaba estaba perdido. Esto lo sabía él y lo sabía el gobierno, aunque quizás nunca se lo hubiesen formulado concretamente.

En el fracaso del general Gamelin la opinión querría seguramente saber con cierta precisión la importancia que han tenido o dejado de tener las cualidades personales del generalísimo, su competencia, sus dotes de mando. Creo que la historia tendrá que atenerse para juzgarle como militar a su hoja de servicios anteriores a esta campaña en la que su intervención personal ha sido nula. Desde el momento que aceptó el mando supremo de un ejército que ni estaba dispuesto a combatir ni se quería que combatiese, se resignaba a desempeñar un papel borroso y equívoco con el que pasará fugazmente por la historia.

Sus talentos de estratega, si efectivamente los tiene, no han contado ni podían contar. Ha sido únicamente el falso caudillo de una falsa guerra, el hombre sin cara que ocupaba físicamente un puesto que tenía que estar ocupado por alguien. Todos sus actos y sus palabras han revelado un automatismo inhumano, frío, burocrático, puramente aparencial. Se le ve pasar por la tragedia de Francia como una sombra difuminada que lleva y trae los cartapacios del Estado Mayor y baraja concienzudamente en el papel unas cifras. De él no conocemos más que su correcta asiduidad y ese grito de desesperación rápidamente estrangulado que lanza en el vacío: «¡Que cada hombre se haga matar en su puesto!».

Los hombres no le hacen ningún caso, abandonan ordenada y sistemáticamente sus puestos y Gamelin, cumplida su misión, se retira de puntillas por el foro.


La esfinge del Estado Mayor

Más interesante, y seguramente más reveladora, es la actuación, misteriosa todavía, del Estado Mayor francés en el que había hombres de mucha más fuerte personalidad que Gamelin, consciente y deliberadamente ocultos tras el hermetismo sistemático de «la gran muerte».

Esas esfinges del ejército son las que guardan el secreto de la mecánica militar del derrumbamiento. Los escalones en que Francia va rebotando hasta caer en el abismo, son esos generales silenciosos, impenetrables, esos correctos servidores del Estado, profesionalmente irreprochables, que cumplen estrictamente su deber dentro de una rigurosa disciplina militar, pero están animados por la íntima y secreta convicción de la derrota que tienen descartada la victoria desde el primer día cuando toda Francia la creía aún posible.

Odiando a Alemania con un odio profundo, instintivo, de casta y de raza, han sido, sin embargo, ganados por el sistema, se han dejado subyugar por el nazismo en el que encuentran plenamente realizada una aspiración hondamente francesa, nacida en el alma de Francia por razones históricas antes que en ningún otro pueblo de Europa: el nacionalismo integral, el nazismo. Los generales franceses eran nazis, tan nazis o más que los generales de Hitler. Eran antes nazis que franceses. La obsesión ideológica era en ellos más fuerte que el sentimiento de la patria.

El patriota liberal, el demócrata, que ha cometido el error funesto de renunciar a la guerra ideológica, que ha querido ser antes francés que demócrata, descubría en el último instante que había sido víctima de su generosidad, de su patriotismo mal entendido. Mientras él renunciaba en aras de la patria a la guerra ideológica, los otros se dejaban arrastrar por ella y permitían cruzados de brazos que la patria se hundiese esperando secretamente que de este hundimiento surgiese el triunfo de su ideología. El patriota liberal gritaba entonces: «¡Traición!», clamaba que el glorioso vencedor de Verdún estaba vendido a los alemanes y hubiera querido fusilar en el acto a todos los generales pronazis.

Esta traición no es, sin embargo, de las que puedan ser sometidas a las cortes marciales y juzgadas en juicio sumarísimo. Paul Reynaud, al ver que el ejército se le desmoronaba pudo caer sobre una docena de generales que a última hora fueron destituidos y limogés según la característica expresión francesa. Pero esos generales que caían dentro de la acción de la justicia no eran sino la escoria de la traición verdadera, los que habían dado muestras fehacientes de incapacidad o cobardía, los que en el momento crítico abandonaban sus unidades o se negaban al cumplimiento de las órdenes recibidas. Los otros, los que permanecían en sus puestos, los que frente al avance enemigo arrostraban valientemente el riesgo de la partida difícil que habían emprendido, los que organizaban sistemáticamente las retiradas y las evacuaciones, los que escalonadamente cubrían las etapas del proceso de descomposición que tenían previsto, esos no podían ser acusados ni juzgados como traidores.

No he creído nunca que hayan estado en inteligencia con el enemigo. Es decir; no he creído nunca en su traición material. Ni siquiera parece probable que fuesen capaces de practicar el sabotaje y de ejercer una resistencia pasiva organizada. Les bastaba para cumplir su designio con observar una actitud estrictamente disciplinada, con interpretar a la letra las órdenes recibidas y con abstenerse de toda iniciativa personal, de toda aportación espiritual y anímica. La disciplina no basta para hacer las guerras y mucho menos para ganarlas.

Pero es más, quienes en el ejército francés no observaban esta actitud de esfinges, quienes reaccionaban con humana viveza ante este curso fatal de las cosas, eran precisamente los que se hacían sospechosos de deslealtad. Se llegaba a acusar de contaminación hitleriana no a los que se rendían boquiabiertos ante el hitlerismo, sino a quienes denunciaban la eficacia de la táctica enemiga frente la táctica suicida de Francia.

Había en Francia unas valiosas promociones de coroneles y generales jóvenes que no se resignaban, quizás por estímulos de pura probidad profesional, a aceptar que el glorioso ejército al que pertenecían desempeñase el papel pasivo y humillante que estaba desempeñando frente al ejército alemán. Contra la ortodoxa estrategia del Estado Mayor se alzaban indignadas las voces de quienes preveían la catástrofe.


De Gaulle

Ese coro de generales y coroneles jóvenes que no querían sacrificar al juego siniestro que se estaba jugando su propio prestigio personal, que no querían parecer ciegos y sordos, que se negaban a desempeñar el papel de imbéciles que les había correspondido, gritaban a los cuatro vientos que la táctica que se seguía era funesta, que frente al empleo de la panzerdivision, la guerra de fortaleza que se pretendía hacer a todo trance era perfectamente estúpida, que el ejército francés podía perfectamente en unos meses salir de su estancamiento.

El hombre representativo de esta tendencia era el general De Gaulle. Sus concepciones estratégicas eran compartidas por una masa considerable de generales, jefes y oficiales que habrían terminado por imponerlas si la guerra hubiese seguido interiormente un curso normal, si no hubiese estado presidida por la trágica convicción de la derrota previa indispensable. Cuando Paul Reynaud lleva a la subsecretaría del Ministerio de la Guerra al general De Gaulle era ya tarde.

Se había esperado a que los alemanes perforasen el frente y lanzasen sus columnas motorizadas como flechas por el interior del país para hacer aquella declaración ingenua de que la estrategia del ejército francés había sido modificada de la noche a la mañana y a partir de aquella hora se iniciara una guerra de movimientos completamente nueva.

No era posible destruir la mentalidad Maginot en un instante. A un pueblo al que se le había estado diciendo desde hacía diez años que se hallaba al abrigo de una barrera infranqueable había que convencerle entre dos comunicados oficiales de que el hecho de que apareciesen en los arrabales de las ciudades del interior unas columnas motorizadas alemanas no tenía ninguna importancia estratégica ni afectaba seriamente al curso de las operaciones.


Weygand

El general Weygand tomó el mando supremo ya con el imperativo de esta guerra de movimiento que a aquellas alturas no era, en realidad, sino el reconocimiento de la impotencia de un ejército que se pliega dócilmente a la iniciativa del adversario triunfante.

Weygand no tuvo tiempo sino de recorrer los frentes, comprobar sector por sector, tanto en Bélgica como en Francia, algo que ya sabía de antemano, que el ejército no estaba dispuesto a batirse y volver a contárselo al gobierno.
En esta actuación personal del general Weygand no hay más que un punto inquietante que habrá de ser dilucidado por la historia. El de su entrevista con el rey de los belgas.

Francia ha pretendido que la culpa directa, inmediata y principal de la catástrofe cayese sobre la cabeza del rey Leopoldo. La resolución de éste de entregarse a los alemanes cuando todavía resistían heroicamente las fortalezas de su país ha sido considerada unánimemente como el acto decisivo de la defección, el que daba el triunfo incuestionable a Hitler.

Sería necesario, sin embargo, antes de formular un juicio definitivo, saber cómo se habían desarrollado las entrevistas del rey de los belgas con los representantes de Francia, con Daladier y principalmente con Weygand, qué pudieron decirle, qué garantías darle, qué promesas hacerle o qué esperanzas quitarle. La conducta ulterior de Leopoldo estaba determinada por el plan que Francia, o mejor dicho, el ejército francés, se hubiese trazado. Si Francia no estaba dispuesta a resistir, si la resolución de entregarse era todo lo que podía esperarse de ella, la traición del rey de los belgas no es sino la consecuencia de la traición francesa aunque la haya precedido cronológicamente.

El pensamiento del general Weygand en el momento de su entrevista con el rey Leopoldo y su forma de expresarlo son los que en ese instante crítico pueden haber decidido el curso de los acontecimientos. Hay que inclinarse a pensar que el general Weygand difícilmente podía infundir una confianza y una seguridad que seguramente no tenía.

Cuando se dirige al país el generalísimo se limita a decir con doble y sibilino sentido: «Estamos en el último cuarto de hora». ¿En el último cuarto de hora de qué, de la capacidad de resistencia propia o de la capacidad de ataque del enemigo?

Todo induce a creer que Weygand no ha previsto ni por un momento la posibilidad de intentar la resistencia. Su papel es sencillamente el del liquidador. En los últimos consejos sus conclusiones sobre la situación real del ejército y sus posibilidades estratégicas unidas al pesimismo fundamental del mariscal Pétain, que ya en 1917 cuando no era octogenario era terriblemente pesimista, han debido de precipitar el derrumbamiento quebrantando la voluntad de resistencia que positivamente animaba a Reynaud.

Esta guerra ha sido efectivamente una guerra «drôle» en la que los militares han sido curiosamente pacifistas y derrotistas sistemáticos.


Pétain

La arriesgada operación que Paul Reynaud intentaba para salvar a Francia haciendo para ello abstracción de las impurezas de la realidad, tomando a los hombres como puros símbolos y a las masas como cifras, caminaba rápidamente al fracaso porque el país estaba podrido hasta el hueso, los hombres no tenían grandeza ni prestigio y las masas eran como rebaños trashumantes, las fuerzas movedizas que ni siquiera en el papel y teóricamente podían ser esgrimidas. En Francia no se podía decir que había tantos comunistas ni cuantos fascistas, ni que los republicanos y los monárquicos eran tales y cuales, lo mismo podía haber cinco millones de soldados que no haber ninguno, igual podía decirse que Francia era esto o lo otro, una cosa y todo lo contrario. Pocas veces un pueblo ha llegado a tener una inconsciencia tan grande; pocas veces la pulverización de un país ha sido tan evidente.

En cuanto a los hombres representativos que Paul Reynaud quería tomar como símbolos esgrimiéndolos como arma de lucha, revelaron pronto que ni para eso servía su grandeza pasada y su prestigio. El caso del mariscal Pétain es significativo.

El vencedor de Verdún, cargado de años y de gloria, podía haber sido al lado del gobierno, por lo menos, lo que eran los ancianos venerables en las tribus primitivas, el poder moderador entre las fratrias rivales.

Toda la gloria de Pétain no ha servido para provocar un minuto de apaciguamiento. Pétain mismo no ha sabido ser sino un partisan, un leño más arrojado al fuego, un tronco añoso con que incrementar la hoguera de la discordia interior en la que Francia se consumía.

El gobierno, al llamarlo a sus comicios, lo que hacía con ello era avivar la lucha interior, precipitar la consunción de Francia.

Como esta equivocación fundamental de Pétain, el gobierno Reynaud ha cometido otras menores en cuanto al volumen de las figuras en cuestión, pero no menos fuertes. El señor Baudoin, surgiendo del fondo discreto en que se mueven las fuerzas auténticas del capitalismo para ser colocado por Paul Reynaud inmediatamente a su lado con el designio de que su presencia y su control infundiesen confianza a las fuerzas conservadoras cuya deserción era la ruina de Francia, no ha servido, en realidad, sino para que la traición del capitalismo a la nación y al Estado se precipitasen, para que los rentistas prohitlerianos de Francia diesen el golpe de gracia desde los consejos de ministros al régimen democrático que, por patriotismo, les llamaba en su ayuda para salvar la nación.


Manuel Chaves Nogales
La agonía de Francia (Versión original española de The fall of France). Claudio García y Cía Editorial, 1941, Montevideo







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