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3333. Casilda Hoyos, una mujer odontólogo, al servicio de la guerra

Casilda Hoyos, a la izquierda. Foto: Videa


El hijo, combatiente en España; la madre, en un campo de concentración

En el corazón del Madrid popular, en una de esas calles cuyo solo nombre es ya como un cartelón de sainete y de verbena, ha instalado el Socorro Rojo un dispensario. En él se atiende a los combatientes, a sus familiares, a los necesitados. Un palacio silencioso se ha convertido hoy en instalación al servicio de los heridos y de los enfermos. Tocas blancas de enfermera por entre las paredes, decoradas con viejos cuadros. Entre los que atienden a aquellos enfermos y aquellos heridos figura una mujer, una de esas mujeres que han puesto todo su trabajo y toda su ternura al servicio de las necesidades de la guerra. 

Casilda Hoyos es una muchacha odontólogo que desde el comienzo de la guerra viene trabajando infatigablemente en favor de la familia infinita del dolor. Hoy forma parte de la Comisión Nacional de Sanidad, y ella misma, en su clínica, cuando ya ha cedido el trabajo de la jornada, va contando cómo se incorporó a la lucha. 

—Mi gran anhelo —dice— era poder hacer llegar mi trabajo a todos. Hay cosas que no pueden ni deben ser para unos pocos nada más. Hay que hacer llegar esa labor a todos. Es decir, una tarea de auténtico sentido social. Por eso yo, trabajadora auténtica, en cuanto estalló el movimiento ofrecí mis servicios, y el Colegio de Odontólogos me envió al local del Socorro Rojo, en la calle de Abascal. 

—¿Y allí? 

—Primeramente me encargaron de la Guardería Hogar Infantil, compuesta de trescientos a cuatrocientos niños, hijos todos ellos de los hombres que luchan en el frente. Labor amabilísima para mí. Despertar en el niño el cuidado profiláctico de la boca. Después, con la llegada de los soldados de la Columna Internacional, aquello cambió bastante. Todo eran llagas guerreras sobre el sillón profesional. 

—¿Tuviste muchos heridos entonces? 

—Sí, bastantes. Y, sobre todo, casos de operaciones delicadísimas. Recuerdo un soldado italiano, con la mandíbula deshecha por casco de granada... Y fíjate si es conmovedor lo que voy a referirte: este hombre, que ha venido a España enrolado en la Columna Internacional, tiene a su madre prisionera de Mussolini, en un campo de concentración. Y ha preferido abandonar el único consuelo de saberse en la misma tierra de su vieja, para acudir aquí. «Luchando ahora —me decía, es como luego podrá trabajar todo el mundo y comer. No me importa morir, si es preciso, para que los demás vivan felices. ¿Tardaré mucho en curar? Lo digo para volver pronto a la lucha...» Sinceramente, la Columna Internacional tiene mi devoción... Me entusiasma. 


La aristocracia de la inteligencia y del corazón 

—¿Quién os ha cedido este local? 

—La Cultural de Embajadores. Aquí están montándose ya todos los departamentos de que va a componerse nuestra instalación. Tendremos todas las especialidades médico-quirúrgicas que sean necesarias 

—¿Qué es preciso para tener derecho a la asistencia vuestra? 

—Sencillamente, ser miliciano, combatiente o sindicado. Y más que esto aún: sufrir y no tener recursos con que aliviar los males ¡Si vieras!... Una de mis mayores alegrías es al ver a los pobres desgraciados que pasan por mis manos, con las encías rotas, el rostro deshecho, observar con qué agradecimiento —cuando me preguntan «¿Cuánto?», yo les respondo: «Nada»— se les viene a los labios una sonrisa de sorpresa. «Nada»... Mágica palabra que les hace entrever que aun habrá un mundo bueno para los desheredados de la fortuna. ¿No es hermoso este «regalo de la salud» que hacemos desde esta casa? Cada vez estoy más convencida de que la única aristocracia del mundo es la de la inteligencia y la del corazón; la una, para ayudar a nuestros hermanos en sus necesidades, y la otra, para comprender y consolar sus dolores. No admito ninguna más.


El miedo es libre 

—¿No has estado nunca en el frente? 

—No. Y te aseguro que lo siento... Allí tengo un hermano, hoy ascendido a capitán por méritos de guerra. Hubiera deseado poder ser allí útil en algo más, compartir con ellos las penalidades de la guerra y sus pocas, sus poquísimas, jornadas menos amargas; pero... ¿a qué vamos a engañamos? Cuando me ofrecieron un puesto en la primera ambulancia que salía, ¡con qué gusto lo hubiese aceptado!... Mas no contaba con mi temblor de piernas... El miedo es libre, ¿no? 


El timbre... ¿Para qué? 

—Mi vida ha sido siempre uniforme, sencilla. Lo único que puedo decirte es que en mi afán de hacer todo el bien posible a mis semejantes, cuando la actriz Pepita Díaz lanzó su idea de fundar la Casa del Actor, yo inmediatamente me ofrecí a colaborar con mi trabajo, gratuitamente, en la obra que pensaba realizar. Y me consta que ella estaba encantada con mi ofrecimiento. 

—Y de tus camaradas de ahora, ¿puedes decirme algo? 

—Como caso gracioso, y que al mismo tiempo encierra un gran fondo de reforma social, te contaré lo ocurrido con uno de los muchachos de esta casa. A raíz de instalarme aquí, y mientras trabajaba, tenía muchas veces necesidad de cualquiera de mis ayudantas, y para ello era preciso que empezara a dar voces llamando a la interesada. Vi la absoluta precisión de un timbre cerca de mí. Y aquí fué ella. No consentían en acceder a mi petición, por considerarla «medida aristocrática». «El timbre, ¿para qué lo quieres?» Hubo que explicárselo con todo género de detalles. Y cuando se hubo convencido de que era necesidad y no «superioridad», él mismo ayudó a su instalación. «El timbre..., ¿para qué, Antonio?» 


Mundo Gráfico, 3 de marzo de 1937







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