Un estudiante en las
barricadas
La historia es breve, pero apretada de
heroísmo y de fervor por la causa del pueblo antifascista. Sus pocos años no le
han permitido, a la hora de la biografía minuciosa, la exposición de largos
capítulos vitales con dilatadas pausas de tiempo entre uno y otro.
El era estudiante de Medicina. Y de la
F.U.E. Poco más de veinte años, sanos y fuertes, cantándole cada día en el oído
una romanza apretada de gritos reivindicadores. Estaba al final de la carrera y
ya habían pasado delante de sus ojos los episodios de un film doloroso en el
que era protagonista una España entregada a la dirección de sus enemigos, que
hacían blanco de sus iras en la carne juvenil de los estudiantes, con un
temblor viril de protesta a lo largo de las calles, vigiladas por guardias incondicionales
de lo que la Dirección de Seguridad representaba entonces. Cuando Mola organizó
el asedio y conquista de la Facultad de Medicina, planeada sobre mapas urbanos
perfilados de odio, fue él uno de los que más alto pusieron su grito de
protesta ante la granizada de plomo que caía en las salas de operaciones y la
réplica contundente de la legítima defensa a la agresión injustificada.
Luego, cuando ya le faltaba poco para dar
el adiós a la vida estudiantil y recoger su título con el que irse, probablemente,
a esconder sus sueños en un pueblo, donde tomar el pulso en habitaciones de
adobe y mal cobrar la iguala anual, estalló la sublevación fascista. Cuando, en
la noche del 18 de Julio, la voz ronca de la Radio arañaba la garganta de todos
los altavoces con las últimas noticias de cada minuto, y el pueblo ponía un
gallardete de gritos en el silenció de las calles expectantes, pidiendo armas
con que oponerse a la traición, él dejó la habitación escueta, con montones de
papeles revueltos, de la casa de huéspedes y se unió a la multitud. El amanecer
del día 19 le cogió abrazado a un fusil y vigilando una calle. Pocas horas
después, cuando los primeros camiones erizados de obreros con mono y gritos
proletarios pasaron junto a él, buscó un hueco y se marchó a la Sierra, a
rellenar con su pecho la barrera de pechos heroicos con que se paró en seco el
avance del fascismo.
La Sierra, Talavera...
Después vienen los días largos de la
Sierra, con vientos finos y sol alto, y una desesperación interior ante la
pareja de fusiles para cada cinco hombres. El gesto heroico de cada miliciano,
dispuesto a ser ejemplo de los demás y punto de partida para la columna
apretada de nombres heroicos. Horas largas de aguzar la pupila y el oído para
el descubrimiento de la traición solapada, acechando con rúbrica de paqueo
certero, entre los riscos pelados del paisaje castellano. Después, las horas
dramáticas de Talavera, frente a un paisaje barroco de moros sobre caballos
caracoleantes corriendo la pólvora de los fusiles y de los gritos, ávidos del
botín ofrecido. Y más tarde...
Bombas de mano contra los monstruos
de hierro
Más tarde, una aurora roja de explosiones
violentas, entre cuyas melenas de pólvora se grabó un nombre que pocas horas
después había de correr toda la España leal entre rúbricas de admiración. El
suyo. Este: Carrasco. Las vendas de los carteles sobre la frente herida de las
esquinas pregonaron durante muchos días su nombre, como estímulo para los
demás. Un día se tendió en un camino por el que avanzaban los monstruos de
acero de los tanques fascistas, dispuestos a deshacer carne proletaria con las
muelas rugientes de las ruedas en las trincheras leales. Carrasco no vaciló.
Esperó con pulso firme la llegada de los monstruos, sin importarle la
semicircunferencia de disparos que sobre el polvo del camino trazaban, cada vez
más próximas, las ametralladoras de los tanques. Luego se levantó, jugó el
brazo con la gracia deportiva de un discóbolo griego, y lanzó la primera bomba.
Luego, otra, y otra, y otra... Así, hasta que rasgó el vientre de acero de tres
tanques, mientras los otros volvían grupas apresuradamente para la huida,
bloqueada de pánico. Muchos días siguientes se cuajaron en efemérides de nuevas
hazañas. Aquel sector próximo a Madrid durmió tranquilo muchas noches con la
garantía de la vigilancia de Carrasco.
"Morir es lo de
menos"
—¿Y ahora, Carrasco?
—Ahora sigo luchando. He recorrido todos
los frentes próximos a Madrid. En ellos sigo aportando mi esfuerzo para ganar
la guerra.
—¿Cuál fué tu impresión cuando viste los
tanques a pocos metros?
—Figúrate... En esos instantes no se
acuerda uno de nada. Ni de la hora en que se nació, ni de la familia, ni de
nada. La impresión es de lo más grande y sublime que se puede recibir.
No cuenta más. Es un hombre tallado en
modestia. Que rubrica con estas palabras, sinceras y rotundas:
—Lo importante es luchar. Morir es lo de
menos.
Antonio Otero Seco
Mundo Gráfico, 21 de julio de 1937
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