Salvador de Madariaga y Rojo (A Coruña, 23 de julio de 1886 - Locarno, Suiza, 14 de diciembre de 1978) |
Puede rechazarse una tesis
política, ya por sernos inaceptable su principio, ya porque la consideremos
anacrónica —es decir, fuera de su tiempo natural—, ya por estimar que no es
compatible en la práctica con la nación a la que se pretende aplicarla. Nuestra
oposición al fascismo obedece a todas estas razones a la vez.
En cuanto al principio, tenemos que objetar al fascismo, como a su
gemelo el nazismo, y a su primo el bolchevismo (pues el bolchevismo, en
política, es fascista como el fascismo en economía tiende fatalmente al
bolchevismo según ignoran nuestras ignorantes clases poseyentes) una inversión
de los valores fundamentales del hombre con la cual no hay ni puede haber
componenda. Para el fascismo, el hombre es para la nación y halla en ella su fin
y plenitud. Para nosotros, esta manera de pensar es inadmisible y no alcanzamos
a imaginar que haya españoles tan olvidadizos de la verdadera esencia del
pensamiento hispánico que a ella se acomoden y aun de ella hagan bandera —¡oh,
sarcasmo!— en nombre de la hispanidad.
Si hay algo insobornable en el hispanismo, algo que florece en
todas las formas de la vida española, en las buenas como en las malas, en las
llamadas ortodoxas como en las llamadas liberales, en las constructivas como en
las destructivas, es precisamente el sentido de que el individuo, como fin,
supera a la nación. Este sentido individualista palpita en las
"Relecciones" del Padre Vitórica como en las enseñanzas de don
Francisco Giner; anima los ensueños del idealista siglo XIX y los erráticos
impulsos del anarcosindicalista del siglo XX. Es algo primordial e instintivo,
que en sus más altas expresiones da sabor especial hasta al misticismo de un
San Juan de la Cruz, en que el individuo muere, pero individualmente, y de pura
superación.
Este substrato pre-mental de nuestro individualismo es certero en
su adivinación; quiero decir que da a priori en el hito de la verdad que a
posteriori dibuja el pensamiento. La supeditación del hombre a la nación es una
monstruosidad contra el Cristianismo y contra el humanismo, doctrinas ambas que
con matices diversos hacen del hombre individual y concreto el centro
espiritual de la existencia. Por esta razón, cristianos y humanistas —y ¿qué es
ser humanista sino cristiano agnóstico que suspende su juicio teleológico hasta
mayor seguridad?— dan como axiomático que el ser hombre es algo más amplio
y más alto que el ser español, turco o japonés.
Aquí estriba nuestra diferencia esencial con el fascismo y sus
similares: el lazo que me une a mis compatriotas es más intimo, más carnal que
el que me une a los demás hombres, pero precisamente por eso, es de menor
jerarquía. Por lo cual concluyo que el hombre no tiene derecho a ejecutar en
nombre de su nación actos que su ética rechaza. La nación, pues, no puede
absorber todo el hombre. Hay una zona humana que sobrepasa la zona
nacional.
A buen seguro que este principio de la superioridad del hombre
sobre la nación no ha de tomarse de modo tan integral y absoluto que destruya
toda disciplina nacional e impida todo patriotismo. Al contrario. Es evidente
que uno de los síntomas graves del mal de España está precisamente en
esta singular carencia de espíritu social que en el plano nacional lleva a
la flojera del Estado por falta de patriotismo activo. El español es muy
patriota, pero con patriotismo pasional, que se traduce en emociones,
exaltaciones y gestos, no con ese patriotismo activo que se traduce en trabajo
metódico y solidarizado con fines positivos al servicio del país.
El error del fascismo es, pues, natural. Desea trabar a los
españoles en una férrea disciplina al servicio de la nación, para lo cual
exalta los valores nacionales. Pero, si bien conformes con el fin —no habrá
español que no lo esté con la necesidad de disciplinar a los españoles para reforzar
a España—, no podemos estarlo con el medio. Aun aquí, habrá que puntualizar.
Entendemos que los españoles no se dan cuenta cabal de lo grande que es su país
y de lo obligados que están a servirle. La tendencia fascista a exaltar la
historia de España me parece, pues, necesaria y útil. Mucha de la dejadez e
indiferencia de nuestro país ante problemas graves de política exterior —a que
se debe en buena parte el desorden de nuestra política interior —es pura
ignorancia, falta de perspectiva histórica aun en los llamados cultos. Es
menester que los españoles de hoy se den cuenta de que no se puede descender de
la sangre de Cortés, de Zúñiga, de Mendoza y de Olivares y limitarse a
politiquear en la Puerta del Sol y a guerrear de redacción a redacción.
Pero esto dicho, la exaltación de la nación por encima del
individuo es un proceso psicológico peligroso que lleva a la tiranía y por ella
a la muerte de la nación. No vale señalar, porque todavía hay diferencia entre
nación y tribu. El fascismo en todas sus formas lleva a la trituración de todos
los valores humanos que deben sobrepasar a la nación y, por tanto, es
incompatible con la libertad de pensamiento. Añádase que el fascismo, no
contento con poner a la nación por encima del individuo, le pone también encima
al Estado. Que no es lo mismo. En los Estados fascistas no quedan al poco
tiempo más que la oligarquía gobernante, reducida a un cortísimo número de
adictos, y la tribu o turba, uniformada y encamisada. La nación ha desaparecido
al querer imponerse.
Porque la nación no es el Estado, sino el espíritu que al Estado
anima. Y así como el Estado se nutre de cuerpos, la nación se nutre de
espíritus, Pero el espíritu es libre. La nación, pues, se justifica por los
hombres, que no los hombres por la nación. Y por eso la solución del problema
de las relaciones entre el individuo y la colectividad podría resumirse en la
ecuación siguiente: Los ciudadanos sirven al Estado para que el Estado sirva a
la nación, para que la nación sirva a los hombres que la constituyen. En último
término está el hombre, única encarnación del verbo.
De donde se deduce con meridiana claridad que, en efecto, hay que
disciplinar al ciudadano para que el Estado sea fuerte y la nación viva en paz
y prosperidad; pero que, en el proceso de disciplina al ciudadano, no es lícito
oprimir lo que hay en él de humanidad incoercible —su libertad de pensamiento,
su conciencia, su responsabilidad en el marco de las leyes—. Porque el
ciudadano es para el Estado, el Estado para la Nación y la Nación para el
hombre.
Salvador de Madariaga
Ahora, 21 de julio de 1936
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