Una tarde del mes de octubre de 1936, a paso de
maniobra, una compañía de milicianos de la Brigada Motorizada del Partido
Socialista, marcha a lo largo del Paseo del Prado de Madrid en dirección
Atocha. Yo era uno de los ciento y pico de muchachos que integraban la
formación. Destino... ignorado.
Recién cumplidos mis diecinueve años, me
había incorporado a «La Motorizada» por ser la agrupación miliciana más afín
con mis ideales (sabía que era una unidad adepta a la política de don Indalecio
Prieto, jefe del ala conservadora del Partido Socialista y, además, por ser
quizás el primer grupo de milicianos no comunista organizado con mandos y
disciplina militares. Mis ideales de entonces, siendo un chico joven, flaco y
con lentes, empleado de oficinas, estaban insuflados -de patriotismo por la
lectura de los «Episodios Nacionales», de don Benito Pérez Galdós. Si hubo
curas ciento veintiocho años atrás luchando contra la invasión francesa,
¿por qué no mecanógrafos, ahora, para mejorar la justicia social?
Nunca supe por qué mi brigada se tituló
"motorizada", puesto que ni motos ni motores teníamos para
trasladarnos, sino solamente los pies. Y a pie marchamos en aquel mi primer
servicio bélico hacia la estación de Atocha, que aún se llamaba de
«Madrid-Zaragoza-Alicante», hasta que nos situaron en un andén, al borde de un
tren ya formado con su locomotora despidiendo vapor blanco. ¿Dónde nos
Llevarían? ¿Al frente? Seguramente no, porque por entonces "el
frente" para los madrileños estaba en la Sierra; y a la Sierra se iba por
la estación del Norte, no por la de Atocha. Además éramos poca gente para
constituir una expedición de guerra.
Al anochecer apareció en nuestro andén una grupo de
muchachas, uniformadas con indumentaria socialista, que repartieron raciones
individuales de rancho frío: bocadillos, cerveza y vino, todo muy bien
preparado en bolsitos de papel blanco, puesto que aún no se usaba el plástico.
Y muy poco después, mientras comenzábamos a merendar, la compañía hubo de
formar para escuchar al mando que nos informó así: «Marchamos a
Cartagena como escolta de este tren. ¡Es una misión importante y peligrosa,
pues custodiamos un cargamento de estopines. Se nombrarán turnos de guardia de
dos horas durante la marcha en las plataformas de los vagones, pero cada vez
que el tren se detenga, la escolta en pleno ha de saltar rápidamente del tren y
rodearlo, con la orden terminante de impedir, si preciso fuera por la fuerza,
que alguien se aproxime a los vagones. ¡NADIE, NI PAISANO NI UNIFORMADO!»
Ocupamos tres vagones de viajeros intercalados
simétricamente entre los de carga, los cuales ya encontramos en la estación
cerrados y precintados. Y a poco de emprender la marcha comenzaron los bulos y
los rumores: «No transportamos estopines, sino oro, el oro del Banco de
España».
El viaje que duró toda la noche, se efectuó con total
precisión. En las escasas detenciones del convoy saltamos a tierra según lo
ordenado y rodeamos el tren hasta reemprender la marcha. A veces, no recuerdo
si siempre, llevábamos dos locomotoras, una en cabeza y otra en cola.
Por la mañana muy temprano llegamos a la estación de
Cartagena, donde en seguida empezaron a desprecintar y abrir vagones y se nos
ordenó trasladar la carga, cajas de madera alargadas, todas Iguales, a unos
camiones que estaban esperándonos. En ellos, carga y escolta rodamos algunos
kilómetros hasta lo que llamaban «los Polvorines» túneles abiertos en la falda
de un cerro que recuerdo tenían la planta en forma de una T mayúscula. Nosotros
mismos hicimos la descarga y acomodo de las cajas en el fondo de los túneles,
recorriendo en fila india los quizá cincuenta metros de túnel para ir
depositando !las cajas en la transversal del fondo, a derecha e izquierda y
desde el suelo al techo, hasta rellenar o taponar todo el espacio. Para
alcanzar las capas superiores de almacenamiento formábamos escalones con las
propias cajas. El trabajo duro y el calor en el interior de aquellas cuevas
hizo que quedáramos medio desnudos. Recuerdo la escena grabada para siempre en
mi mente. Parecíamos dos filas de hormigas, la entrante con caja al hombro y la
saliente "de vacío"., para volver a cargar. ¿Veinte, veinticinco
kilos cada caja? Algo así. Los bulos y rumores del tren se convirtieron en
certeza. El sonido del contenido de las cajas, al manipularlas, era
inconfundible. Con toda seguridad monedas. Aunque seguramente ninguno de
nosotros había visto jamás ni entonces pudo ver una sola moneda de oro.
Terminados la descarga y el almacenamiento, de nuevo a la estación, al tren y a
Madrid. Por haber empleado el día entero en los trabajos de transporte y
descarga, el viaje de regreso fue Igualmente nocturno. Solamente pudimos dormir
a ratos, sentados y vestidos, durante el tiempo libre de guardia, pero en
Madrid tuvimos todo el día siguiente de permiso.
Sin embargo..., ¡ay!, libres sólo estuvimos para ir a
casa hasta el nuevo atardecer, pues de nuevo se repitió, y así hasta ocho veces
seguidas, la misma operación. Ocho veces, ocho viajes, ocho trenes para mi
Compañía de escolta. Después supimos que el total de trenes fue de veinticuatro
dato que nunca tuve ocasión de comprobar. No pude imaginar por entonces que
estaba siendo protagonista de un capítulo importante de la Historia de España.
De los miles de libros que después se han escrito sobre la guerra civil he
leído aproximadamente media docena; y sobre el tema de este relato he
encontrado grandes contradicciones. Por ejemplo, alguien que debería estar
documentado, como don Julián Zugazagoitia, que fue director del periódico «El
Socialista» y también ministro del Gobierno durante la guerra, dice en la larga
historia que escribió en 1940 que «en la tarde o noche del 7 de
noviembre de 1936 corrían hacia Levante los camiones que transportaban el oro
del Banco de España». Según versiones mejor documentadas de otros
autores, para esa fecha el oro estaba ya en Rusia. El traslado a Cartagena
desde Madrid se realizó, aunque no puedo recordar los días exactos, a partir de
los primeros días de octubre; absolutamente cierto que en trenes y no en
camiones (yo estaba allí), y no en noviembre, puesto que fue entre el 25 y el
28 de octubre cuando, según historiadores bien Informados, se embarcaba el oro
en Cartagena. Fue sin duda una operación muy secreta que organizaron y
ejecutaron pocas personas. El azar me llevó a ser testigo y operario en aquel
histórico traslado del tesoro español, que, por supuesto, creí se limitaba a
alejarlo del Madrid en peligro. Pero tanto quisieron -y consiguieron- evitar la
divulgación del hecho que relato, que muchos años después he sabido, por mis
lecturas, que a los funcionarios del Banco de España que acompañaron el oro a
Rusia no se les permitió regresar a España. 0 quedaron allí o fueron
dispersados por el mundo.
Sin meterme a opinar ni a juzgar la decisión
ministerial que ordenó el traslado, sí puedo afirmar que al menos hasta
Cartagena se hizo con absoluta disciplina, honradez y meticulosidad. En
cada entrada de túnel había una mesa con un funcionario del Banco que tomaba
nota de las cajas que iban pasando; y al final de cada descarga, funcionarios y
jefes de escolta firmaban solemnemente las actas. El trabajo fue perfecto; pero
ocurrió un incidente que supongo completamente desconocido salvo para el grupo
-o para quienes quedemos de él- del que fuimos testigos y protagonistas.
Fue en mi tercer viaje, un par de horas después de
salir de Madrid, cuando repentinamente el tren se detuvo en una estación
pequeña, completamente solitaria y aparentemente abandonada. Los jefes dieron
la alarma y ordenaron no descender del tren pero sí asomar los fusiles por las
ventanillas en actitud defensiva. Pudimos leer claramente el nombre de la
estación: Algodor. El tren retrocedió rápidamente y poco más tarde vinimos a
saber que tras pasar Aranjuez, en la desviación de Castillejo, un equivocado
cambio de agujas nos llevó por la vía hacia Toledo dejando a la izquierda
nuestra ruta de Albacete. Nos informaron que habiendo ocupado muy poco antes la
ciudad de Toledo las tropas del general Varela, Algodor estaba aquella noche en
«tierra de nadie». De haberlo sabido... ¡qué riquísimo botín, nada menos que un
tren lleno de oro, hubieran tomado fácilmente las tropas que avanzaban hacia
Madrid!
En el Banco de España sobraba un duro.
Y para terminar este relato me es necesario resaltar
mi extrañeza, que aún perdura después de treinta y ocho años, sobre una faceta
insólita del caso. He leído, siempre con lógica curiosidad, cuantos artículos y
reportajes han caído en mis manos —y no han sido pocos- comentando el traslado
del oro, siempre el oro. Pero..., ¿qué pasó con la plata? Nadie la nombra.
Fueran o no veinticuatro los trenes, yo doy fe de los ocho en que viajé. Y sin
duda fueron en total no menos de dieciséis, pues cada noche nos cruzábamos uno
de ida con otro de regreso. Yo ayudé a descargar tres trenes de cajas de oro,
pero los otros cinco llevaron plata en talegos y no en cajas. Cada talego
contenía veinticinco kilos de plata en mil monedas de un duro. Por comentarios
con otros compañeros que escoltaron otros trenes pude calcular que solamente un
tercio aproximado de la carga total fue de cajas de oro, mientras que los otros
dos tercios fueron de plata.
No tuve ocasión de ver ni moneda ni lingote alguno de
oro. ¡Pero sí, curiosamente, vi algo de plata. Y ocurrió así aunque parezca
invención, pues ya sabemos que a veces la realidad puede parecer más
inverosímil que la fantasía.
Y no es fantasía ni invención, sino rigurosamente
cierto, que a un muchacho que transportaba como yo un talego de plata al
hombro, túnel adentro, se le cayó al suelo, reventó el talego y allá rodaron
duros de plata por el suelo del túnel, cuyo pavimento de cemento estaba
ligeramente inclinado hacia la entrada. Todos colaboramos a recoger monedas,
depositándolas apiladas en la mesita del representante del Banco de España. Ante
el grupo de testigos del hecho se hizo dos veces el recuento, observando que de
la cuenta sobraba un duro. (Por cierto que gracias a ese incidente pude
comprobar que no portábamos monedas nuevas y relucientes, como los profanos
creemos deben ser las que almacena el Banco de España, sino duros de diversos
cuños y efigies usados y sobados.) El señor de la mesa nos pidió que
revisáramos nuestras pertenencias personales por si a alguno le faltaban del
bolsillo cinco pesetas. Pero no fue así, y en consecuencia levantó acta,
firmaron los jefes y al papel oficial adjuntó la moneda sobrante, supongo que
para reintegrarla a la superioridad.
Después de mi octavo y último viaje de regreso a
Madrid, hacia el 20 de octubre, me destinaron al frente del sur de la capital
de España, en la línea de Navalcarnero. Retrocediendo ante las tropas de Varela
y Yagüe, «La Motorizada» luchó en la Casa de Campo y en el Barrio de Usera, en
cuyos combates sufrió muchas bajas. Nos quedamos en cuadro, quizá más de la
mitad muertos o desaparecidos. Y en la última semana de noviembre decidieron
disolver la unidad, formando con sus restos otra de carabineros, creo que para
escolta del Gobierno. Supe que finalmente sus componentes fueron a parar a
Méjico, pero nunca después he tenido ocasión de comentar estos temas con algún
otro testigo o compañero de entonces. Tampoco recuerdo ningún nombre o
fisonomía de ellos. Yo no quise ser carabinero y en diciembre de 1936 elegí
pasar al arma de artillería, en la que hice el resto de la guerra.
Eernesto Luengo.
Publicado en: Historia y Vida. Extra número 4,
1974
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