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59. Los trenes del tesoro





Una tarde del mes de octubre de 1936, a paso de maniobra, una compañía de milicianos de la Brigada Motorizada del Partido Socialista, marcha a lo largo del Paseo del Prado de Madrid en dirección Atocha. Yo era uno de los ciento y pico de muchachos que integraban la formación. Destino... ignorado.

Recién  cumplidos mis diecinueve años, me había incorporado a «La Motorizada» por ser la agrupación miliciana más afín con mis ideales (sabía que era una unidad adepta a la política de don Indalecio Prieto, jefe del ala conservadora del Partido Socialista y, además, por ser quizás el primer grupo de milicianos no comunista organizado con mandos y disciplina militares. Mis ideales de entonces, siendo un chico joven, flaco y con lentes, empleado de oficinas, estaban insuflados -de patriotismo por la lectura de los «Episodios Nacionales», de don Benito Pérez Galdós. Si hubo curas ciento veintiocho años  atrás luchando contra la invasión francesa, ¿por qué no mecanógrafos, ahora, para mejorar la justicia social?

Nunca supe por qué mi brigada se tituló "motorizada", puesto que ni motos ni motores teníamos para trasladarnos, sino solamente los pies. Y a pie marchamos en aquel mi primer servicio bélico hacia la estación de Atocha, que  aún se llamaba de «Madrid-Zaragoza-Alicante», hasta que nos situaron en un andén, al borde de un tren ya formado con su locomotora despidiendo vapor blanco. ¿Dónde nos Llevarían? ¿Al frente? Seguramente no, porque por entonces "el frente" para los madrileños estaba en la Sierra; y a la Sierra se iba por la estación del Norte, no por la de Atocha. Además éramos poca gente para constituir una expedición de guerra.

Al anochecer apareció en nuestro andén una grupo de muchachas, uniformadas con indumentaria socialista, que repartieron raciones individuales de rancho frío: bocadillos, cerveza y vino, todo muy bien preparado en bolsitos de papel blanco, puesto que aún no se usaba el plástico. Y muy poco después, mientras comenzábamos a merendar, la compañía hubo de formar para escuchar al mando que nos informó así: «Marchamos a Cartagena como escolta de este tren. ¡Es una misión importante y peligrosa, pues custodiamos un cargamento de estopines. Se nombrarán turnos de guardia de dos horas durante la marcha en las plataformas de los vagones, pero cada vez que el tren se detenga, la escolta en pleno ha de saltar rápidamente del tren y rodearlo, con la orden terminante de impedir, si preciso fuera por la fuerza, que alguien se aproxime a los vagones. ¡NADIE, NI PAISANO NI UNIFORMADO!»

Ocupamos tres vagones de viajeros intercalados simétricamente entre los de carga, los cuales ya encontramos en la estación cerrados y precintados. Y a poco de emprender la marcha comenzaron los bulos y los rumores: «No transportamos estopines, sino oro, el oro del Banco de España».

El viaje que duró toda la noche, se efectuó con total precisión. En las escasas detenciones del convoy saltamos a tierra según lo ordenado y rodeamos el tren hasta reemprender la marcha. A veces, no recuerdo si siempre, llevábamos dos locomotoras, una en cabeza y otra en cola.

Por la mañana muy temprano llegamos a la estación de Cartagena, donde en seguida empezaron a desprecintar y abrir vagones y se nos ordenó trasladar la carga, cajas de madera alargadas, todas Iguales, a unos camiones que estaban esperándonos. En ellos, carga y escolta rodamos algunos kilómetros hasta lo que llamaban «los Polvorines» túneles abiertos en la falda de un cerro que recuerdo tenían la planta en forma de una T mayúscula. Nosotros mismos hicimos la descarga y acomodo de las cajas en el fondo de los túneles, recorriendo en fila india los quizá cincuenta metros de túnel para ir depositando !las cajas en la transversal del fondo, a derecha e izquierda y desde el suelo al techo, hasta rellenar o taponar todo el espacio. Para alcanzar las capas superiores de almacenamiento formábamos escalones con las propias cajas. El trabajo duro y el calor en el interior de aquellas cuevas hizo que quedáramos medio desnudos. Recuerdo la escena grabada para siempre en mi mente. Parecíamos dos filas de hormigas, la entrante con caja al hombro y la saliente "de vacío"., para volver a cargar. ¿Veinte, veinticinco kilos cada caja? Algo así. Los bulos y rumores del tren se convirtieron en certeza. El sonido del contenido de las cajas, al manipularlas, era inconfundible. Con toda seguridad monedas. Aunque seguramente ninguno de nosotros había visto jamás ni entonces pudo ver una sola moneda de oro. Terminados la descarga y el almacenamiento, de nuevo a la estación, al tren y a Madrid. Por haber empleado el día entero en los trabajos de transporte y descarga, el viaje de regreso fue Igualmente nocturno. Solamente pudimos dormir a ratos, sentados y vestidos, durante el tiempo libre de guardia, pero en Madrid tuvimos todo el día siguiente de permiso.

Sin embargo..., ¡ay!, libres sólo estuvimos para ir a casa hasta el nuevo atardecer, pues de nuevo se repitió, y así hasta ocho veces seguidas, la misma operación. Ocho veces, ocho viajes, ocho trenes para mi Compañía de escolta. Después supimos que el total de trenes fue de veinticuatro dato que nunca tuve ocasión de comprobar. No pude imaginar por entonces que estaba siendo protagonista de un capítulo importante de la Historia de España. De los miles de libros que después se han escrito sobre la guerra civil he leído aproximadamente media docena; y sobre el tema de este relato he encontrado grandes contradicciones. Por ejemplo, alguien que debería estar documentado, como don Julián Zugazagoitia, que fue director del periódico «El Socialista» y también ministro del Gobierno durante la guerra, dice en la larga historia que escribió en 1940 que «en la tarde o noche del 7 de noviembre de 1936 corrían hacia Levante los camiones que transportaban el oro del Banco de España». Según versiones mejor documentadas de otros autores, para esa fecha el oro estaba ya en Rusia. El traslado a Cartagena desde Madrid se realizó, aunque no puedo recordar los días exactos, a partir de los primeros días de octubre; absolutamente cierto que en trenes y no en camiones (yo estaba allí), y no en noviembre, puesto que fue entre el 25 y el 28 de octubre cuando, según historiadores bien Informados, se embarcaba el oro en Cartagena. Fue sin duda una operación muy secreta que organizaron y ejecutaron pocas personas. El azar me llevó a ser testigo y operario en aquel histórico traslado del tesoro español, que, por supuesto, creí se limitaba a alejarlo del Madrid en peligro. Pero tanto quisieron -y consiguieron- evitar la divulgación del hecho que relato, que muchos años después he sabido, por mis lecturas, que a los funcionarios del Banco de España que acompañaron el oro a Rusia no se les permitió regresar a España. 0 quedaron allí o fueron dispersados por el mundo.

Sin meterme a opinar ni a juzgar la decisión ministerial que ordenó el traslado, sí puedo afirmar que al menos hasta Cartagena se hizo con absoluta  disciplina, honradez y meticulosidad. En cada entrada de túnel había una mesa con un funcionario del Banco que tomaba nota de las cajas que iban pasando; y al final de cada descarga, funcionarios y jefes de escolta firmaban solemnemente las actas. El trabajo fue perfecto; pero ocurrió un incidente que supongo completamente desconocido salvo para el grupo -o para quienes quedemos de él- del que fuimos testigos y protagonistas.

Fue en mi tercer viaje, un par de horas después de salir de Madrid, cuando repentinamente el tren se detuvo en una estación pequeña, completamente solitaria y aparentemente abandonada. Los jefes dieron la alarma y ordenaron no descender del tren pero sí asomar los fusiles por las ventanillas en actitud defensiva. Pudimos leer claramente el nombre de la estación: Algodor. El tren retrocedió rápidamente y poco más tarde vinimos a saber que tras pasar Aranjuez, en la desviación de Castillejo, un equivocado cambio de agujas nos llevó por la vía hacia Toledo dejando a la izquierda nuestra ruta de Albacete. Nos informaron que habiendo ocupado muy poco antes la ciudad de Toledo las tropas del general Varela, Algodor estaba aquella noche en «tierra de nadie». De haberlo sabido... ¡qué riquísimo botín, nada menos que un tren lleno de oro, hubieran tomado fácilmente las tropas que avanzaban hacia Madrid!

En el Banco de España sobraba un duro.

Y para terminar este relato me es necesario resaltar mi extrañeza, que aún perdura después de treinta y ocho años, sobre una faceta insólita del caso. He leído, siempre con lógica curiosidad, cuantos artículos y reportajes han caído en mis manos —y no han sido pocos- comentando el traslado del oro, siempre el oro. Pero..., ¿qué pasó con la plata? Nadie la nombra. Fueran o no veinticuatro los trenes, yo doy fe de los ocho en que viajé. Y sin duda fueron en total no menos de dieciséis, pues cada noche nos cruzábamos uno de ida con otro de regreso. Yo ayudé a descargar tres trenes de cajas de oro, pero los otros cinco llevaron plata en talegos y no en cajas. Cada talego contenía veinticinco kilos de plata en mil monedas de un duro. Por comentarios con otros compañeros que escoltaron otros trenes pude calcular que solamente un tercio aproximado de la carga total fue de cajas de oro, mientras que los otros dos tercios fueron de plata.

No tuve ocasión de ver ni moneda ni lingote alguno de oro. ¡Pero sí, curiosamente, vi algo de plata. Y ocurrió así aunque parezca invención, pues ya sabemos que a veces la realidad puede parecer más inverosímil que la fantasía.

Y no es fantasía ni invención, sino rigurosamente cierto, que a un muchacho que transportaba como yo un talego de plata al hombro, túnel adentro, se le cayó al suelo, reventó el talego y allá rodaron duros de plata por el suelo del túnel, cuyo pavimento de cemento estaba ligeramente inclinado hacia la entrada. Todos colaboramos a recoger monedas, depositándolas apiladas en la mesita del representante del Banco de España. Ante el grupo de testigos del hecho se hizo dos veces el recuento, observando que de la cuenta sobraba un duro. (Por cierto que gracias a ese incidente pude comprobar que no portábamos monedas nuevas y relucientes, como los profanos creemos deben ser las que almacena el Banco de España, sino duros de diversos cuños y efigies usados y sobados.) El señor de la mesa nos pidió que revisáramos nuestras pertenencias personales por si a alguno le faltaban del bolsillo cinco pesetas. Pero no fue así, y en consecuencia levantó acta, firmaron los jefes y al papel oficial adjuntó la moneda sobrante, supongo que para reintegrarla a la superioridad.

Después de mi octavo y último viaje de regreso a Madrid, hacia el 20 de octubre, me destinaron al frente del sur de la capital de España, en la línea de Navalcarnero. Retrocediendo ante las tropas de Varela y Yagüe, «La Motorizada» luchó en la Casa de Campo y en el Barrio de Usera, en cuyos combates sufrió muchas bajas. Nos quedamos en cuadro, quizá más de la mitad muertos o desaparecidos. Y en la última semana de noviembre decidieron disolver la unidad, formando con sus restos otra de carabineros, creo que para escolta del Gobierno. Supe que finalmente sus componentes fueron a parar a Méjico, pero nunca después he tenido ocasión de comentar estos temas con algún otro testigo o compañero de entonces. Tampoco recuerdo ningún nombre o fisonomía de ellos. Yo no quise ser carabinero y en diciembre de 1936 elegí pasar al arma de artillería, en la que hice el resto de la guerra.


Eernesto Luengo.
Publicado en: Historia y Vida. Extra número 4, 1974





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