Salimos precipitadamente de
Madrid, de uno de sus cuarteles, al que yo había llegado unas noches antes
desde mi pueblo. Me dieron un fusil. Lo cogí como una cosa extraña y me lo eché
al hombro. Me avergonzaba confesar que no sabía manejarlo, porque había tenido
tiempo de sobra para ello. Vi que unos compañeros se burlaban de otro que
estaba en la misma ignorancia que yo, y me volví a avergonzar y me maldije. Era la madrugada cuando
salimos de Madrid. ¿Adónde íbamos? Los coches se deslizaban por una carretera
que nunca pisara mi abarca de campesino. Mis compañeros cantaban, y yo no podía
con mi voz de tristeza. Me empujaban y gritaban para que cantara con ellos. Uno
me dio con una guitarra en el hombro. El alba comenzaba a extender luz sobre
los campos. Mis ojos se clavaban en los terrones quietos, y mi mirada descubría
debajo de escarcha blanca y azul bultos de muertos blancos y azules. Llegamos a un pueblo
desierto: en las piedras de las calles había sangre y pólvora seca. Lo primero
que hicimos fue mear, y después nos lanzamos a curiosear por las casas
despobladas. Entré en un corral, atraído por el olor a establo, y tropecé con
una vaca que mugió como si fuera su dueño. Cuando volví a la calle no
pude menos que reírme al ver a un compañero vestido de mujer capitalista, con
un gramófono que daba vueltas en sus manos y a la espalda el fusil con un lirio
en el cañón. Aquello mudó mis humos, y mis pensamientos se hicieron más anchos.
Comprendí la necesidad de la pelea contra los fascistas con toda claridad y me
olvidé de mi madre y de la paz caliente de mi casa. Se oía un estruendo de tiros
que me alegraba el corazón y me lo precipitaba. El sol inundó la mañana fría de
noviembre y me encontró con la risa en la boca. Entre risas y música de
guitarra y ruido de botas comenzamos a desfilar por un sendero, y cuando el
comandante del batallón dijo ¡alto! ya conocía yo los secretos del fusil,
que me había enseñado, con mucho orgullo y mucha sensualidad en su saber, un
compañero cordobés, cazador furtivo y enemigo de la guardia civil en otros
tiempos. A la voz del comandante nos
detuvimos todos. Venía la aviación enemiga, y hubimos de dispersarnos por los
barbechos. Las bombas llovieron sobre nosotros. Yo las veía caer tendido boca
arriba, y el cuerpo me rebotaba en las explosiones. No sé por qué me reía de no
ser dueño de mi persona, y mis carcajadas indignaron al cordobés. Se levantó
escupiendo tierra y me gritó que el caso no era para risa, sino para seriedad. Los trimotores negros se
alejaron estruendosamente, y nuestros ojos y nuestros insultos los siguieron
por el aire hasta que desaparecieron. Al mismo tiempo nos quitamos a manotazos la
escarcha y la tierra que recogieran nuestras ropas.
Miguel Hernández
Al ataque. Madrid, 23
de enero de 1937
Fotografía: Miguel Hernández con Antonio Aparicio y Juan Arroyo en Barcelona, después del entierro de Pablo de la Torriente, 3 de enero de 1937
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