Discurso de Antonio Machado en la sesión de clausura del Congreso Internacional de Escritores antifascistas, celebrado en 1937.
El poeta y el pueblo
Cuando alguien me preguntó, hace ya muchos años,
¿piensa usted que el poeta debe escribir para el pueblo, o permanecer encerrado
en su torre de marfil –era el tópico al uso de aquellos días– consagrado a una
actividad aristocrática, en esferas de la cultura sólo accesibles a una minoría
selecta?, yo contesté con estas palabras, que a muchos parecieron un tanto
evasivas o ingenuas: «Escribir para el pueblo –decía mi maestro– ¡qué más
quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude,
mucho menos –claro está– de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es, por de
pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra
habla, tres cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. Y
es mucho más, porque escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras
de nuestra patria, es escribir también para los hombres de otras razas, de
otras tierras y de otras lenguas. Escribir para el pueblo es llamarse
Cervantes, en España, Shakespeare, en Inglaterra, Tolstoi, en Rusia. Es el
milagro de los genios de la palabra. Tal vez alguno de ellos lo realizó sin
saberlo, sin haberlo deseado siquiera. Día llegará en que sea la más consciente
y suprema aspiración del poeta. En cuanto a mí, mero aprendiz de gay-saber, no
creo haber pasado de folkclorista, aprendiz, a mi modo, de saber popular."
Mi respuesta era la de un español consciente de su
hispanidad, que sabe, que necesita saber cómo en España casi todo lo grande es
obra del pueblo o para el pueblo, cómo en España lo esencialmente
aristocrático, en cierto modo, es lo popular. En los primeros meses de la
guerra que hoy ensangrienta a España, cuando la contienda no había aún perdido
su aspecto de mera guerra civil, yo escribí estas palabras que pretenden
justificar mi fe democrática, mi creencia en la superioridad del pueblo sobre
las clases privilegiadas.
Los milicianos de 1936
Después de puesta su vida
tantas veces por su ley
al tablero...
tantas veces por su ley
al tablero...
¿Por qué recuerdo yo esta frase de don Jorge Manrique,
siempre que veo, hojeando diarios y revistas, los retratos de nuestros
milicianos? Tal vez será porque estos hombres, no precisamente soldados, sino
pueblo en armas, tienen en sus rostros el grave ceño y la expresión concentrada
o absorta en lo invisible de quienes, como dice el poeta, «ponen al tablero su
vida por su ley», se juegan esa moneda única –si se pierde, no hay otra– por
una causa hondamente sentida. La verdad es que todos estos milicianos parecen
capitanes, tanto es el noble señorío de sus rostros.
II
Cuando una gran ciudad –como Madrid en estos días–
vive una experiencia trágica, cambia totalmente de fisonomía, y en ella
advertimos un extraño fenómeno, compensador de muchas amarguras: la súbita
desaparición del señorito. Y no es que el señorito, como algunos piensan, huya
o se esconda, sino que desaparece –literalmente–, se borra, lo borra la
tragedia humana, lo borra el hombre. La verdad es que, como decía Juan de
Mairena, no hay señoritos, sino más bien «señoritismo», una forma, entre
varias, de hombría degradada, un estilo peculiar de no ser hombre, que puede
observarse a veces en individuos de diversas clases sociales, y que nada tiene
que ver con los cuellos planchados, las corbatas o el lustre de las botas.
III
Entre nosotros, españoles, nada señoritos por
naturaleza, el señoritismo es una enfermedad epidérmica, cuyo origen puede
encontrarse, acaso, en la educación jesuítica, profundamente anticristiana y
–digámoslo con orgullo– perfectamente antiespañola. Porque el señoritismo lleva
implícita una estimativa errónea y servil, que antepone los hechos sociales más
de superficie –signos de clase, hábitos e indumentos– a los valores propiamente
dichos, religiosos y humanos. El señoritismo ignora, se complace en ignorar
–jesuíticamente– la insuperable dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la
conoce y la afirma, en ella tiene su cimiento más firme la ética popular.
«Nadie es más que nadie», reza un adagio de Castilla. ¡Expresión perfecta de
modestia y orgullo! Sí, «nadie es más que nadie» porque a nadie le es dado
aventajarse a todos, pues a todo hay quien gane, en circunstancias de lugar y
de tiempo. «Nadie es más que nadie, porque –y éste es el más hondo sentido de
la frase–, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el
valor de ser hombre. Así habla Castilla, un pueblo de señores, que siempre ha
despreciado al señorito.
IV
Cuando el Cid, el señor, por obra de una hombría que
sus propios enemigos proclaman, se apercibe, en el viejo poema, a romper el
cerco que los moros tienen puesto a Valencia, llama a su mujer, doña Jimena, y
a sus hijas Elvira y Sol, para que vean «cómo se gana el pan». Con tan divina
modestia habla Rodrigo de sus propias hazañas. Es el mismo, empero, que sufre
destierro por haberse erguido ante el rey Alfonso y exigídole, de hombre a
hombre, que jure sobre los Evangelios no deber la corona al fratricidio. Y
junto al Cid, gran señor de sí mismo, aparecen en la gesta inmortal aquellos
dos infantes de Carrión, cobardes, vanidosos y vengativos; aquellos dos
señoritos felones, estampas definitivas de una aristocracia encanallada.
Alguien ha señalado, con certero tino, que el Poema del Cid es la lucha entre
una democracia naciente y una aristocracia declinante. Yo diría, mejor, entre
la hombría castellana y el señoritismo leonés de aquella centuria.
V
No faltará quien piense que las sombras de los yernos
del Cid acompañan hoy a los ejércitos facciosos y les aconsejan hazañas tan
lamentables como aquella del «robledo de Corpes». No afirmaré yo tanto, porque
no me gusta denigrar al adversario. Pero creo, con toda el alma, que la sombra
de Rodrigo acompaña a nuestros heroicos milicianos y que en el Juicio de Dios
que hoy, como entonces, tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán otra vez los
mejores. O habrá que faltarle al respeto a la misma divinidad.
*
Entre españoles, lo esencial humano se encuentra con
la mayor pureza y el más acusado relieve en el alma popular. Yo no sé si puede
decirse lo mismo de otros países. Mi folk-lore no ha traspuesto las fronteras
de mi patria. Pero me atrevo a asegurar que, en España, el prejuicio
aristocrático, el de escribir exclusivamente para los mejores, pueda aceptarse
y aun convertirse en norma literaria, sólo con esta advertencia: la
aristocracia española está en el pueblo, escribiendo para el pueblo se escribe
para los mejores. Si quisiéramos, piadosamente, no excluir del goce de una
literatura popular a las llamadas clases altas, tendríamos que rebajar el nivel
humano y la categoría estética de las obras que hizo suyas el pueblo y
entreverarlas con frivolidades y pedanterías. De un modo más o menos
consciente, es esto lo que muchas veces hicieron nuestros clásicos. Todo cuanto
hay de superfluo en El Quijote no proviene de concesiones hechas al gusto
popular, o, como se decía entonces, a la necedad del vulgo, sino, por el
contrario, a la perversión estética de la corte. Alguien ha dicho con frase
desmesurada, inaceptable ad pedem litterae, pero con profundo sentido de
verdad: en nuestra gran literatura casi todo lo que no es folk-lore es
pedantería.
Pero dejando a un lado el aspecto español o, mejor,
españolista de la cuestión, que se encierra a mi juicio, en este claro dilema:
o escribimos sin olvidar al pueblo, o sólo escribiremos tonterías, y volviendo
al aspecto universal del problema, que es el de la difusión de la cultura, y el
de su defensa, voy a leeros palabras de Juan de Mairena, un profesor apócrifo o
hipotético, que proyectaba en nuestra patria una Escuela Popular de Sabiduría
superior.
La
cultura vista desde fuera, como la ven quienes nunca contribuyeron a crearla,
puede aparecer como un caudal en numerario o mercancías, el cual, repartido
entre muchos, entre los más, no es suficiente para enriquecer a nadie. La
difusión de la cultura sería, para los que así piensan –si esto es pensar–, un
despilfarro o dilapidación de la cultura, realmente lamentable. ¡Esto es tan
lógico!... Pero es extraño que sean, a veces, los antimarxistas, que combaten
la interpretación materialista de la historia, quienes expongan una concepción
tan materialista de la difusión cultural.
En
efecto, la cultura vista desde fuera, como si dijéramos desde la ignorancia o,
también, desde la pedantería, puede aparecer como un tesoro cuya posesión y
custodia sean el privilegio de unos pocos; y el ansia de cultura que siente el
pueblo, y que nosotros quisiéramos contribuir a aumentar en el pueblo,
aparecería como la amenaza a un sagrado depósito. Pero nosotros, que vemos la
cultura desde dentro, quiero decir desde el hombre mismo, no pensamos ni en el
caudal, ni el tesoro, ni el despósito de la cultura, como en fondos o
existencias que puedan acapararse, por un lado, o, por otro, repartirse a
voleo, mucho menos que puedan ser entrados a saco por las turbas. Para
nosotros, defender y difundir la cultura es una misma cosa: aumentar en el
mundo el humano tesoro de conciencia vigilante. ¿Cómo? Despertando al dormido.
Y mientras mayor sea el número de despiertos... Para mí –decía Juan de Mairena–
sólo habría una razón atendible contra una gran difusión de la cultura –o
tránsito de la cultura concentrada en un estrecho círculo de elegidos o
privilegiados a otros ámbitos más extensos– si averiguásemos que el principio
de Carnot, rige también pare esa clase de energía espiritual que despierta al
durmiente. En ese caso, habríamos de proceder con sumo tiento; porque una
excesiva difusión de la cultura implicaría, a fin de cuentas, una degradación
de la misma que la hiciese prácticamente inútil. Pero nada hay averiguado, a mi
juicio, sobre este particular. Nada serio podríamos oponer a una tesis
contraria que, de acuerdo con la más acusada apariencia, afirmase la constante
reversibilidad de la energía espiritual que produce la cultura.
*
Para
nosotros, la cultura ni proviene de energía que se degrada al propagarse, ni es
caudal que se aminore al repartirse; su defensa, obra será de actividad
generosa que lleva implícitas las dos más hondas paradojas de la ética: sólo se
pierde lo que se guarda, sólo se gana lo que se da.
Enseñad
al que no sabe; despertad al dormido; llamad a la puerta de todos los
corazones, de todas las conciencias. Y como tampoco es el hombre para la
cultura, sino la cultura para el hombre, para todos los hombres, para cada
hombre, de ningún modo un fardo ingente para levantado en vilo por todos los
hombres, de tal suerte que sólo el peso de la cultura pueda repartirse entre
todos, si mañana un vendaval de cinismo, de elementalidad humana, sacude el
árbol de la cultura y se lleva algo más que sus hojas secas, no os asustéis.
Los árboles demasiado espesos, necesitan perder algunas de sus ramas, en beneficio
de sus frutos. Y a falta de una poda sabia y consciente, pudiera ser bueno el
huracán.
*
Cuando
a Juan de Mairena se le preguntó si el poeta y, en general, el escritor debía
escribir para las masas, contestó: Cuidado, amigos míos. Existe un hombre del
pueblo, que es, en España al menos, el hombre elemental y fundamental, y el que
está más cerca del hombre universal y eterno. El hombre masa, no existe; las
masas humanas son una invención de la burguesía, una degradación de las
muchedumbres de hombres, basada en una descualificación del hombre que pretende
dejarle reducido a aquello que el hombre tiene de común con los objetos del
mundo físico: la propiedad de poder ser medido con relación a unidad de
volumen. Desconfiad del tópico «masas humanas». Muchas gentes de buena fe,
nuestros mejores amigos, lo emplean hoy, sin reparar en que el tópico proviene
del campo enemigo: de la burguesía capitalista que explota al hombre, y
necesita degradarlo; algo también de la iglesia, órgano de poder, que más de una
vez se ha proclamado instituto supremo para la salvación de las masas. Mucho
cuidado; a las masas no las salva nadie; en cambio, siempre se podrá disparar
sobre ellas. ¡Ojo!
Muchos
de los problemas de más difícil solución que plantea la poesía futura –la
continuación de un arte eterno en nuevas circunstancias de lugar y tiempo– y el
fracaso de algunas tentativas bien intencionadas provienen, en parte, de esto:
escribir para las masas no es escribir para nadie, menos que nada para el
hombre actual, para esos millones de conciencias humanas, esparcidas por el
mundo entero, y que luchan –como en España– heroica y denodadamente por
destruir cuantos obstáculos se oponen a su hombría integral, por conquistar los
medios que les permita incorporarse a ella. Si os dirigís a las masas, el
hombre, el cada hombre que os escuche no se sentirá aludido y necesariamente os
volverá la espalda.
He
aquí la malicia que lleva implícita la falsedad de un tópico que nosotros,
demófilos incorregibles y enemigos de todo señoritismo cultural, no emplearemos
nunca de buen grado, por un respeto y un amor al pueblo que nuestros
adversarios no sentirán jamás.
Hora de España, núm. VIII
Hora de España, núm. VIII
Valencia, agosto de 1937
Fotografía: Machado, frente al Ateneo, en la Plaza del Ayuntamiento. 1.º de Mayo de 1937
Fotografía: Machado, frente al Ateneo, en la Plaza del Ayuntamiento. 1.º de Mayo de 1937
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