De todos es sabido que la República lo fue muy principalmente de los maestros. Pero en el tiempo actual se hace imprescindible poner en la memoria histórica el foco de las diferencias de sexo. Y aquí las hubo, tanto en el papel que desempeñaron las mujeres como enseñantes como en la universal depuración que sufrió el colectivo finalizada la Guerra Civil. De aquella tarea y de su posterior castigo, de la pena en la cárcel y en el exilio tratan algunos de los ensayos recogidos en un libro titulado Las maestras de la República, editado por Catarata. El volumen es fruto de un trabajo encargado por la Fundación Pablo Iglesias y la Federación de Enseñanza de UGT que culminó con la entrega de un premio-homenaje a todas aquellas maestras entregado el 8 de marzo, Día de la Mujer.
El gran legado de la República al feminismo fue la igualdad legal proclamada, al menos, en el papel, dice en este libro María del Carmen Agulló Díaz. Muchos muros fueron cayendo, no sin ruido, primero y muy simbólico el que dividía a los niños de las niñas en las escuelas. También los docentes, ellos y ellas, pudieron compartir entonces el desempeño escolar como iguales. No era poca cosa para las mujeres, un sexo acostumbrado a ejercer su pequeño reinado de puertas adentro, en la casa, en el hogar, tenía ahora un completo reconocimiento en el trabajo profesional. Y eso ya constituyó una enseñanza en sí mismo. Que alumnos y alumnas tuvieran delante cada día a una mujer dueña de su vida, liberada, moderna e independiente, ejerciendo su labor remunerada y tratándose con sus colegas masculinos de tú a tú lanzaba y propagaba a la sociedad un nuevo modelo de relaciones: el de la igualdad.
Eran, además, muchas de ellas mujeres ideologizadas, sindicalizadas, territorios que siempre fueron varonías. De modo que, cuando las sublevadas botas militares aplastaron todo aquello, las maestras fueron un grupo “valorado cualitativamente con mayor escrúpulo”, dice Sara Ramos Zamora, y se ejerció sobre ellas una represión con un carácter “más preventivo y ejemplarizante”. Se puso una doble lupa a su trayectoria, la que las juzgaba como enseñantes y como mujeres. Si bien el castigo fue mayor para los hombres –paternalismo, quizá- las libertades que estas mujeres habían conquistado se miraron con indisimulado asco. Las Comisiones Depuradoras franquistas, por las que tuvo que pasar todo el colectivo docente, “veían más grave que las maestras tuvieran ideas de izquierdas que las tuvieran los maestros”. Porque feo y escandaloso, venían a decir, es que un maestro con sus ideas “convierta la escuela en un semillero de comunistas; pero en una maestra sube de punto lo pernicioso de tales escándalos”, señalaba un miembro de aquellas comisiones. Y las maestras acusadas de pertenecer a la federación de Enseñanza de UGT, la FETE, se calificaron directamente como “un caso perdido”. “Llega a ser repulsiva la conducta de esa maestra, de veintisiete años de edad, en plena juventud ya pervertida”, decían en la Comisión de Toledo sobre alguna pobre muchacha.
El régimen veía en ellas la incalculable traición de haber abandonado “su condición femenina y haberse distanciado de su papel de esposas y madre”, recuerda Agulló Díaz.
Gran pecado que encima remataban al impartir una educación laica, igualitaria, alejada de los valores cristianos que habían de formar a la mujer para ser ama de casa, amantísima madre y esposa, buena cocinera y todas esas cosas de sobra cacareadas. Por eso, entre las acusaciones destinadas a las maestras figuraban en mayor medida que los cargos hacia los hombres, aquellas de “haber contraído matrimonio civil”, “profesar el amor libre” o “alentar a su esposo a bajas pasiones por acabar con viejos prejuicios”. Hombre, por Dios, hacer esas cosas.
El franquismo volverá a imponer a las maestras la tarea de prolongar en la escuela los valores de la familia –la familia del régimen, claro-. O sea, religión, maternidad, cocina (las tres K del nazismo), por simplificar. Mientras, en la cárcel, las republicanas seguían desempeñando su magisterio completo, y en el exilio, capítulos ambos que pueden leer en el libro que motiva este texto.
Ei el papel de la mujer se ha silenciado tanto tiempo, subsumido en genéricos masculinos, parecido le ocurre muchas veces al mundo rural, que no tiene su capítulo propio cuando sus diferencias son muchas. En este libro Carmen María Sánchez Morillas le abre su espacio a las maestras rurales, “anónimas unas veces, otras conocidas, que esperaban a sus niñas al borde del camino […] anhelando que no faltase, esta vez, ninguna, y que acudieran algunas nuevas. […] No temían a los hombres, más bien eran ellos los que les guardaban cierto recelo, recelo por ser mujeres, recelo por tener estudios y, en definitiva, por saber y por conocer”.
Aquellas maestras, que “transformaron el mundo con un arma poderosa: un sencillo lápiz”, también hicieron familia, quizá no del gusto del régimen, sino la que constituía su grupo escolar y el afán diario de desasnar las rústicas mentes infantiles. Antes de que llegaran las misiones pedagógicas, con más medios y mayor acompañamiento, las maestras combatían como podían la mucha miseria del mundo rural. Andrea, nonagenaria hoy, siempre recordó como una maestra en El Torno (Cáceres), su maestra, le regaló un par de zapatillas para que no acudiera descalza a la escuela. Fue, seguramente, el primer calzado que tuvo.
Esta anécdota es de la abuela de quien escribe. Lean el libro. Hay muchas más.
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