Lo Último

299. Alba de Gloria

Mis damas y mis señores:

Si en el amanecer de este día pudiéramos volar por encima de nuestra tierra y recorrerla en todas direcciones, asistiríamos a la maravilla de una mañana única. Desde las planicies de Lugo, infestadas de abedules, hasta las rías de Pontevedra, orladas de piñerales; desde las sierras nutricias del Miño o la garganta montañosa del Sil, hasta el puente de Orense, donde se peinan las aguas de ambos ríos; o desde los cabos de la costa brava de la Coruña, donde el mar teje encajes de Camariñas, hasta la cima del monte de Santa Tecla, que vence con su sombra los montes de Portugal, por todas partes surge una alborada de gloria. El día de fiesta comienza en Santiago. La torre del reloj tañe su grave destino de bronce para anunciar un nuevo día, y enseguida comienza una muiñeira de campanas, repicada en las torres del Obradoiro, que se comunica a todos los campanarios de la ciudad. Pero hoy las campanas de Compostela anuncian algo más que una fiesta litúrgica en el interior de la Catedral, con dignidades mitradas y ornamentos maravillosos, de brocados y oros, con chirimías y botafumeiro, capaz de dar envidia a la misma Basílica de Roma. Hoy las campanas de Compostela anuncian una fiesta étnica, hija, tal vez, de un culto panteísta, anterior al cristianismo, que tiene por altar la tierra madre, alzada simbólicamente en el Pico Sagrado; por cobertura el fanal inmenso del universo; y por lámpara votiva, el sol ardiente de julio, el sol que madura el pan y el vino eucarísticos. Por eso la muñeira de las campanas, iniciada en Compostela, va rodando por toda Galicia, de valle en valle y de cima en cima, desde los campanarios orgullosos de la vera del mar hasta las humildes espadañas de la montaña. Y el badajeo rítmico de las campanas - de todas las campanas de Galicia en alegre algarabía - semeja el galopar de los caballos astrales, que vienen por la bóveda celeste, topeteando con el carro de Apolo, que trae luz y calor al mundo en sombras. Hoy es el Día de Galicia, y así comienza.

Así da comienzo la solemnidad de este día; la Fiesta mayor de Galicia, la Fiesta de todos los gallegos. Pero nadie puede sentirla, como nosotros, los emigrados, porque en tal día como este reviven los recuerdos acumulados, y con la gran distancia se agranda el prodigio de la patria. Hoy nuestra imaginación anda por allá, en fiesta de nostalgias, escuchando las cántigas montañesas y marineras que van para Compostela, viendo nuestro país embanderado de azul y blanco, con músicas, gaitas, panderos, aturuxos y cohetes... Y después de evocar el repique matutino de las campanas -mal o bien, al modo de Otero Pedrayo-, yo podría evocar igualmente, todos los lances jubilosos de este día, hora a hora, minuto a minuto. Pero ¡cómo se tornan tristes las alegrías evocadas lejos de la patria! ¡Cómo duelen las delicias arrancadas al recuerdo de nuestra mocedad ! Y como para mi es cierto lo que dijo el mejor poeta de nuestra estirpe:

Sin ti perpetuamente estoy pasando
en las mayores alegrías, mayor tristeza.

No; es mucho mejor evocar algo irreal, algo puramente imaginario, algo que con su simbolismo nos deje ver el pasado para provecho del futuro, como una buena experiencia. Podemos imaginar, por ejemplo, una Santa Compaña de inmortales gallegos, en interminable procesión. Allí veremos las nobles dignidades y los fuertes caracteres que dio Galicia en el transcurrir de su Historia.

Los veremos caminar en silencio, con la cara en sombras y el mirar caído en la tierra de sus pecados o de sus amores, escondiendo ideas tan viejas que hoy ni tan siquiera seríamos capaces de comprender, y sentimientos tan perennes que son los mismos que ahora bullen en nuestro corazón. A algunos los veremos revestidos con ricos paños y fulgurantes armaduras; pero los más de ellos van descalzos o desnudos, con los huesos plateados por el fulgor astral.

Al frente de todos va Prisciliano, el heresiarca decapitado, llevando su propia calavera en una caja de marfil y afirmado en un largo cayado, que termina con la hoz de los druidas, a modo de báculo episcopal. Siguen a Prisciliano muchos adeptos, varones y mujeres. Detrás vienen dos magnates, que quizás sean: Teodosio, el gran Emperador de Roma, y San Dámaso, el sumo pontífice de la cristiandad, seguidos ambos por una hueste de soldados y eclesiásticos. Vemos después una hilera de muertos esclarecidos, que portan los atributos de su dignidad o de su profesión. Allí distinguimos a la virgen Eteria, la escritora peregrina, con túnica de blanco lino y caminando con bamboleante compás. Al historiador Paulo Orosio, discípulo de San Agustín, que marcha pensativo, con un rollo de pergaminos en la mano. Al obispo e cronista de los tiempos suevos, a Idacio, que alumbra el camino con una lámpara de bronce. A San Pedro de Mezonzo, el autor de Salve Regina Mater - el cántico y oración más hermoso de la Iglesia-, con una fragante azucena en los labios. Al fundador San Rosendo, que sostiene litúrgicamente la custodia de nuestro escudo tradicional. Y muchos, y muchos más, que es dificultoso reconocer. Luego vemos al primer Arzobispo de Compostela, el gran Gelmírez, revestido de pontificial, con aurifulgente cortejo de mitrados e canónigos. A la par del prelado vienen Alfonso VII, el Emperador, con cetro en la diestra, espada en la siniestra y corona de oro y pedrería en las sienes. Siguen al Emperador: el Conde de Traba, su ayo, y demás bultos de la soberbia feudal de Galicia. Vemos después a los monjes letrados, en larga fila, con velas prendidas y libros abiertos. Viene detrás el maestro Mateo, el Santo de los Croques, con el Apocalipsis debajo del brazo, encabezando una multitud de arquitectos e ingenieros, que portan las herramientas de sus artes. Enseguida aparece una multitud de juglares y trovadores, en mezcla de tipos y atavíos. Algunos semejan haber sido monjes; otros calzan espuelas de oro, en señal de que fueron caballeros; pero los más de ellos van harapientos, con viejas cítaras, laúdes y zanfonas al hombro. Allí reconocemos a Bernaldo de Bonaval, a Airas Nunes, a Eanes de Cotón, a Pero da Ponte, a Pero Meogo, a Xoahán de Guillade, a Meendiño, a Xoán Airas, a Martín Códax, a Paio Gómez Charino, a Macías, a Padrón, e muchos más, todos con fuego en el pecho. No tardan en aparecer las dos veladas e infortunadas hermanas, Inés y Xohana de Castro, la que reinó en Portugal después de muerta y la que fue reina de Castilla en una sola noche tibia de verano, como dos rosas de plata las coronas de su efímero reinado. Vienen enseguida los muchos varones altaneros de Galicia, los señores feudales, que no supieron vivir en paz ni consigo mismos, todos ellos montados en bestias negras, desde Andrade, el Bueno, seguido por un jabalí - símbolo totémico de su casa-, hasta el valiente Pedro Madruga, que lleva el puñal de la traición clavado en las costillas. Como grupo singular destácase el Mariscal Pardo de Cela, junto con sus compañeros de martirio injustamente decapitado, que sostienen con ambas manos sus propias cabezas, todavía frescas, que chorrean sangre y piden justicia. También vemos una buena representación del feudalismo eclesiástico, y en él distinguimos a los tres Arzobispos Fonseca, padre, hijo y nieto, seguidos por una mula cargada con las obras de Erasmo. Y detrás de tanto señorío feudal viene a pie su mejor cronista, Vasco da Ponte. Enseguida reconocemos la imponente tropa de irmandiños, que arrastran cadenas, con lanzas y hoces armadas en palos, llevando por abanderado a Rui Xordo, que sostiene en alto una antorcha de paja prendida y humeante.

Aquí comienza a decaer la categoría del fúnebre cortejo, como decae  Galicia al trocarse en pueblo vencido y subordinado. Pero sigue dando individualidades, como Sarmiento de Gamboa y los Nodales, que caminan juntos, portando astrolabios, atlas y conchas extrañas; el filósofo escéptico, Francisco Sánchez, toga de Doctor; los Virreyes de Nápoles y de las Indias, Conde de Lemos y Conde de Monterrey, que sirvieron lealmente a quien no merecía ser servido por ningún gallego; los tres grandes Embajadores felipescos, Zúñiga, de Castro y Gondomar, que inútilmente derrocharon talento, sabiduría y artes diplomáticas; los escultores Moure y Ferreiro, junto con los arquitectos Andrade y Casas y Nóvoa, que liberaron de cadenas a nuestra originalidad oprimida; el Padre Sarmiento y el Padre Feixóo, que remediaron el retraso cultural de España con su poderosa erudición y su genio enciclopédico. Viene pronto Nicomedes Pastor Díaz, con su lira de nácar, abriendo el renacimiento literario de Galicia y seguido por los poetas Añón, Rosalía, Curros, Pondal, Ferreiro, Lamas, Amado Carballo, Manoel Antonio y tantos otros, todos con estrellas sobre sus frentes; los historiadores Vicetto, Murguía y Brañas, la pensadora Concepción Arenal, la escritora Pardo Bazán, y por fin el gran Don Ramón, todavía no bien descarnado...

Acabo de citar unos cuantos bultos de la Santa Compaña de inmortales gallegos, unos cuantos nada más, porque en los dos mil años de nuestra historia, los bultos se cuentan por millares.

Dice Oliveira Martíns que en la Historia no hay más que muertos y que la crítica histórica no es un debate, sino una sentencia. Pero todos sabemos que los muertos de la Historia reviven y mandan sobre los vivos - muchas veces desgraciadamente -, como todos sabemos que la mejor sentencia es la que se da después de un debate. Por eso yo gusto de poner a debate a nuestra Historia, no a nuestra Tradición, porque si bien es cierto que se puede componer una gran Historia de Galicia con  sólo recoger las crónicas de sus grandes hombres, también es cierto que ninguno de ellos, ni todos juntos, fueron capaces de erguir la intransferible autonomía moral de Galicia a categoría de hecho indiscutible y garantizado. 

Afortunadamente, Galicia cuenta, para su eternidad, con algo más que una Historia mutilada, cuenta con una Tradición de valor imponderable, que eso es lo que importa para ganar el futuro.  

Cuando la Santa Compaña de inmortales gallegos, que acaba de pasar delante de nuestra imaginación, se pierde en la espesura de una foresta lejana, con esta misma imaginación veremos surgir de los Humos de la tierra-madre, de la tierra, de nuestra tierra, saturada de cenizas humanas, una infinita muchedumbre de lucecitas y luciérnagas, que son los seres innombrados que nadie recuerda ya, y que todos juntos forman el sustrato insobornable de la patria gallega. Esas almas sin nombre son las que crearon el idioma en que yo les estoy hablando, nuestra cultura, nuestras artes, nuestros usos y costumbres, y en fin, el hecho diferencial de Galicia.  Ellas son la que, en largas centurias de trabajo, humanizaron nuestro territorio patrio, infundiéndole a todas las cosas que en el paisaje se muestran su propio espíritu, con el que puede dialogar el corazón nuestro, antiguo y panteísta. Ellas son las que guardan y custodian, en el seno de la tierra-madre, los legados múltiples de nuestra tradición, los gérmenes incorruptibles, de nuestra futura historia, las fuentes divisables y purísimas de nuestro genio racial.

Esa muchedumbre de lucecitas representa al pueblo, que nunca nos traicionó, la energía colectiva, que nunca perece, y en fin, la esperanza celta, que nunca se cansa. Esa infinita muchedumbre de lucecitas y luciérnagas representa lo que nosotros fuimos, lo que nosotros somos  y lo que nosotros seremos siempre, siempre, siempre.

He ahí lo que yo quería decir en este Día de Galicia, en alabanza de nuestra Tradición, por encima de nuestra Historia, a todos los gallegos que residen en esta tierra que para nosotros es la segunda patria. Y nada más, amigos y hermanos.

Que la hoguera del espíritu siga calentando vuestras vidas y que la hoguera del fuego nunca deje de calentar vuestros hogares.


"Alba de Gloria"
A. Daniel Rodríguez Castelao,
25 de julio de 1948, Buenos Aires.



*


Miñas donas e meus señores:

Si no abrante d-este día poidéramos voar sobor da nosa terra e percorrela en todas direicións, asistiríamos á maravilla d-unha mañán única. Dende as planuras de Lugo, inzadas de bidueiros, té as rías de Pontevedra, oureladas de piñeraes; dende as serras nutricias do Miño o a gorxa montañosa do Sil, até a ponte de Ourense, onde se peitean as augas d-entrambos ríos; ou dende os cabos da costa brava da Cruña, onde o mar tece encaixes de Camariñas, até o curuto do monte de Santa Tegra, que vence coa súa sombra os montes de Portugal, por todas partes xurde unha alborada de groria. O día de festa comenza en Sant-Iago. A torre do reló tanxe o seu grave sino de bronce para anunciar un novo día, e de seguida comeza unha muiñeira de campás, repinicada nas torres do Obradoiro, que se comunica a todol-os campanarios da cibdade. Pero hoxe as campás de Compostela anuncian algo máis que unha festa litúrxica no interior da Catedral, con dinidades mitradas e ornamentos maravillosos, de brocados e ouros, con chirimías e botafumeiro, capaz de dar envexa á mesma Basílica de Roma. Hoxe as campás de Compostela anuncian unha festa étnica, filla, tal vez, d-un culto panteista, anterior ao cristianismo, que ten por altar a terra nai, alzada simbólicamente no Pico Sagro; por cobertura o fanal inmenso do universo; e por lámpara votiva, o sol ardente de xullo, o sol que madura o pan e o viño eucarísticos. Por eso a muiñeira de campás, iniciada en Compostela, vai rolando por toda Galiza, de val en val e de coto en coto, dende os campanarios pimpantes da veiramar até as homildes espadañas da montaña. E o badaleo rítmico das campás -de todal-as campás de Galiza en leda algarabía- semella o troupeleo dos cabalos astrales, que veñen pol-a vouta celeste, turrando co carro de Apolo, que trai luz e calor ao mundo en sombras. Hoxe é o Día de Galiza, e así comenza.

Así dá comenzo a solemnidade d-este día; a Festa maor de Galiza, a Festa de todol-os galegos. Pero ninguén pode sentila, coma nós, os emigrados, porque en tal día coma este revivien as lembranzas acuguladas, e coa moita destancia agrándase o prodixio da patria. Hoxe a nosa imaxinación anda por alá, en festa de saudades, escoitando as cántigas montañesas e mariñeiras que van para Compostela, vendo o noso país embandeirado de azul e branco, con músicas, gaitas, pandeiros, aturuxos e foguetes... E dispóis de evocar o repique matutino das campás -mal ou ben, ao xeito de Otero Pedrayo-, eu podía evocar igoalmente, todol-os lances xubilosos d-este día, hora a hora, minuto a minuto. Pero ¡cómo se tornan tristes as alegrías evocadas lonxe da patria! ¡Cómo doen as ledicias arrincadas do recordo da nosa mocedade! E cómo para min é certo o que dixo o mellor poeta da nosa estirpe:


Sen tí perpétuamente estou pasando
Nas maores alegrías, maor tristeza

Non; é moito mellor evocar algo irreal, algo puramente imaxinario, algo que co seu simbolismo nos deixe ver o pasado para proveito de futuro, como unha boa esperiencia. Podemos imaxinar, por exemplo, unha Santa Compaña de inmortaes galegos, en interminabel procesión. Alí veremos as nobres dinidades e os fortes caraiteres que dou Galiza no decorrer da súa Hestoria. Verémolos camiñar en silenzo, coa faciana en sombras e o mirar caído na terra dos seus pecados ou dos seus amores, agachando ideias tan vellas que hoxe nin tansiquera seríamos capaces de comprender, e sentimentos tan perennes que son os mesmos que agora bulen no noso corazón. Algúns verémolos revestidos con ricos panos e faiscantes armaduras; pero os máis d-eles van descalzos e nús, cos osos prateados pol-o fulgor astral. Ao frente de todos vai Prisciliano, o heresiarca decapitado, levando a súa propia caveira n-unha arqueta de marfin e afincándose n-un longo caxato, que remata coa fouce dos druidas, a modo de báculo episcopal. Siguen a Prisciliano moitos adeptos, varóns e mulleres. Detrás veñen dous magnates, que cicáis sexan: Teodosio, o grande Emperador de Roma, e San Dámaso, o Sumo Pontífice da cristiandade, seguidos ambos por unha hoste de soldados i ecresiásticos. Ollamos dispóis unha ringleira de mortos escrarecidos, que portan os atributos da súa dinidade ou da súa profesión. Alí distinguimos á virxe Eteria, a escritora pelengrina, con túnica de branco liño e camiñando con arfado compás. Ao hestoriador Paulo Orosio, discípulo de San Agostiño, que marcha pensatibre, c-un rolo de pergameos na man. Ao bispo e cronista dos tempos suevos, a Idacio, que alumea o camiño c-unha lámpara de bronce. A San Pedro de Mezonzo, o autor da Salve Regina Mater -o cántico e oración máis fermosa da Eirexa-, c-unha fragante azucena nos beizos. Ao fundador San Rosendo, que sostén litúrxicamente a custodia do noso escudo tradicional. E moitos, e moitos máis, que é dificultoso recoñecer. Logo vemos ao primeiro Arzobispo de Compostela, o gran Xelmírez, revestido de pontificial, con aurifulxente cortexo de mitrados e coengos. Após do perlado ven Alfonso VII, o Emperador, con cetro na destra, espada na sinistra e coroa de ouro e pedraría nas sens. Siguen ao Emperador: o Conde de Traba, seu aio, e demáis bultos da soberba feudal de Galiza. Ollamos dispóis aos monxes letrados, en longa fileira, con velas acesas e libros abertos. Ven detrás o mestre Mateo, o Santo dos Croques, co Apocalipsis debaixo do brazo, encabezando unha grea de arquiteitos e imaxineiros, que portan as ferramentas das súas artes. De seguida aparece unha moitedume de xograres e trovadores, en mistura de tipos e atavíos. Algúns semellan ter sido monxes; outros calzan esporas de ouro, en sinal de que foron cabaleiros; pero os máis d-eles van esfarrapados, con vellas cítaras, laúdes e zanfoñas ao lombo. Alí recoñecemos a Bernaldo de Bonaval, a Airas Nunes, a Eanes do Cotón, a Pero da Ponte, a Pero Meogo, a Xohán de Guillalde, a Meendiño, a Xohán Airas, a Martín Codax, a Paio Gómez Charino, a Macías, a Padrón, e moitos máis, todos con lume no peito. Non tardan en aparecer as dúas belidas e infortunadas irmáns, Inés e Xohana de Castro, a que reinou en Portugal dispóis de morta e a que foi raiña de Castela n-unha soia noite morna de vran, como dúas rosas de prata as coroas do seu efímero reinado. Veñen de seguida os moitos varóns altaneiros de Galiza, os señores feudales, que non souperon vivir en paz nin consigo mesmos, todos eles montados en bestas negras, dende Andrade, o Bó, seguido por un porco montés -símbolo totémico da súa casa-, até o valente Pedro Madruga, que leva o puñal da traición espetado nas costas. Como grupo singular destácase o Mariscal Pardo de Cela, xunto cos seus compañeiros de martirio inxustamente decapitado, que sosteñen con entrambas mans as propias cabezas, aínda frescas, que deitan sangue e piden xusticia. Tamén ollamos unha boa representación do feudalismo ecresiástico, e n-él distinguimos aos tres Arzobispos Fonseca, pai, fillo e neto, seguidos por unha mula cangada coas obras de Erasmo. E detrás de tanto señorío feudal ven a pé o seu mellor cronista, Vasco da Ponte. De seguida recoñecemos a impoñente tropa dos irmandiños, que arrastran cadéas, con bisarmas e fouces mangadas en paus, levando por abandeirado a Rui Xordo, que sostén en outo un facho de palla acesa e fumeante.

Eiquí comeza a decaer a categoría do fúnebre cortexo, como decae Galiza ao trocarse en povo vencido e subordinado. Pero sigue dando individualidades, como Sarmiento de Gamboa e os Nodales, que camiñan xuntos, portando astrolabios, atlas e cunchas estranas; o filósofo escéptico, Francisco Sánchez, con muceta de Doutor; os Virreis de Nápoles e das Indias, Conde de Lemos e Conde de Monterrei, que serviron lealmente a quen non merecía ser servido por ningún galego; os tres grandes Embaixadores filipescoz, Zuñiga, de Castro e Gondomar, que inútilmente derrocharon talento, sabiduría e artes diplomáticas; os escultores Moure e Ferreiro, xunto cos arquiteitos Andrade e Casas e Nóvoa, que ceibaron de cadeas a nosa orixinalidade oprimida; o P. Sarmiento e o P. Feixóo, que remediaron o retraso cultural de España coa súa poderosa erudición e o seu xenio enciclopédico. Ven axiña Nicomedes Pastor Díaz, coa súa lira de nacra, abrindo a renascencia literaria de Galiza e seguido pol-os poetas Añón, Rosalía, Curros, Pondal, Ferreiro, Lamas, Amado Carballo, Manoel Antonio e tantos outros, todos con estrelas sobor das súas frentes; os hestoriadores Vicetto, Murguía e López Ferreiro, os patriotas Faraldo e Brañas, a pensadora Concepción Arenal, a escritora Pardo Bazán, e por fin o gran Don Ramón, ainda non ben descarnado...

Acabo de citar uns cantos bultos da Santa Compaña de inmortaes galegos, uns cantos nada máis, porque nos dous mil anos da nosa hestoria, os bultos cóntanse por milleiros.

Dí Oliveira Martíns que ha Hestoria non hai máis que mortos e que a crítica hestórica non é un debate, senón unha setencia. Pero todos sabemos que os mortos da Hestoria reviven e mandan sobor dos vivos -moitas veces desgraciadamente-, como todos sabemos que a mellor sentencia é a que se da dispóis d-un debate. Por eso eu gosto de poñer a debate a nosa Hestoria, non a nosa Tradición, porque si ben é certo que se pode compor unha grande Hestoria de Galiza con soio recoller as crónicas dos seus grandes homes, tamén é certo que ningún d-eles, nin todos xuntos, foron capaces de erguer a intransferibel automomía moral de Galiza á categoría de feito indiscutibel e garantizado. Afortunadamente, Galiza conta, para a súa eternidade, con algo máis que unha Hestoria fanada, conta c-unha Tradición de valor imponderabel, que eso é o que importa para gañar o futuro.

Cando a Santa Compaña de inmortaes galegos, que acaba de pasar por diante da nosa imaxinación, se perde espesura d-unha foresta lonxana, con esa mesma imaxinación veremos xurdir do Humos da terra-nai, da terra, da nosa terra, saturada de cinzas humáns, unha infinida moitedume de luciñas e vagalumes, que son os seres innominados que ninguén recorda xa, e que todos xuntos forman o substractum insobornabel da patria galega. Esas ánimas sen nome son as que crearon o idioma que en que eu vos estou falando, a nosa cultura, as nosas artes, os nosos usos e costumes, i en fín, o feito diferencial de Galiza. Elas son as que, en longas centurias de traballo, humanizaron o noso territorio patrio, infundíndolle a todal-as cousas que na paisaxe se amostran o seu propio esprito, co que pode dialogar o noso corazón antigo e panteita. Elas son as que gardan e custodian, no seo da terra-nai, os legados múltiples da nosa tradición, os xerms incorruptibeis, da nosa futura hestoria, as fontes enxebres e purísimas do noso xenio racial. Esa moitedume de luciñas representa o pobo, que nunca nos traicionou, a enerxía coleitiva, que nunca perece, i en fín, a espranza celta, que nunca se cansa. Esa infínda moitedume de luciñas e vagalumes representa o que nós fomos, o que nós somos e o que nós seremos sempre, sempre, sempre.

Velahí o que eu quería dicir n-este Día de Galiza, en loubor da nosa Tradición, por riba da nosa Hestoria, a todo-los galegos que residen n-esta terra que para nós é a segunda patria. E nada máis, amigos e irmáns.


Que a fogueira do esprito siga quentando as vosas vidas e que a fogueira do lume nunca deixe de quentar os vosos fogares.


"Alba de Gloria"
A. Daniel Rodríguez Castelao
25 de xulio de 1948, Bos Aires







1 comentario: