¿Qué buscaban cerca de 50.000 españoles en el frente
ruso?
Todos los años, desde hace muchas décadas, un grupo
cada vez menos numeroso de ancianos canta en el cementerio madrileño de la
Almudena canciones de origen alemán como Yo tenía un camarada. Además,
los nonagenarios entonan el himno falangista, el Cara al sol, acompañados
por unos pocos jóvenes de gesto desafiante y estética nazi.
Conmemoran una derrota y una matanza. La derrota en la
batalla de Krasni-Bor, a las afueras de Leningrado, el 10 de febrero de 1943,
cuando más de mil doscientos soldados españoles que vestían el uniforme alemán
murieron y otros tantos quedaron seriamente heridos en menos de veinticuatro
horas en una ofensiva del ejército soviético.
¿Qué hacían allí esos hombres? Si se lee la prensa de
la época, la que acompañaba su marcha, estaban luchando contra el judaísmo, el
bolchevismo y la masonería. En ese empeño se dejaron el pellejo, entre 1941 y
1944, unos cinco mil jóvenes de los casi cincuenta mil que se presentaron
voluntarios para ir a Rusia a luchar como soldados alemanes. Unos soldados que
juraron lealtad al Führer, a Adolf Hitler.
La historia de esa unidad es la de un viaje, que
empieza el 22 de junio de 1941 en torno a una mesa del hotel Ritz de Madrid, el
más lujoso de una capital que se muere de hambre y de tifus. Allí, tres
importantes jerarcas del régimen franquista deciden que, cuando Hitler desate
su previsible ofensiva contra la Unión Soviética, España tendrá que estar
presente en la guerra para tener una parte en el botín. Son Ramón Serrano
Suñer, ministro de Asuntos Exteriores, Dionisio Ridruejo y Manuel Mora Figueroa,
dos altos cargos falangistas. El botín será cuantioso: Gibraltar, el Marruecos
francés y el Oranesado. Un imperio.
Cuando se cumple su deseo de que la guerra empiece,
Serrano Suñer lanza una consigna desde el balcón de la Secretaría General del
Movimiento en la calle Alcalá: "Rusia es culpable". Y con ese eslogan
en los labios, miles de falangistas madrileños apedrean primero la embajada
inglesa y se apuntan después a la guerra, que sueñan que podrán hacer subidos a
las torretas de poderosos tanques alemanes. Hay que darse prisa, no sea que
lleguen a Moscú sin ellos.
A esos falangistas de primera hora les van a mandar
oficiales también voluntarios del ejército victorioso en la guerra civil. Unos
oficiales a los que los falangistas no quieren obedecer pero a los que van a
tener que soportar, porque sin ellos estaría garantizado el desastre. Poco a
poco, a lo largo de los tres años que dure la aventura, los falangistas
revolucionarios, pro-nazis, de Madrid, irán escaseando, mientras los oficiales
nacional-católicos aumentarán su presencia en la división de voluntarios. En
todo caso, ambos grupos coinciden en odiar al judaísmo y el bolchevismo. Y eso
se va a notar.
El general Agustín Muñoz Grandes, que es tan
falangista como militar, es el hombre al que se escoge para mandarlos. Franco
descarta a un importante falangista, José Antonio Girón de Velasco, un antiguo
pistolero de la vieja guardia. No es sensato que alguien sin
conocimientos serios de la técnica de la guerra mande a los dieciocho mil
hombres que van a Rusia en la primera hornada.
El viaje continúa por el campo de entrenamiento de
Grafenwöhr, al norte de Múnich, donde los voluntarios aprenden a usar las armas
alemanas y juran solemnemente fidelidad a Hitler, hasta la muerte.
Y después, camino de Moscú, atraviesan Lituania y se
internan en Bielorrusia. No van sobre tanques, sino andando, tirando de viejos
caballos a los que se comen cuando mueren de agotamiento o por algún
accidente.Por ese camino hacia Moscú, se cruzan con enormes columnas de
prisioneros soviéticos conducidos por soldados alemanes, que de cuando en
cuando pegan un tiro en la cabeza a los que caen exhaustos. Y ven a grupos de
judíos a los que está prohibido dar comida o ayudar, porque son seres
inferiores. Los voluntarios españoles intuyen que el destino de esos judíos es
trágico. Algunos desobedecen las órdenes y les dan de comer. A algunos les
provoca lástima su miseria; a otros, les parece que es lo que se merecen.
Y algunos se hacen preguntas, como cuando ven, al
llegar a Vítebsk, un cuerpo que pende de una soga, el de un hombre vestido de
paisano. A pesar de que el último gesto de agonía se le ha quedado grabado en
el rostro, se puede ver bien que se trata de un joven. El cartel que le han
prendido en el pecho está escrito en alemán y en ruso y en él se explica que se
trata de Vladímir Baldseski, que era judío y tenía veinticuatro años. También
está narrado de forma sucinta el crimen por el que fue sentenciado a la horca:
apuñaló a un soldado alemán.
La información tiene un carácter desigual. La gravedad
del delito pretende explicar la severidad del castigo. ¿Pero añade algo la
condición de judío del ejecutado? Los soldados voluntarios españoles van
aprendiendo que sí. Según transcurre el tiempo que gastan en acercarse al
momento triunfal de la entrada en Moscú, los ejemplos se van acumulando. La
cuestión de los judíos es muy relevante para los alemanes a los que han venido
a ayudar.
Baldseski no es un caso único. Los expedicionarios
españoles que han llegado a Vítebsk después de una nueva jornada de ocho horas
de marcha a pie que comenzó a las 6,45 horas de la mañana, han visto, y van a
ver muchos más, otros cuerpos desmadejados que los verdugos dejan durante tres
días a la intemperie para que su visión sirva de escarmiento a quienes puedan
sentir la tentación de unirse a las fuerzas partisanas que, según la propaganda
nazi, se reúnen en los bosques para hostigar a las tropas del Heer, el ejército
de Tierra alemán.
En esta ocasión, como en casi todas, se ha escogido la
plaza de la ciudad, para que la exhibición tenga mayor eficacia
propagandística. Baldseski, lo que queda de él, se balancea con los miembros
extendidos en reposo, y una postura del cuello casi inverosímil, con la cabeza
ligeramente inclinada hacia delante. La boca y los ojos están abiertos, y sus
pantalones manchados, porque la muerte afloja los esfínteres.
Los expedicionarios han visto durante la jornada de
marcha los restos de una gran batalla.
Muchos esqueletos de carros de combate, rodeados de
trincheras individuales destinadas a proteger a quienes eran los encargados de
abastecerlos. Chatarra bélica por todas partes. Y los bosques mutilados por la
metralla.
La ciudad les ha recibido mostrando las huellas de una
devastación hasta ahora desconocida para sus ojos, que ya estaban entrenados en
el oficio de ver ruinas por su experiencia de la guerra de España. Puede ser
que los edificios destruidos lleguen al 95%. En la estación de ferrocarril hay
varios trenes también destruidos. Todo en Vítebsk son amasijos de hierro y
escombro. Por las calles, deambulan personajes fantasmales que se dirigen a
algún destino seguramente tan incierto como el punto de partida. Es la estampa
humana que se repite desde que han llegado a Rusia. Hombres con gorrillas de
corta visera y mujeres con un pañuelo a la cabeza. Colores desvaídos de la
ropa, movimientos trabajosos, ojos humillados.
Los judíos, algunos de ellos, salen de su encierro en
guetos para trabajar en brigadas forzosas, y a cambio reciben una ración de 300
gramos de pan. Los demás no reciben nada, no comen.
De cuando en cuanto, algunos de los que se hacinan
entre los escombros del recinto, un barrio de las afueras muy cerca de la
estación de ferrocarril, intentan escaparse. Por la ciudad se escuchan disparos
cada poco, que ya no sobresaltan a nadie. Fuera del gueto, los soldados
alemanes pueden matar a todos los judíos que les venga en gana. Cada soldado
alemán puede hacerlo.
No hablan apenas de ellos los voluntarios españoles
que van a desfilar por las calles de Moscú y cantan para animar su larga y
penosa marcha una cancioncilla de letra intencionadamente jocosa:
"Voluntario alegre, que a Rusia te vas, con
rancho de hierro para caminar...".
Pero algunos, pese a todo, se preguntan ¿en qué se han
metido?
En una guerra criminal. En eso se han metido.
Los falangistas y los militares que se han apuntado,
los que desean con todas sus fuerzas entrar en fuego de una vez, lo están
haciendo en una guerra criminal.
¿Es más noble su propósito que el de los soldados
alemanes?
¿Qué les distingue de ellos?
Los hombres que van a entrar en combate han jurado en
el mes de julio fidelidad al Führer. Y forman parte de una división alemana,
perteneciente a la Wehrmacht, la número 250.
Cuando han salido de España han recibido, por boca de
Ramón Serrano Suñer, la consigna de acabar con el bolchevismo y barrer a Rusia
del mapa. Los periódicos que han leído han explicado en titulares qué significa
eso: acabar con el enemigo judeobolchevique.
La mentalidad de esos hombres está moldeada en torno a
prejuicios muy parecidos a los que han trabajado los nazis en los soldados
alemanes: el judío es el bolchevique, y hay que liquidarlo.
Los hombres que han pasado por Bielorrusia y por
Lituania y Rusia han visto desfilar a los prisioneros que no reciben alimentos,
han visto desfilar a los judíos camino del matadero. Han intuido cuál era el
destino de esas comitivas, pero no han querido preguntarse más por ello.
Y han participado en algunas ocasiones en
ahorcamientos o fusilamientos de presuntos partisanos. En esa "lucha contra
los partisanos pero sin partisanos" que provoca una desproporcionada cifra
de muertos entre los dos bandos: mueren cien partisanos por cada soldado
alemán. En Bielorrusia, los responsables del grupo de ejércitos del Centro los
contarán con precisión: los alemanes sufrirán mil noventa y cuatro bajas frente
a ochenta mil presuntos partisanos liquidados, entre junio de 1941 y mayo de
1942.
Las crónicas de los divisionarios que escriben
esporádicas narraciones para cuando vuelvan a España, las de los que toman
apuntes para futuras memorias personales, identifican a los partisanos con
judíos.
La Wehrmacht -de la que forma parte la división 250-
tiene una instrucción que está emitida el 13 de mayo, por la que puede proceder
a ejecuciones masivas en la retaguardia, no sólo de partisanos según la
definición de los acuerdos de La Haya, sino también de "elementos
sospechosos" y "hostigadores", tales como los que reparten
octavillas o desobedecen órdenes militares.
Los españoles forman parte de la Wehrmacht, y tienen
que ser fieles a su juramento y a las órdenes que establecen la fórmula de
colaboración entre las SS y el ejército en la Unión Soviética. Son matanzas de
las que no tienen nada que ver con las cámaras de gas. Se hacen a la vista de
todo el mundo, para que sirvan de escarmiento y como parte del plan de
limpieza. En Vilna, los médicos, las enfermeras y los heridos que están en el
hospital español, verán matanzas de cientos de judíos. Y no hablarán de ello.¡
¿Podían haberse negado a seguir? ¿Se podrán negar en
adelante?
Hay un precedente como el de los italianos, que se
niegan a obedecer las perentorias órdenes alemanas para que les entreguen
judíos o para que los asesinen ellos mismos. Hay críticas de los oficiales del
ejército alemán hacia "el escaso antisemitismo de los italianos". Y
se han producido incidentes graves en varias ocasiones.
Pero hay una importante diferencia de base: los
italianos luchan en el Este como un aliado de Alemania. Sus divisiones han
jurado lealtad a algo tan repulsivo como el fascismo, pero no al Führer, que
exige la eliminación de los eslavos o de los judíos y gitanos.
Los españoles venían preparados para ello. Venían a
Rusia para acabar con el judeobolchevismo. Su Hoja de Campaña, que
se edita en Riga, se lo va a recordar todas las semanas: judíos y bolcheviques
son los enemigos.
De la masonería es más difícil encontrar rastros en
las estepas rusas.
Los divisionarios se encuentran en una guerra de gran
ferocidad. Luchan casi siempre con gran valor contra un enemigo que defiende el
territorio de su patria. Lo hacen en condiciones extremas. A cuarenta grados
bajo cero. A las orillas del lago Ilmen.
Pero lo más importante de su acción llega en el otoño
de 1942. Los voluntarios participan directamente en el asedio de Leningrado, la
antigua San Petersburgo. Cercan la ciudad y tienen un papel protagonista en la
muerte por hambre, por frío, o por la metralla de los cañones, de más de un
millón y cuarto de personas, de civiles, de ancianos, jóvenes o niños, de
hombres o de mujeres.
Por lo que eso significa casi ninguno se pregunta.
Sólo se preguntan por sus caídos. Por los miles de
camaradas que se quedan para siempre bajo la tierra de Rusia. Los que mueren,
por ejemplo, en Krasni-Bor.
La actitud piadosa de muchos divisionarios españoles
crea conflictos con el ejército alemán. Pero no hay protestas de los oficiales
ni de los jefes. Ni de Muñoz Grandes, ni de su sucesor, el general Emilio
Esteban-Infantes, surge ninguna oposición a los actos que pueden observar y que
van de manera flagrante contra la Convención de La Haya.
Cuando la guerra acabe, y se celebre el proceso de
Nüremberg para esclarecer y castigar los crímenes de guerra cometidos por los
responsables alemanes, se abrirá un proceso contra el OKW, el centro de mando
del ejército alemán. De los catorce encausados, tres habrán sido jefes directos
de los españoles de la división 250: el mariscal Wilhelm von Leeb, jefe del
grupo de ejércitos del norte; el general Georg von Kügler, jefe del 18
ejército, y el general Karl von Roques. Un buen plantel de hombres que serán
declarados culpables de crímenes de guerra y crímenes contra la Humanidad. De manera
más explícita, por haber elaborado y puesto en práctica órdenes criminales como
la del exterminio de comisarios, por haber perpetrado crímenes contra
prisioneros de guerra, por haber deportado a civiles de los países ocupados
condenándoles a realizar trabajos forzosos, y por haber tomado parte en el
asesinato de judíos en el frente oriental. Todos los mandos que serán
condenados pertenecen a la Wehrmacht, no a las SS, sino al ejército profesional
alemán, que ejecuta con aplicación las órdenes recibidas, siguiendo las
instrucciones del mando supremo.
Les guste o no, los voluntarios católicos y
falangistas forman parte de una guerra. Han jurado obedecer. Detienen a
supuestos partisanos, ejecutan cuando procede a sospechosos de serlo, entregan
a los alemanes a los prisioneros para que les interroguen de formas más severas
que las que ellos practican. Y contemplan con pasividad cómo sus camaradas
alemanes disparan a los prisioneros rezagados cuando caen exhaustos en las
cunetas. Callan lo que saben sobre los asesinatos de judíos. Y observan con
fascinación los bombardeos de los aviones stuka sobre
Leningrado y su población civil.
Su viaje acaba en 1944, cuando los últimos, los
irreductibles pronazis, son obligados a volver. Su coronel, Antonio García
Navarro les había ofrecido un fin más heroico:
"¿Sabéis lo que os pide la Legión?
Os pide morir".
Los que fueron despedidos como héroes en 1941 vuelven
a España a hurtadillas, para no molestar a los aliados que van a ganar la
guerra. Muchos militares ascienden. A algunos soldados les dan empleíllos, una
portería o un estanco.
Setenta años después, son muy pocos los que quedan
para ir al cementerio de la Almudena a cantar Yo tenía un camarada.
Jorge Martínez Reverte
Jorge Martínez Reverte
"Dadme soldado español y mando alemán y dominaré el mundo". Hitler
ResponderEliminardesarmados claro porque si no es mucha ventaja
ResponderEliminarEstupendo texto que también copio y replicaré en mi blog. Gracias por divulgarlo
ResponderEliminarSaludos: PAQUITA