Fotografía C. Suarez |
La desigual y sangrienta lucha en el frente oriental decidió el curso de la Guerra en Asturias. Durante el mes de septiembre de 1937, las milicias republicanas fueron diezmadas en su intento por frenar el avance de un ejército que les triplicaba en número y contaba con el apoyo de la aviación alemana.
Los cráteres de las bombas
con los que la aviación alemana sembró la sierra del Cuera, camuflados ahora
por la naturaleza como accidentes del terreno, continúan en las cimas de Llanes
y Cabrales. Han quedado, junto a algunos restos de trincheras y casamatas, como
cicatrices de la línea defensiva con la que la República trató de impedir la
toma de Asturias por el ejército de Franco. Hace 75 años, miles de españoles se
enfrentaron en esos riscos en la llamada batalla del Mazucu, en realidad parte
del frente oriental de una lucha sin cuartel en el Principado que comenzó en
los primeros días de septiembre y que terminaría casi dos meses después con la
entrada de las tropas nacionales en Gijón.
En el Oriente de Asturias,
los sublevados concentraron 33.000 hombres de las Brigadas Navarras, que unos
días antes habían tomado Santander en un “paseo militar”. Aplastaron la línea
defensiva del Deva, tomaron Llanes y en los terrenos de lo que ahora es un
campo de golf se apresuraron a improvisar un aeródromo para los aviones
alemanes de la Legión Cóndor. Los mandos republicanos del Ejército del Norte,
temerosos de un desastre, no dudaron en fusilar a varios jefes acusados de
cobardía y replegaron sus tropas hacia la sierra. Con menos efectivos, escasa
artillería y apenas apoyo aéreo, la orden a los oficiales republicanos fue
tomar posiciones, combatir “peña por peña” y convertir las montañas en un
infierno para las tropas bajo el mando del general José Solchaga.
Así
comenzó una batalla en la que pronto el alto mando franquista se dio cuenta de
que para vencer en Asturias tendría que aplastar una resistencia feroz. Cada
mañana, sus cañones machacaban las posiciones republicanas. Sus soldados
arrastraban las piezas de artillería por barrancas impracticables para los
mulos. La aviación alemana atacaba sin más descanso que el que imponían las
condiciones meteorológicas las posiciones republicanas. La Legión Cóndor
recurrió al “bombardeo en alfombra”, concentrando los ataques de sus
escuadrillas en puntos determinados para tratar de arrasar los focos de resistencia. Como los aviones
desplegados en Llanes todavía no podían emplear las nuevas bombas incendiarias,
los mecánicos del ejército nazi idearon lo que su jefe de unidad, Adolf
Galland, denominó “una bomba Napalm rudimentaria”. Montaron sobre recipientes
llenos de gasolina una bomba incendiaria y otra de fragmentación. Contra los
riscos, su eficacia era limitada, pero lo que también definieron los alemanes
como “los primeros lanzallamas desde el aire” llevaron a las filas republicanas
una aterradora lluvia de fuego.
Día tras día, el ejército de
Franco martilleaba sin descanso con esta combinación de fuego artillero y
aéreo. Luego, lanzaba a sus tropas al asalto. Pero desde las castigadas líneas
de defensa, las ametralladoras volvían a tabletear y las descargas de fusilería
convertían cada ataque en una carnicería
en la que ambos bandos sacrificaban a sus mejores unidades. Unos y otros
recurrieron a empujar a sus soldados a punta de pistola al combate. El Gobierno
republicano llegó a asegurar que sus tropas habían causado un millar de bajas
al enemigo en una sola jornada. A diario, los camiones del Ejército de Franco
entraban en Llanes cargados de cadáveres.
El
Consejo Soberano de Asturias y León, que había asumido el Gobierno de una
Asturias aislada de la capital, envió al frente a sus mejores comandantes.
Manolín Álvarez, el comunista Fernández Ladreda y el anarquista Higinio
Carrocera serán algunos de los hombres que la República homenajeará como
héroes. Resistirán lo indecible sin que el armamento que reclaman con angustia
acabe por llegar. Sin artillería, tuvieron que acompañar el fuego de sus
fusiles con bidones cargados de dinamita, a los que pusieron una mecha e
hicieron rodar por la montaña. Después recurrirían a bombas de mano y,
rebasadas ya sus posiciones, se defendieron en sus parapetos a la bayoneta.
Emplearon incluso tácticas casi suicidas. Sabedores de que los nacionales
marcaban sus posiciones avanzadas con paneles y banderas para evitar bombardeos
sobre sus propias filas, cuando los aviones atacaban ordenaban el avance hacia
el enemigo para evitar las bombas.
Las órdenes republicanas son
tajantes: “Al militar que abandone el puesto no hay que darle tiempo a explicar
por qué lo abandonó. Se le fusila antes, sin que explique nada. No se puede
perder el tiempo en excusas de cobardes”.
Pero todo resultó inútil. Las
brigadas republicanas fueron masacradas. El 14 de septiembre, las Brigadas
Navarras lanzaron todos sus efectivos al combate. Al día siguiente, el parte
nacional afirmaba escuetamente: “Se ha ocupado el pueblo del Mazucu, alturas al
Norte de dicho pueblo, alturas al Oeste de Peña Villa, así como Peña Labra”.
Hasta el día 22, unos heroicos infantes de Marina mantuvieron su bandera en lo
alto de Peña Blanca. “Ha sido una pesadilla”, reconocían sus enemigos tras
conquistar a sangre y fuego el último bastión de resistencia.
M. Gutiérrez
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