Franco y Hitler en Hendaya, 1940 |
Hasta
ahora nadie pensaba en Franco cuando se hablaba del holocausto
Durante toda su vida,
Francisco Franco se refirió a un abstracto peligro judío (masónico y comunista,
también) como el mayor enemigo de la España construida tras su victoria en la
guerra civil de 1936-1939. Obsesionado con esta idea hasta el fin de sus días,
el Caudillo se refirió una vez más a los judíos en su último discurso de 1 de
octubre de 1975, poco antes de morir. Tan insistente fue Franco con su
ofuscación acerca de un “contubernio judeo-masónico” que todo lo destruía, que
la frase quedó impresa en la mente de los españoles como un latiguillo chusco
de la retórica obsesiva del Generalísimo a la que incluso muchos franquistas no
prestaban atención. De hecho, parecía que carecía de un significado tangible.
Sin embargo, Franco hablaba en serio, convencido de lo que decía. Los años y la
tergiversación de la historia hicieron que su antisemitismo se diluyera como un
azucarillo en la patética frase referida. Sin embargo, es obvio que en sus
encendidos discursos Franco no dejó de mostrarse antisemita, pero nunca reveló
que su odio-temor había tenido durantela Segunda Guerra Mundial una repercusión
criminal sólo descubierta gracias al contenido de decenas de documentos
secretos desclasificados, encontrados en los archivos de Estados Unidos, Reino
Unido y Holanda.
Hasta ahora nadie pensaba en
Franco cuando se hablaba del holocausto, como si la España pronazi de
principios de los cuarenta, claramente dibujada por los documentos que un día
fueron secretos, hubiera visto de lejos cómo la Alemania nazi deportaba y
asesinaba a millones de judíos y otras minorías. Pero la realidad, espantosa,
que aflora en los documentos citados muestra que Franco pudo salvar a decenas
de miles de sefardíes, pero prefirió dejarlos morir a pesar de reiterados
ultimátums alemanes que le advertían de las medidas extremas (léase exterminio)
de que serían objeto si su España no aceptaba acogerlos.
El corolario de la
investigación documental que se recoge en el libro que adelanta Magazine tiene
varios puntos esenciales; el primero de los cuales es que apenas quedan dudas
de que los nazis alentaron el golpe de Estado de julio de 1936, al que no
dejarían de apoyar hasta la victoria en 1939. Como consecuencia del sostén
germano, Franco –que en esencia era de sí mismo, es decir franquista– inclinó
dramáticamente los destinos de España del lado alemán y no del italiano, por lo
que cabe afirmar que la naturaleza del franquismo se percibe mucho más nazi que
fascista. De hecho, tras la victoria de los nacionales en la Guerra Civil, el
III Reich desembarcó con armas y bagajes en España con una proporción de medios
y humana infinitamente superior a la de cualquier otro país de los que se
verían implicados en la inminente contienda mundial. Como consecuencia de ello,
los alemanes influyeron en toda la política y la economía española, prensa
incluida, y una vez iniciada la Segunda Guerra Mundiallas relaciones entre la
cúpula del nazismo y Franco y sus ministros fue muy estrecha, y la nueva
Alemania, cuyo imperio tenía que durar mil años, tuvo un exquisito trato de
favor hacia el Generalísimo. Esta deferencia se tradujo en la oferta nazi de
hacerse cargo de los judíos españoles esparcidos por Europa a los que tenían
previsto asesinar industrialmente. Pero Franco no los salvó, a sabiendas de lo
que les iba a suceder, muy bien informado por los embajadores españoles
testigos de excepción de las deportaciones. De esta forma, la dictadura
española se convirtió en cómplice activo del holocausto.
El ofrecimiento nazi de
enviar a España a los spanischer Juden (judíos españoles), como designan los
nazis a los judíos en todos sus documentos, no se produjo en una ocasión
anecdótica que pasó rápidamente al olvido. Al contrario. Se trató de un tema de
gran calado que generó cientos de documentos, telegramas, órdenes y
contraórdenes procedentes del departamento de asuntos judíos del Ministerio de
Asuntos Exteriores alemán, de la embajada de Alemania en Madrid y del
Ministerio de Asuntos Exteriores español. Y es que, tratado como un amigo muy
especial, el III Reich brindó a Franco la entrega de miles de judíos repetidas
veces, por escrito, por comunicación diplomática verbal con reiterada
insistencia de los embajadores alemanes. Tanto se esmeraron con su amigo
español, que los nazis mantuvieron presos pero sin deportar a muchos judíos en
espera de una respuesta positiva de Franco que nunca llegó. Mientras tanto, los
alemanes ampliaron por propia iniciativa el plazo límite de entrega (marzo y
abril de 1943) para dar tiempo a una respuesta de Franco.
Un resumen, parcial desde
luego, de lo sucedido se lo debemos a Eberhard von Thadden, enlace entre Von
Ribbentrop (ministro de Exteriores) y Adolf Eichmann (responsable de
Deportaciones), en un cable cifrado para su embajada en Madrid que envió el 27
de diciembre de 1943: “El gobierno español insistió durante las negociaciones
que hubo entre 1942 y febrero 1943 en que no estaba interesado en los judíos
españoles. Más tarde se autorizó [por parte alemana] la repatriación de todos
los judíos españoles. Repetidas veces, España no cumplió el plazo acordado para
su regreso. (…) A pesar de ello y por precaución, la expulsión de los judíos
españoles no comenzó hasta el 16 de noviembre.
Por favor, explique
inequívocamente la situación al gobierno español y recalque que el gobierno del
Reich ha hecho todo lo posible para resolver el problema amigablemente y evitar
dificultades. Lo hicimos teniendo en consideración la nacionalidad española [de
los judíos] a pesar de que se puede dar por supuesto que todos los judíos
tienen una actitud antialemana”.
¿La oferta nazi contenía
cierta piedad hacia los judíos sefardíes? No. No se trataba de eso. Era la
deferencia al amigo y al mismo tiempo una medida para abaratar los costes del
exterminio. Es decir, antes de proceder a aplicar en toda su dimensión la
solución final, el gobierno del Reich dio la oportunidad al amigo Franco de
decidir sobre la suerte de los spanischer Juden, de tal suerte que si los
acogía para tomar sus propias medidas contra ellos –como suponían que
sucedería–, el operativo nazi de exterminio humano se vería sustancialmente
reducido.
Quizás otra de las preguntas
que sugieren estos acontecimientos es ¿a cuento de qué Franco se mostró tan
insensible y tan antisemita? Los documentos hallados sólo dan una respuesta
parcial a esta cuestión. Hay decenas de papeles que tratan de este asunto y
hasta lo analizan, y alguno de ellos desliza alguna explicación para este
interrogante. Por ejemplo, el telegrama cifrado de 22 febrero de 1943 escrito
por el embajador Hans von Moltke, que acababa de insistir una vez más ante el
gobierno español e informaba a Berlín: “… el gobierno español ha decidido no
permitir en ningún caso la vuelta a España a los españoles de raza judía que
viven en territorios bajo jurisdicción alemana” y añadía más adelante que “el
gobierno español abandonará los judíos de nacionalidad española a su destino”.
Y tras otras consideraciones escribía lo siguiente: “El director general [se
refiere al diplomático español José María Doussinague] comentó que estos judíos
serían probablemente más peligrosos en España que en otros países porque los
agentes americanos e ingleses los captarían en seguida para utilizarlos como
propagandistas contra la alianza del eje, en especial contra Alemania. Por lo
demás, el señor Doussinague no mostró mucho interés español en el asunto. Ruego
nuevas órdenes. Firmado: Moltke”.
A nadie se le puede escapar
que en este breve texto se evidencia que a ojos franquistas los judíos eran muy
“peligrosos”, en sintonía con la idea de Eberhard von Thadden, reproducida unas
líneas antes, en las que consideraba que un judío, por el hecho de ser judío,
ya era antialemán. Y un detalle más que subrayar: en los comentarios de
Doussinague que recoge Moltke se percibe claramente que en las altas esferas de
la dictadura franquista no se creía en la declarada neutralidad española
durantela Segunda Guerra Mundial, pues el diplomático español no dudó en situar
como enemigos a “americanos e ingleses”.
El régimen sintonizaba
totalmente con Berlín y, a pesar de los reiterados ultimátums alemanes
–obviamente secretos– que advirtieron explícitamente al gobierno español de las
medidas extremas de que sería objeto el colectivo judío, Franco se opuso a
salvarlo, pero no olvidó reclamar las propiedades y el dinero de los aniquilados,
considerados, por tanto, ciudadanos españoles en toda regla. Se diría que es el
documento que delata a un régimen. Es de la embajada española en Berlín, y el
párrafo en cuestión es el siguiente:
“(…) La embajada española
solicita al Ministerio de Asuntos Exteriores (alemán) que intervenga ante las
autoridades correspondientes para explicarles que los bienes de los judíos
españoles dejados atrás al salir de Francia, Bélgica y Países Bajos serán administrados
por los cónsules españoles o representantes de España y que tienen que quedarse
en su posesión por tratarse de bienes de súbditos españoles y por tanto ser
bien nacional de España. Berlín, 25 de febrero1943”.
Esta historia tiene otra cara
trágica, pero muy honrosa. Mientras se producían las deportaciones y España
negaba el pan y la sal a miles de seres humanos, unos horrorizados diplomáticos
españoles actuaban por su cuenta y en contra de las órdenes emanadas de Madrid.
Falsificaron documentos y lograron salvar a cientos de personas. Todos
alertaron a Madrid del genocidio en telegramas secretos, y dos de ellos, Ángel
Sanz Briz, desde Budapest (Hungría), y Julio Palencia, de la legación de España
en Sofía (Bulgaria), fueron crudamente explícitos en sus mensajes. El primero,
conocedor del llamado “protocolo de Auschwitz”, avisó de las matanzas en
cámaras de gas, y el segundo, testigo presencial desde su embajada, escribió a
Madrid avisando del desastre humano. Julio Palencia redactó, con el respeto de
un funcionario en una dictadura, varias cartas que envió a su ministro y cuya
lectura emociona al más endurecido “… por si acaso VE considera digna de ser
tomada en consideración mi sugerencia… tenga a bien concederme cierta
elasticidad para… conceder visados a israelitas de no importa qué nacionalidad
o condición… pues los judíos están siendo víctimas de una persecución tan cruel
y encarnizada que a la persona más ponderada y fría pone espanto en el ánimo el
contemplar las injusticias y horrores que estas autoridades vienen
cometiendo…”, rezaba una carta de Palencia de 14 de septiembre de 1942. El
ministro no autorizó los visados que solicitó Palencia, que, desesperado, llegó
a adoptar a dos jóvenes judíos para salvarlos de la muerte. Tres años después,
cuando la guerra mundial cambió de curso y los aliados presionaron a Franco,
este se apropió de los actos heroicos de estos diplomáticos para ganarse la
benevolencia de los vencedores.
Pasaron los años, Franco
murió en la cama, y un joven Juan Carlos maniobró en secreto a favor de la
democracia ante la atenta mirada de los servicios de inteligencia europeos y
estadounidense. Con sus maniobras, muchas en connivencia con Adolfo Suárez,
consta en la documentación hallada que Juan Carlos jugó hasta el límite de lo
posible para dejar atrás aquel pasado tan oscuro del que aquí se ha dado una
pincelada. Era la transición, el cambio.
Los servicios secretos
occidentales tomaron nota de todo, hasta de cómo Adolfo Suárez apuntó en cuatro
cuartillas que entregó al Rey el tempo de la transición, que cumplió a
rajatabla contra viento y marea. El libro lo explica. Y, un poco después, ya
con una España nueva, don Juan Carlos sería el primer jefe de Estado español
que rendía homenaje en el Yad Vashem a las víctimas del holocausto apartándose
del terrible legado histórico de Franco y de Isabel la Católica, la reina
española más admirada por los nazis, a la que dedicaron varios informes que
harían sonreír si detrás de ellos no hubiera una matanza de proporciones
colosales.
Pero no todo lo oculto se
refiere a España. Los aliados también tienen algo que explicar. Un mensaje
secreto de sir Harold MacMichael, alto comisionado británico para el
protectorado de Palestina, enviado el 15 de junio de1944 asir Anthony Eden,
entonces ministro de Exteriores del Reino Unido y luego premier, dice entre
otras cosas: “Los nazis tienen la esperanza de obtener alguna gracia ante los
ojos aliados por el hecho de no matar ahora a dos millones de judíos, pues
creen que ayudará a olvidar que ya han matado a seis millones de judíos”. Leído
de otra forma: en plena guerra, al igual que Franco, los aliados sabían
perfectamente lo que estaba sucediendo en los campos de exterminio. La pregunta
es obvia: ¿qué hicieron para evitarlo?
Eduardo Martín de Pozuelo
La Vanguardia, 21/09/2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario