En el taller de sastra humilde de nuestra calle, ella la única oficiala y perfecta.
Sin siestas ya, las tardes de otoño llegan al portal de la sastrería conmigo y el sol de una luz en paz de dátil sin sofoco.
Con su traje blanco, o su pardo —aquél levanta su color de rubia soleada, éste lo eclipsa un poco—, de percal su cuerpo, malhiere con la aguja, lloroso su ojo de hilo, sin hacer sangre, chaquetas huertanas.
Nos ofrecemos, saludándonos, los dientes de la sonrisa.
Mujer con voluntad de ser mujer, me dice su edad de adolescente última, aumentada —o sospecho—. Y sé que tiene la edad justa para que yo la quiera.
El diálogo se entabla fervoroso y poeta por encima de la maestra, entre ella y yo, que debe sentir su ancianidad rotunda invadida de juventud en espera.
—Mi voluntad es quererte —le digo—; y me mira como si su voluntad también lo fuera.
—Eres mi novia, aunque yo no sea tu novio; y me responde en nuestro idioma de aldea, bien nutrido de graciosidades cosas oscuras, maliciosas de mocencia, con un temblor de no saber explicarse.
—No te muevas. Cállate. Estate quieta como el agua, a ver si así te aclaras.
Por la calle un hombre primaveral de colores, entristece, cantada por su voz, ancha en la «e», la delicia medora que elabora en los campos adanes: «¡arropeeeee!...»
De tejado en tejado vuelan palomas iluminando la luz.
La aguja avanza por la tela en su mano, asomándose y encendiéndose, huyendo de su huella delgada.
Las tijeras, abiertas baten la esgrima forzosa de sus alas.
La sastra suspira.
La máquina Singer espera su movimiento, su baile laborioso, de su sabroso pie, blanco, invisible su blancura adivinable en la medida, por la alpargata. Espera.
Con los ojos caídos, sin mirar con sospecha de que la mire, emocionada de mi contemplación, ella sabe que yo espero también.
Miguel Hernández
La Verdad de Murcia, 19 de noviembre de 1933
suspiros, suspiros, suspiros, suspiros, suspiros, suspiros...
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