María Torres / 2011
Clara Campoamor nace el 12 de febrero de 1888 en una familia humilde del
madrileño barrio de Maravillas. Su padre, Manuel Campoamor Martínez, natural de
Santoña, era contable en un periódico madrileño. Su madre, Pilar Rodríguez
Martínez, era modista, y de los tres hijos que tuvo el matrimonio vivieron dos,
Clara e Ignacio. Cuando Manuel murió, Pilar tuvo que sacar a todos adelante con
su trabajo. Clara dejó la escuela y se puso a ayudar a su madre
repartiendo ropa. Entró luego de dependienta en una tienda y a los 21 años hizo
oposiciones para auxiliar del Cuerpo de Correos y Telégrafos. Las ganó y empezó
a trabajar en 1910 en San Sebastián. En 1914 hace oposiciones para profesora de
adultas en el Ministerio de Instrucción Pública, ganándolas con el número uno.
Pero sólo puede enseñar taquigrafía y mecanografía, ya que no tenía siquiera el
Bachiller. Decide entonces estudiar mientras sigue ayudando a la familia. Además de sus clases, trabaja como mecanógrafa en el Ministerio y en el
diario maurista La Tribuna como
secretaria del director. A Clara este puesto le permitió conocer a gente,
interesarse por la política y convencerse de que ése era también su sitio.
En 1920, cumplidos ya los 32 años, se matricula como alumna de
Bachillerato, que termina en dos años, y a continuación en la Facultad de
Derecho, concluyendo la carrera en otros dos. Con 36 años se convierte en una
de las pocas licenciadas españolas y dispuesta a ejercer.
Sus ideas sobre la igualdad de la mujer la acercan al PSOE y prologa el
libro de María Cambrils "Feminismo Socialista", dedicado a Pablo
Iglesias. Pero ni ella era socialista ni aceptaba la colaboración del PSOE con
la Dictadura. Aún así, creó la Asociación Liberal Socialista, pero la dejó
cuando no pudo conseguir su definición republicana. Mantuvo una gran actividad
como conferenciante en la Asociación Femenina Universitaria y la Academia de
Jurisprudencia, defendiendo siempre la igualdad de la mujer y la libertad
política.
El régimen de Primo de Rivera ofreció a tres abogadas jóvenes y
prestigiosas -Clara Campoamor, Victoria Kent y Matilde Huici- entrar en la
Junta del Ateneo. Sólo Victoria Kent aceptó. Cuando la Academia de
Jurisprudencia otorgó a Clara Campoamor la Cruz de Alfonso XII, por su Premio
Extraordinario, también la rechazó como gesto republicano. A pesar de su origen
humilde y su rápida ascensión social, no abandonó la austeridad en su vida
privada ni la fidelidad a sus principios.
Trabajó con Martí Jara, buen amigo de Azaña, en el embrión de Acción
Republicana, en cuyo Consejo Nacional figuró al principio. Nunca logró su ideal
estratégico: la fusión de todos los republicanos en un gran partido de centro.
Tras la sublevación de Galán y García Hernández en Jaca, su fusilamiento
y el proceso del Comité Revolucionario, Clara asumió la defensa de los
implicados, entre ellos su hermano Ignacio. El abandono del trono por Alfonso
XIII, tras el triunfo republicano en las grandes ciudades, llevó al poder de la
noche a la mañana a sus clientes, convertidos en Gobierno Provisional. Se
convocaron elecciones a Cortes Constituyentes y aunque la República dio el
derecho al voto a la mujer, en 1931 la mujer podía ser elegida, pero no
electora. Y Clara Campoamor salió diputada en las listas del Partido Radical,
al que se afilió por ser «republicano, liberal, laico y democrático». Su propio
ideario político.
Formó parte de la Comisión Constitucional de 21 diputados y allí peleó
eficazmente por establecer la no discriminación por razón de sexo, la igualdad
legal de los hijos habidos dentro y fuera del matrimonio, el divorcio y el
sufragio universal. Todo lo consiguió menos el voto, que tuvo que debatirse en
el Parlamento. Y allí es donde Clara Campoamor se ganó un puesto imperecedero
en la memoria de la libertad española.
La izquierda, con excepción de un grupo de socialistas y algunos
republicanos, no quería que la mujer votase porque se suponía que estaba más
influida por la Iglesia e iba a favorecer a la derecha. Ésta tampoco lo quería
pero lo apoyaba porque creían que les podía favorecer. Entonces, el partido
Radical Socialista puso frente a Clara a
Victoria Kent, para negar el voto de la mujer aplazándolo sine die. El
debate fue extraordinario y la Clara Campoamor arrolló, pero no tenía mayoría.
La consiguió con el apoyo de la minoría derechista, la mayoría del PSOE y
algunos republicanos. Victoria Kent y los radicales trataron de ganar lo
perdido mediante una enmienda constitucional, pero Clara la desbarató. Cuando
la derecha abandonó el Parlamento por la Ley de Congregaciones se hizo el
último intento para impedir el voto femenino, pero Campoamor no sólo se impuso
en el debate sino que, contra pronóstico y por sólo cuatro votos, lo ganó.
Apoyándose en el PSOE y en algunos republicanos de derecha, derrotó a los
socialistas de Prieto y a los republicanos de su propio partido, el Radical, el
Radical Socialista y el de Azaña. Prieto salió del hemiciclo diciendo que
aquello era «una puñalada trapera a la República». Hubo un gran escándalo.
Y cuando en 1933 la CEDA ganó las elecciones y Lerroux formó
gobierno, toda la izquierda le echó la culpa de su derrota a Clara
Campoamor. Fue su muerte política. No consiguió renovar su escaño y en 1934
abandonó el Partido Radical por su subordinación a la CEDA y los excesos en la
represión del golpe revolucionario de Asturias. Pero en 1934 pidió, con la
mediación de Casares Quiroga, ingresar en Izquierda Republicana y fue sometida a la humillación de abrirle un
expediente y votar en público su admisión, que fue denegada.
No entró en las listas del Frente Popular, que ganó por una mayoría más
amplia que la derecha en 1933 y, evidentemente, con el voto femenino. Nadie le
pidió disculpas. Escribió y publicó en 1935 "Mi pecado mortal. El voto
femenino y yo", testimonio de sus luchas parlamentarias.
La guerra le pilló por sorpresa y huyó de Madrid temiendo por miedo a
una posible represión. En 1937 publicó en París "La revolución española
vista por una republicana" en francés, un texto que tardo muchos años en
editarse en español.
Vivió una década en Buenos Aires y se ganó la vida traduciendo, dando
conferencias y escribiendo biografías. Trató de volver a finales de
los 40 y a comienzos de los 50, pero se topó con que tenía que ser depurada por
haber pertenecido a la logia masónica Reivindicación, así que se quedó en el
exilio para siempre.
En 1955 se instaló en Lausanne (Suiza), y trabajó en un bufete hasta que perdió la vista. Murió de cáncer y de nostalgia el 30 de abril de 1972 y mandó que sus restos fueran incinerados en San Sebastián, donde se hallaba al instaurarse la II República.
No hay comentarios:
Publicar un comentario