Con la llegada de la República, la
Iglesia española, esa que más tarde apoyó la "gloriosa cruzada del
caudilloporlagraciadedios" veía perder sus privilegios. Alguno perdió
y no tardó en recuperarlos en 1939, finalizada la contienda. El episcopado
español elaboró una Pastoral poniendo de manifiesto su disgusto ante
varios preceptos constitucionales, que fue publicada en El Debate, 1 de enero de 1932.
Quienes conozcan la santa
dignidad de la Iglesia católica no habrán extrañado la actitud contenida y
paciente con que han obrado la Sede Apostólica y el Episcopado, durante la
primera etapa constituyente de la República española.
Deferentes con el régimen y
sus representantes, les ha guardado las consideraciones y respetos a que es
acreedor todo Gobierno constituido.
Ante multiplicadas
disposiciones ministeriales que inmutaban unilateralmente el statu quo legal de
la Iglesia, elevaron las debidas protestas en la forma más conducente al
mantenimiento de las buenas relaciones entre ambas potestades.
Iniciado el proceso
deliberativo de las Cortes constituyentes para dar a España su nueva Ley
fundamental, no dejaron las diversas provincias eclesiásticas, y en general las
organizaciones católicas, de exponer directamente al poder legislativo del
Estado los principios doctrinales, los derechos sagrados y los anhelos
prácticos de la Iglesia, en la confianza de que habrían de ser tenidos en
cuenta al formularse los preceptos definitivos de carácter religioso.
En todo momento, por difícil
y apasionado que fuese, la Iglesia ha dado pruebas videntes y abnegadas de
moderación, de paciencia y de generosidad, evitando con exquisita prudencia cuanto
pudiera parecer un acto de hostilidad a la República. Aun aprobado el art. 24,
en el texto definitivo, art. 26, la dolorida y alta protesta del Papa, a la que
se adhirió fervorosamente el Episcopado, debió ser considerada por todos como
una lección ejemplar de dignidad serenísima.
Promulgada la Constitución
española y organizados jurídicamente los Poderes del Estado, entrase en una
nueva etapa de la República, y ha llegado el momento de que el Episcopado dé
forma solemne a su actitud ante los hechos y alecciona a los fieles para
señalarles su conducta futura.
Lo debemos a nuestra misión
sagrada de Obispos que nos obliga a sostener la doctrina y los derechos de la
Iglesia, nos lo impone nuestra condición de ciudadanos que no consiente
mostrarnos indiferentes al bien público de la Patria.
Con aquella libertad de
espíritu con que a todo ciudadano ha sido respetada la exposición de sus ideas,
pero con la firmeza y mansedumbre evangélicas propias de Obispos, en que por
nadie debemos ser superados, hemos de publicar nuestro pensamiento, que un
imperativo de conciencia nos veda contener en la intimidad de nuestro
ministerio pastoral.
El
privilegio constitucional de la excepción y el oprobio
Lo principios y preceptos
constitucionales en materia confesional no sólo no responden al mínimum de
respeto a la libertad religiosa y de reconocimiento de los derechos esenciales
de la Iglesia que hacían esperar el propio interés y dignidad del Estado, sino
que, inspirados por un criterio sectario, representan una verdadera oposición
agresiva aun a aquellas mínimas exigencias.
Hubiérase creído oportuna la
modificación del statu quo tradicional para atemperarlo al cambio político del
país, y a la Iglesia, que se hace cargo maternalmente del grave peso de la humana
flaqueza, y no ignora el curso de los ánimos y de los hechos por donde va
pasando nuestro siglo, no le hubiera faltado la debida condescendencia, aun no
concediendo derecho alguno sino a lo verdadero y honesto, para no oponerse a
que la autoridad pública tolerase algunas cosas ajenas a la verdad y justicia
con el fin de evitar un mayor mal o de obtener o conservar un mayor bien.
Mas n lugar de diálogo
fecundo y comprensivo, se ha prescindido de la Iglesia, resolviendo
unilateralmente las cuestiones que a la misma afectan.
La
Iglesia, excluida de la vida pública
Más radicalmente todavía se
ha cometido el grande y funesto error de excluir a la Iglesia de la vida
pública y activa de la nación, de las leyes, de la educación de la juventud, de
la misma sociedad doméstica, con grave menosprecio de sus derechos sagrados y
de la conciencia cristiana del país, así como en daño manifiesto de la
elevación espiritual de las costumbres y de las instituciones públicas. De
semejante separación violenta e injusta, de tan absoluto laicismo del Estado,
la Iglesia no puede dejar de lamentarse y protestar, convencida como está de
que las sociedades humanas no pueden conducirse, sin lesión de deberes
fundamentales, como si Dios no existiera, o desatender a la Religión, como si
ésta fuere un cuerpo extraño a ellas o cosa inútil y nociva.
En tal situación de cosas,
era lógico, a lo menos, reconocer a la Iglesia su plena independencia y dejarla
gozar en paz de la libertad y del derecho común de que disfrutan, como derechos
constitucionales, todo ciudadano y cualquier asociación ordenada a un fin justo
y honesto.
Y en lugar de tal
independencia, hásela sometido, a Ella y a sus instituciones, a medidas de
excepción y a ordenamientos restrictivos, con que se la pone injustamente bajo
la dominación del poder civil y se invaden materias de exclusiva competencia
eclesiástica.
Una
negación de libertades y derechos
Derecho y libertad en todo y
para todos, tal parece ser la inspiración formulativa de los preceptos
constitucionales, con excepción de la Iglesia.
Derecho de profesar y practicar
libremente cualquier religión; y el ejercicio de la católica, única profesada
en la nación, que le debe sus glorias históricas, su patrimonio de civilización
y de cultura y su actual conciencia religiosa, es rodeado de recelos y
hostilidades comprensivos de sus legítimos y libres movimientos.
Libertad a todas las
asociaciones, aún a las más subversivas; y se preceptúan extremas precauciones
limitativas para las Congregaciones religiosas, que se consagran a la
perfección austerísima de sus miembros, a la caridad social, a la enseñanza
generosa, a los ministerios sacerdotales.
Libertad de opinión, aun para
los sistemas más absurdos y antisociales; y a la Iglesia, en sus propios
establecimientos, se la sujeta a la inspección del Estado para la enseñanza de
su doctrina.
Derecho de reunión pacífica y
de manifestación; y las procesiones católicas no podrán salir de los edificios
sagrados sin especial autorización del Gobierno, que cualquier arbitrariedad,
temor ficticio o audacia sectaria pueden ser ocasión de que fácilmente se
niegue.
Libertad de elegir profesión;
y es mermado este derecho a los religiosos, que quedan sometidos a una ley
especial, variamente prohibitiva.
Libertad de cátedra y de
enseñanza para todo ciudadano y para la defensa y propaganda de cualquier
sistema y error; y se impone como obligatorio el laicismo en las escuelas
oficiales, y a las Ordenes religiosas les es prohibido enseñar.
El Estado y las corporaciones
públicas podrán subvencionar toda asociación, cualesquiera que sean sus
objetivos y actuaciones; sólo la Iglesia y sus instituciones, que sirven la más
alta finalidad de la vida humana, no podrán ser auxiliadas ni favorecidas.
Es permitida cualquier
manifestación cultural o social en los establecimientos benéficos y en otros
centros análogos dependientes del Estado y de las corporaciones públicas; no
obstante, un radical espíritu de secularización rodea en ellos de obstáculos y
suspicacias el ejercicio del culto y la asistencia espiritual; aun respecto de
los cementerios, extensión sagrada de los mismos templos, y perenne expresión
de culto, se le niega a la Iglesia el derecho de adquirir nueva propiedad
funeraria y la plena jurisdicción.
Se reconoce el derecho de
propiedad y se dan garantías para su uso y socialización posible; y los bienes
de la Iglesia están sometidos a restricciones abusivas, se tiene a las Ordenes
religiosas bajo continua amenaza de incautación, y la propiedad de las Ordenes
cuya disolución se decreta, es afectada a fines docentes o benéficos, aun sin
la garantía de respetar el carácter religioso de su origen y de sus fines
fundacionales.
Parece, en suma, que la
igualdad de los españoles ante la ley y la indiferencia de la confesión
religiosa para la personalidad civil y política sólo existan, en orden a la
Iglesia y a sus instituciones, a fin de hacer más patente que se les crea el
privilegio constitucional de la excepción y del agravio.
El
presupuesto de culto y clero
En un punto, por lo menos,
era de esperar ecuanimidad generosa, siquiera para evidenciar que aun el más
rígido doctrinarismo laico sabía abstenerse de perseguir ni vejar a nadie.
La separación de la Iglesia y
el Estado no siempre excluye las relaciones amistosas entre ambas potestades,
ni el que sean justamente respetados los sagrados derechos de aquélla.
Tampoco impide la subvención
del culto y clero en méritos del reconocido valor social de la Religión, y
menos puede justificar que se desatiendan la cancelación y rescate de
obligaciones de justicia anteriormente contraídas.
En España, la supresión del
presupuesto eclesiástico decretase casi tajante, prescindiendo de su carácter
de compensación desamortizadora, dando a los derechos adquiridos del clero un
trato de desigualdad notoria en relación con los de otros estamentos en esto
análogos, dejando de tener toda consideración a quienes, por su bienhechora
ejemplaridad son dignos de la magistratura moral y social que desempeñan para
la elevación espiritual del pueblo, y que, aun desde el solo punto de vista de
la civilización, a nadie puede ser indiferente.
Doloroso es confesarlo, la
Constitución española no ha acertado a colocarse ni en el tipo medio del
derecho constitucional contemporáneo, y no ha sabido auscultar el respetuoso
movimiento de comprensión religiosa en que se inspiran los más nobles pueblos
que después de la guerra ha debido dar su ley fundamental a las nuevas
democracias.
La
enseñanza, el matrimonio y las Ordenes religiosas
No menos dolorida hemos de
exhalar nuestra voz pastoral, si nos detenemos a considerar los derroteros que
se apresta a seguir la legislación española en lo concerniente a la enseñanza,
al matrimonio y a las Ordenes religiosas.
Frente al monopolio docente
del Estado y a la descristianización de la juventud, no podemos menos de ser
firmes en sostener a una los derechos de la familia, de la Iglesia y del poder
civil en la convivencia armoniosa que exigen la razón, el sentido jurídico y el
bien común.
Derechos
docentes de los padres y de la Iglesia
No se puede, sin violación
del derecho natural, impedir a los padres de familia atender a la educación de
sus hijos, expresión y prolongación viviente de sí mismos, con la debida
libertad de elegir escuela y maestros para ellos, de determinar y controlar la
forma educacional en conformidad a sus creencias, deberes, justos designios y
legítimas preferencias.
No se puede, sin atentar a la
propia maternidad espiritual de la Iglesia, desconocer u obstaculizar su
derecho docente, a cuyo ejercicio debe la civilización su perfección y su
historia, por el que no es lícito sustraerle los fieles, desde su tierna infancia,
para la formación cristiana de su mentalidad, de su carácter y de su conciencia
en escuelas propias y aun en las escuelas públicas.
No se puede, sin deformar la
indefensa y reverenciable conciencia de los niños y adolescentes, negarles su
derecho estricto a recibir una enseñanza conforme a la doctrina de la Iglesia,
a la cual pertenecen por la incorporación sacramental del bautismo, y, todavía
menos, someterlos a aquella mutilación del hombre por la escuela neutra, que
así fue ésta enérgicamente definida por los egregios doctor Torras y Bagés y
Menéndez Pelayo.
Aplauso y colaboración habrá
de merecer todo cuanto haga el Estado para el fomento de la cultura popular, si
no se deja llevar por el exceso de estatificar la enseñanza y se atiene a estas
dos normas: Es ilícito todo monopolio docente que, directa o indirectamente,
obligue a las familias a enviar sus hijos a las escuelas del Estado,
contrariando las obligaciones de su conciencia o aun sus legítimas
preferencias. Sin una buena formación religiosa y moral, toda cultura de los
espíritus será malsana; los jóvenes no educados en el respeto de Dios serán
reacios a soportar disciplina alguna para la honestidad de la vida, y avezados
a no negar nada a sus concupiscencias, serán llevados fácilmente a agitar la
misma paz del Estado.
La
potestad judicial eclesiástica
Infausto para la juridicidad
del Estado fue el decreto provisional con que se precipitó la nueva legislación
acerca del matrimonio, negando la potestad judiciaria de la Iglesia en las causas
matrimoniales y suspendiendo los efectos civiles de las ejecutorias sobre
divorcio o nulidad de matrimonio emanadas de las tribunales eclesiásticos desde
el advenimiento de la República.
Incalificable atentado
jurídico, que sólo una ofuscación sectaria pudo producir, porque no se puede
obligar a comparecer en causa canónica ante el tribunal civil a quienes su
confesión religiosa se lo veda en conciencia para tales causas; no es lícito
dar efectos retroactivos obligatorios a leyes civiles posteriores sin
exigencias indeclinables del bien público, y no cabe sustraer los matrimonios
contraídos canónicamente a la norma innegable de que tales contratos han de
regirse perpetuamente por la ley que los regulaba cuando tuvieron efecto.
No es de extrañar que tan
rápidamente se haya presentado el proyecto de la ley del divorcio vincular con
la radicalísima e insólita admisión del mutuo disenso como causa disolvente y
se pretenda aplicarla a todo matrimonio, cualquiera que sea la forma de su
celebración; no habrán de extrañar tampoco las previsibles imposiciones de la
anunciada ley del matrimonio civil.
Concepción
estatista del matrimonio
Materia delicada como pocas
la legislación matrimonial.
El matrimonio es padre y no
hijo de la sociedad civil, y por este solo concepto habrían de merecer de ésta
los máximos respetos y su intrínseco carácter religioso y la anterioridad de
sus claros privilegios, que proceden del derecho natural y divino, y no de la
gratuita concesión de la potestad humana.
Inseparable como es el
contrato nupcial del sacramento en el matrimonio cristiano, toda pretensión del
legislador a regir el mismo vínculo conyugal de los bautizados implica
arrogarse el derecho de decidir si una cosa es sacramento, contraría la
ordenación de Dios y constituye una inicua invasión en la soberanía espiritual
de la Iglesia, que en virtud de la ley divina y por la naturaleza misma del
matrimonio cristiano a ella corresponde exclusivamente.
La ley civil debe reconocer
la validez o invalidez del matrimonio entre católicos según la Iglesia la haya
determinado, y las formalidades legales sólo deben ordenarse a que sean
atribuidos efectos civiles al matrimonio que coram Ecclesiae sea debidamente
celebrado.
Con esto no se pretende atribuir
al matrimonio católico una situación civil privilegiada, sino simplemente
reivindicar para los fieles el derecho a casarse siguiendo la obligada
disciplina de su religión, evitándose de esta suerte el hecho inexplicable de
que el Estado imponga a los ciudadanos una celebración nupcial a la que ellos
no atribuyen ningún valor, en virtud de un más alto imperativo espiritual.
El mismo principio de la
justa libertad de las conciencias obliga al legislador, obliga al Estado a
abandonar sus pretensiones secularizadoras del matrimonio. El matrimonio civil
y la legislación divorcista laica es una concepción estatista del matrimonio,
otro de los excesos de esa omnicompetencia del Estado, que tan funesta es para
la libre expansión de la personalidad humana y la dignidad de las instituciones
que no deben a él su existencia, ni sus fines, ni sus derechos esenciales.
Reivindicaciones
canónicas de la Iglesia
Frente a tales demasías, la
Iglesia no cesará de reivindicar, en un país católico como el nuestro, el
reconocimiento oficial de su competencia, el acuerdo de la legislación canónica
y civil y la supresión del divorcio, segura de que labora eficazmente por la
salud misma de la República, librándola de la depravación de las costumbres
públicas, impidiendo la inmerecida humillación de la mujer, expósita y víctima
segura de tales viciosas emancipaciones, enfrenando el culto de la carne, a que
conduce la práctica fácil y el deseo mórbido del divorcio, y ofreciéndole, en
cambio, por matrimonio cristiano una raza de ciudadanos que, animados de
sentimientos honestos y educados en el respeto y el amor de Dios, se
considerarán obligados a obedecer a los que justa y legítimamente imperan, a
amar a sus prójimos y a respetar todo derecho de sus conciudadanos.
Las
excelencias de las Ordenes religiosas
Muy afligido ha de mostrarse
nuestro ánimo cuando nos vemos obligados a lamentarnos gravemente de los
peligros que amenazan a las Congregaciones religiosas, que todo católico
considera como expresión social de su más elevado idealidad religiosa, que la
Iglesia mira como instituciones inseparables de su vida evangélica y de su
apostolado, y a las cuales la sociedad civil ha de agradecer ejemplos de virtud
incomparable, misericordias de heroica caridad, eficacias de sólida enseñanza y
de muy alta espiritual educación, bienes generosísimos de que han disfrutado
luengas generaciones y que son el más rico patrimonio moral de los hijos del
pueblo. No creemos, empero, no queremos creer que el Estado español llegue a
desconocer tales excelencias de las Ordenes religiosas, y las someta a una ley
que pueda ser triste recuerdo de despóticas legislaciones creadoras del llamado
delito de Congregación.
La
Compañía de Jesús
Amarguísimo y aflictivo
sobremanera se nos hace el referirnos a la subsistencia constitucional del
precepto que, según autorizadas declaraciones, se refiere directamente a la
Compañía de Jesús. No salimos de nuestro asombro de que haya podido sostenerse
tal iniquidad y de que persista el absurdo moral y jurídico de su motivación,
que si para la Compañía vuélvese gloriosa, para el Estado es humillante. De ser
válido el motivo alegado, implicaría la persecución radical de todo religioso y
de todo católico, porque el cuarto voto de los jesuitas, en lo que tenga de
realidad, sólo representa la perfección de aquella obediencia que todos los
católicos, y por disciplina más rigurosa los religiosos deben al Papa; y
significa, en todo caso, un ultraje al más alto poder espiritual del mundo, al
venerado e inerme Soberano de la institución ecuménica superior, y por
consiguiente no ligada por principios nacionales, a la sagrada autoridad del
Jerarca supremo de la Iglesia, cuya soberanía en el orden religioso es tan
legítima a lo menos como la del Estado en su esfera propia, y que no ha de
considerarse extraño a un país donde es reverenciado y obedecido por millones
de ciudadanos.
Inverosímil por su motivo
absurdo y antijurídico, la disolución de la Compañía de Jesús, como de
cualquier otra congregación, representa además una violación de derecho, una
ofensa a la Iglesia, una ingratitud del pueblo español y un daño considerable
para la vida civil de la República.
Contra
el Derecho internacional
Con tal medida sectaria se
atenta a las normas del Derecho internacional público declaradas Derecho
positivo español, son violadas las garantías individuales y políticas
proclamadas en la Constitución, que se derivan de la libertad de asociación y
de la igualdad de todos los españoles ante la Ley y es desconocido el derecho
elemental de no ser nadie castigado sin ser oído, ni sentenciado sin previa y
probada formación de causa, conforme a los trámites legales.
La Iglesia aparece atacada y
ofendida en una de sus instituciones más queridas y expresivas de su apostolado
intelectual y social, sin atención además al derecho innegable con que puede
reclamar de todo Estado que le sea respetada su plena personalidad jurídica y
libertad de actuación por medio de las instituciones inseparables de ella;
mucho más en este caso, porque la sola consideración del motivo alegado arguye
inexistencia de razón fundamental y de justificable inculpación.
Que la disolución de la
Compañía, creación del genio religioso y humano de un Santo español, sea una
ingratitud de nuestro pueblo representado por el Parlamento y el Gobierno, no
debe probarse ante su larga, fecunda y conocida actuación en pro de la cultura
superior y formación científica de la enseñanza en general, de los ministerios
sacerdotales y de toda suerte de obras e instituciones sociales, sin que pueda
omitirse su poderosa influencia en conservar y extender el espíritu y la
cultura españolas en todos los países hispanoamericanos.
A nadie, finalmente, ha de
ocultarse el daño que va a sufrir la República si con la disolución de la
Compañía quedan desatendidas las obras e instituciones que ella dirige,
incumplidos los fines de las donaciones con que tantas familias piadosas han
contribuido al establecimiento y vida de aquéllas, y ofendidos en su conciencia
de creyentes y carácter de ciudadanos los católicos españoles que sienten como
propia la injusticia con ella cometida y han de sufrir la ingrata
correspondencia con que la Constitución misma, estímulo y garantía de
convivencia civil, trata a beneméritos y amados compatriotas, dignos al menos
de todo respeto por su cooperación a la vida pública del Estado.
Protesta
y reprobación de la Constitución promulgada
Ante los excesos e injusticias
que en materia religiosa se contienen en la Constitución, de diversos lados, y
según los respectivos puntos de vista particulares, se han formulado críticas
severísimas y justificadas. Aun personalidades ecuánimes de significación
católica la han reputado agresiva y la tienen como una solución de venganza;
quien es hoy el más alto magistrado de la Nación, en su noble afán de volverla
justa y conciliadora, proclamó ante el Parlamento que no era la fórmula de la
democracia, ni el criterio de libertad, ni el dictado de la justicia. ¿Podían
callar los obispos, sobre quienes recae la responsabilidad de la misma Iglesia,
que habrá de sufrir los efectos de tales agravios, excesos e injusticias?
Queda, pues, manifestado el
juicio que nos merece la nueva situación legal creada a la Iglesia en España, y
a la cual no podemos prestar nuestra conformidad por lesiva de los derechos de
la Religión, que son los derechos de Dios y de las almas, atentatoria a los
principios fundamentales del derecho público, contradictoria con las propias
normas y garantías establecidas en la misma Constitución para todo ciudadano
libre y toda institución honesta, inmerecida e injusta en daño de la eficacia
social y de la independencia espiritual de una sociedad religiosa perfecta y
soberana en su orden, que, así como no aspira a entrometerse en la soberanía
propia del Estado, tiene derecho a ser respetada plenamente por él en su misión
propia y a ser reconocida como la primera e incomparable institución moral y
civilizadora de España.
Ni los derechos
internacionales del hombre y del ciudadano, que la conciencia jurídica del
mundo civilizado considera inviolables por los Estados, han sido aplicados a
los que profesan la religión católica, ni colectivamente a la Iglesia se le ha
concedido siquiera el trato de minoría religiosa que los tratados
internacionales otorgan aún a los grupos confesionales sin posible comparación
con lo que ha sido y es la Iglesia en nuestro país, a la cual pertenece la
mayoría de los españoles como religión única profesada por sus ciudadanos.
Derecho
a una reparación legislativa
Sea, por tanto, pública y
notoria la firme protesta y reprobación colectiva del Episcopado por el
atentado jurídico que contra la Iglesia significa la Constitución promulgada, y
reste proclamado su derecho imprescriptible a una reparación legislativa, por
la cual claman a una la justicia violada, la dignidad de la religión ofendida y
el bien general de la misma sociedad española, y que confiamos habrán de
procurar los propios gobernantes, aun para el prestigio del poder civil, la
convivencia libre y pacífica de todos los españoles y la progresiva
consolidación del régimen.
No es sólo nuestra conciencia
de obispos la que nos obliga a elevar esta protesta y formular estos votos en
bien de la Iglesia; nos impele también el nobilísimo deber de ciudadanos, cuyo
más grande amor, después del de Dios y de las almas, es el bien y la
prosperidad de la Patria.
Espíritu
y carácter de la actuación de los católicos
No sería perfecto el
cumplimiento de nuestra misión de obispos si nos limitásemos a la anterior
declaración, plenamente justificada y necesaria. Después de considerar los
hechos presentes a la faz de toda la nación y proclamar el juicio que nos
merecen, nos incumbe dirigir la mirada al interior de la Iglesia y señalar a
los fieles cuál deba ser el espíritu y el carácter de su actuación en roden a
las realidades y problemas que nos rodean.
Por ello, en forma precisa,
teniendo presentes, como es debido, las directivas pontificias, y
transmitiéndoos aún el propio acento de su auténtica palabra, atendiendo
inmediatamente a las exigencias del estado actual de cosas y a la más
congruente actuación con que los católicos han de tratarlo, venimos, amados
fieles e hijos en el Señor, a señalaros las siguientes normas y orientaciones
para regir vuestra conducta en lo porvenir.
Devoción
y obediencia al Papa
Todos los fieles pondrán
especial empeño en intensificar su mentalidad y conciencia cristiana a fin de
pensar y sentir acordes con la Iglesia jerárquica y obrar siempre según sus
mandatos y orientaciones. Aumentarán, por tanto, su devoción al Papa y le mostrarán
la obediencia pronta y cordial que le es debida como Vicario de Jesucristo,
centro de la unidad de la fe y del sacerdocio, autoridad suprema y legítima,
con potestad de jurisdicción ordinaria e inmediata sobre todas y cada una de
las diócesis y sobre todos y cada uno de los obispos y de los fieles. A tal fin
exhortamos a todos, asociaciones y particulares, a que se promueva el sólido
conocimiento y la amplia difusión de las enseñanzas pontificias, en especial de
las Encíclicas y Letras apostólicas del Papa León XIII, que constituyen como la
teología social de la Iglesia, y las del actual Pontífice, Pío XI,
singularmente las que versan sobre la educación cristiana de la juventud, el
matrimonio cristiano y la restauración del orden social, donde se contienen las
direcciones precisas y prácticas que mejor convienen al renacimiento católico
de España.
Concurso
leal a la vida civil y pública
Cuanto más difícil aparezca
la situación de la cosa pública en nuestro país, más habrán de redoblar los
fieles su celo y esfuerzo en defensa de la fe católica, y al mismo tiempo de la
patria, dos deberes fundamentales a cuyo cumplimento ninguno de ellos puede
sustraerse. En consecuencia, aportarán su leal concurso a la vida civil y
pública, con tanta más razón porque los católicos, por la virtualidad misma de
la doctrina que profesan, están obligados a cumplir tal deber con toda
integridad y conciencia; y aunque no puedan aprobar lo que haya actualmente de
censurable en las instituciones políticas, no deben dejar de coadyuvar a que
estas mismas instituciones, cuanto sea posible, sirvan para el verdadero y
legítimo bien público, proponiéndose infundir en todas las venas del Estado,
como savia salubérrima, la orientación y la virtud de la religión católica. Un
buen católico, en razón de la misma religión por él profesada, ha de ser el
mejor de los ciudadanos, fiel a su patria, lealmente sumiso, dentro de la
esfera de su jurisdicción, a la autoridad civil legítimamente establecida,
cualquiera que sea la forma de gobierno.
Acatamiento
y obediencia al Poder constituido
La Iglesia, custodio de la
más cierta y alta noción de la soberanía política, puesto que la hace derivar
de Dios, origen y fundamento de toda autoridad, jamás deja de inculcar el
acatamiento y obediencia debidos al Poder constituido, aun en los días en que
sus depositarios y representantes abusen del mismo en contra de ella,
privándose de esta suerte del más poderoso sostén de su autoridad y del medio
más eficaz para obtener del pueblo la obediencia a sus leyes. Con aquella
lealtad, pues, que corresponde a un cristiano, los católicos españoles acatarán
el poder civil en la forma con que de hecho existía y, dentro de la legalidad
constituida, practicarán todos los derechos y deberes del buen ciudadano. Una
distinción, empero, habrán de tener presente en su actuación: la importantísima
distinción que debe establecerse entre "poder constituido"; y
"legislación". Hasta tal punto esta distinción es obvia, que nadie
deja de ver cómo bajo un régimen cuya forma sea la más excelente, la
legislación puede ser detestable, y, al revés, bajo un régimen de forma muy
imperfecta puede darse una excelente legislación. La aceptación del primero no
implica, por tanto, de ningún modo la conformidad, menos aún la obediencia, a
la segunda en aquello que esté en oposición con la ley de Dios y de la Iglesia.
Pero las naciones son sanables; las legislaciones, perfectibles. Sin mengua,
pues, ni atenuación del respeto que al poder constituido se debe, todos los
católicos considerarán como un deber religioso y civil desplegar perseverante
actividad y usar de toda su influencia para contener los abusos progresivos de
la legislación y cambiar en bien las leyes injustas y nocivas dadas hasta el
presente, seguros de que obrando con rectitud y prudencia, darán con ello
pruebas de inteligente y esforzado amor a la patria, sin que nadie pueda con
razón acusarles de sombra de hostilidad hacia los poderes encargados de regir
la cosa pública.
Intensidad
de vida religiosa personal y colectiva
Dada la nueva situación legal
creada a la Iglesia en España, y por grandes que puedan ser las esperanzas
cifradas en la eficacia del movimiento reparador de la legislación, a que
precedentemente les hemos instado, no deben los católicos perder de vista la
realidad actual para situarse debidamente y sacar de ella, y a pesar de ella,
el mayor provecho. Es necesaria, como fundamento de toda otra actuación, la
mayor intensidad de vida religiosa, personal y colectiva, dentro de los templos
y fuera de ellos, en el culto, interno y externo, más digno y fervoroso que
hemos de dar a Dios, y en el apostolado más consciente y activo con que hemos
de reavivar las tradiciones religiosas y restaurar el espíritu cristiano en el
pueblo. Cuanto no sea esta obra primordial de actuar en profundidad la fe, el
sentimiento y el apostolado católicos en la cultura y la vida individual,
familiar y social, será edificar sin base y reincidir en métodos inadecuados.
Hemos de sostener la fuerza e independencia de la Iglesia, multiplicar su
ministerio espiritual en la sociedad, mostrarla cada día más pujante, viva y
apostólica, aun en bien de aquellos mismos que quisieran verla menguada y
proscrita de la vida pública de nuestra patria. Y ello no se logrará si el
mismo estado presente de cosas no se convierte desde luego en estímulo poderoso
para que todos, sacerdotes y fieles, robustezcamos nuestra mentalidad y nuestra
conciencia de católicos y alcancemos aquella renovación interior de idealismo
religioso y de elevación sobrenatural que en la santificación propia y en la
expiación paciente preparan las futuras energías con que ha de procurarse la
restauración cristiana de nuestra sociedad, recobrándonos de tantos sopores y
negligencias con que hartas veces se ha descuidado el ahogar el mal con la
abundancia del bien. Consecuencia inmediata de esta orientación ha de ser una
plena participación en el ejercicio de todos los deberes religiosos privados y
sociales, aportando cada uno el máximo concurso a la parroquia, al
sostenimiento económico del culto y clero, al fomento de la prensa católica, a
las asociaciones piadosas y de apostolado intelectual y social, a la recta
organización de los factores de producción y distribución de la riqueza, y
armónica y caritativa solución de los problemas entre los mismos existentes, a
la defensa de las Ordenes y Congregaciones religiosas, en especial las más
atacadas y perseguidas; en suma, a todos los fines y actividades de la Acción
Católica, que es la participación de los seglares en el mismo apostolado jerárquico
de la Iglesia.
Reivindicaciones
escolares
No obraría como buen católico
quien, en los actuales momentos, no colaborase en las reivindicaciones
escolares, que constituyen un punto capital del programa restaurador de la
legalidad española, para la defensa del derecho natural de los padres a escoger
y dirigir la educación de los hijos, del derecho de los mismos hijos a que la
formación religiosa y moral ocupe en su educación el primer lugar, del
consiguiente derecho de la Iglesia a educar religiosamente, sin trabas, a sus
fieles, aun en la escuela pública; de la justa libertad de enseñanza, sin la
cual aquellos derechos no podrían ser efectivos, y de la repartición escolar
proporcional que la justicia distributiva exige para que la escuela pública y
privada rivalicen noblemente en la elevación progresiva de la cultura popular.
Nunca los católicos se ocuparán lo bastante, aun a costa de los más grandes
sacrificios, en sostener y defender sus escuelas, así como en obtener leyes
justas en materia de enseñanza; sus éxitos en este orden serán su mayor gloria
y la mayor eficacia de sus actuaciones, como lo han sido de los católicos
belgas, que pueden servir de modelo en esta obra renovadora y constructiva.
Contra
la enseñanza laica
No menor esfuerzo han de
poner en combatir la enseñanza laica, trabajar por la modificación de las leyes
que la imponen y bajo ningún concepto contribuir voluntariamente a las
instituciones que en ella se inspiren o la promuevan. Así como procurando tener
escuela católica para sus hijos, aun creándola propia si es preciso y hay de
ello posibilidades, los católicos no realizan de ninguna manera obra de
partido, sino obra religiosa indispensable a la paz de su conciencia, ni se
proponen separar a sus hijos del cuerpo y del espíritu de su nación, sino al
contrario, darles la educación más perfecta y más capaz de contribuir a la
prosperidad del país, así también, oponiéndose a los avances de la escuela
laica, obra del Estado, impedirán la perturbación de la conciencia de muchos
que, sin desear aquélla, habrán de llevar a sus hijos a la escuela pública
descristianizadora, y contribuirán a evitar la segura desmoralización del
pueblo si progresare la escuela atea, en que, según la experiencia
contemporánea ha demostrado, se convierte siempre la escuela laica y neutra, a
despecho de lo que pregonan sus defensores. Y no hay que olvidar a este
propósito las instrucciones de la Sede Apostólica acerca de las cautelas que
han de poner en práctica los padres cuyos hijos se vean en la precisión de
frecuentar la escuela laica, informándose de los textos que en ella se usen y
de las doctrinas que en ella se enseñen, para exigir por todas las vías
posibles que por lo menos nada se les enseñe opuesto a la religión y a la sana
moral, substrayéndolos diligentemente a la influencia de otros alumnos que pudieran
pervertirlos, procurándoles fuera de la escuela una instrucción cristiana tanto
más sólida cuanto su fe corra en aquélla mayor peligro.
Validez
exclusiva del matrimonio canónico
Ningún católico medianamente
instruido tiene la menor duda acerca de la plena potestad de la Iglesia en el
matrimonio de los bautizados, cuya celebración, legislación y jurisdicción a
Ella sólo competen, sin merma ni dificultad de las atribuciones que en el orden
estrictamente civil corresponden legítimamente al Estado. Para evitar, no
obstante, cualquier confusión y ayudar a los menos ilustrados a tener ideas
claras sobre este punto, tan importante para la vida familiar y social, no se
olvide que para los católicos, el válido y legítimo matrimonio es sólo el
canónico y sacramental celebrado in facie Ecclesiae y por ésta regulado; a la
jurisdicción civil compete solamente regular los efectos meramente civiles del
matrimonio cristiano. Cualquiera imposición legal que pueda sobrevenir
estableciendo el llamado matrimonio civil obligatorio, será para los católicos
mera formalidad externa, sin eficacia intrínseca alguna en su pacto nupcial.
Los fieles sólo contraen matrimonio cuando el consentimiento nupcial se emite
ante la Iglesia en la forma por ésta establecida, no cuando se cumplen las
formalidades o ritos legales a los que el fuero civil obliga, aunque también
para ellos quiera darles carácter de verdadero matrimonio; tales formalidades,
empero, conviene no sean omitidas por los fieles, a fin de no provocar
conflictos innecesarios y de que no sean negados efectos civiles a sus nupcias.
Quienes, prescindiendo del matrimonio canónico, y sólo cumplidas las
formalidades legales, osaren vivir como cónyuges, faltarán gravísimamente a su
conciencia de católicos, quedando excluidos de los actos legítimos
eclesiásticos y privados de sepultura sagrada, si antes de morir no dieren
señales de penitencia. Sea igualmente indiscutido que el matrimonio cristiano
es en sí mismo de tal modo indisoluble, que no puede ser disuelto ni por el
consentimiento muto de las partes, ni por autoridad meramente humana, y que las
causas matrimoniales entre bautizados competen en derecho propio y exclusivo a
la jurisdicción eclesiástica. Es, por tanto, ilícito a los cónyuges católicos
acogerse a la ley del divorcio civil, si pidieren la disolución del vínculo a
fin de poder contraer nuevas nupcias; y, por modo general, los fieles han de
tener presente que en materia de tanta trascendencia corresponde a la
competente autoridad eclesiástica el determinar qué cooperación sea lícita o
ilícita respecto a las leyes civiles.
La
falsa prudencia y la presuntuosa temeridad
En la obra general de
reconquista religiosa que ha de ser el ideal totalitario de la actividad de los
católicos, apelarán éstos al concurso de todas las buenas energías y usarán de
las vías justas y legítimas a fin de reparar los daños ya sufridos y conjurar
el mayor de todos, que sería el oscurecerse y apagarse los esplendores de la fe
de los padres, única salvación de los males que en España amenazan al mismo
consorcio civil. A nadie le es lícito quedar inactivo, o dejar de emplear todos
los medios honestos, cuando la religión y el interés público están en peligro.
Dos escollos procurarán, empero, evitar cuidadosamente: la falsa prudencia y la
presuntuosa temeridad. Sería lo primero tener por inoportuno el resistir
abiertamente el ímpetu de los enemigos de la Iglesia por temor de que la
oposición los exaspere todavía más, o bien favorecerles indirectamente por
excesiva indulgencia o pernicioso disimulo. Es lo segundo, el falso celo, o
peor aún, una simulación desmentida por la conducta de muchos que arrogándose
una misión que no les compete pretenden subordinar la acción de la Iglesia a su
juicio y arbitrio, hasta el punto de tomar a mal y aceptar con repugnancia todo
lo que de otra manera se hace. Esto no es seguir a la autoridad legítima, sino
prevenirla y transferir a personas privadas las funciones de la magistratura
espiritual, con gran detrimento del orden perennemente establecido por Dios en
su Iglesia, no permitiendo a nadie que impunemente lo viole. El justo medio de
la recta actuación de los católicos ha de ser una docalidad efectiva a la
Jerarquía, unida al ánimo discreto, constante y esforzado, para no caer en
timidez desconfiada y perezosa o en presuntuosa temeridad.
La
Iglesia, ajena a partidos políticos
En el orden estrictamente
político, no se debe en manera alguna identificar ni confundir a la Iglesia con
ningún partido, ni utilizar el nombre de la Religión para patrocinar los
partidos políticos, ni subordinar los intereses católicos al propio triunfo del
partido respectivo, aunque sea con el pretexto de parecer éste el más apto para
la defensa religiosa. Es necesario superar la política, que divide, por la
Religión, que une. Lo bueno y honesto que hacen, dicen y sostienen las personas
que pertenecen a un partido político, cualquiera que éste sea, puede y debe ser
aprobado y apoyado por cuantos se precien de buenos católicos y buenos
ciudadanos. La abstención y la oposición a priori, son inconciliables con el
amor a la Religión y a la Patria. Cooperar con la propia conducta o con la
propia abstención a la ruina del orden social, con la esperanza de que nazca de
tal catástrofe una condición de cosas mejor, sería actitud reprobable que, por
sus fatales efectos, se reduciría casi a traición para con la Religión y la
Patria. Por lo demás, en los momentos trascendentales para el bien público, y
especialmente cuando grandes males afligen a la Iglesia o la amenazan, es un
deber ineludible de todos los católicos la unión, o por lo menos la acción
práctica común, sea cual fuere el partido a que pertenezcan, sacrificando las
opiniones privadas y las divisiones de partido, salvo la existencia de los
partidos mismos, cuya disolución por nadie se ha de pretender.
Deberes
de los católicos para con la Prensa
Todos los fieles juzgarán
como un deber especial suyo el de abstenerse, bajo grave responsabilidad de
conciencia, de leer la mala Prensa o de favorecer, directa o indirectamente, su
prestigio y divulgación, así como el de tener en alta estima y ayudar con todas
sus fuerzas y posibilidades al sostenimiento y difusión de las publicaciones
católicas, particularmente de la Prensa periódica que se inspire en los
principios de nuestra santa Religión y defienda rectamente los intereses de la
Iglesia y de la Patria. Jamás ha sido tan sentida esta necesidad como en los
actuales tiempos, en que urge afirmar y difundir la verdad cristiana, impedir
el contagio del error, defender a las instituciones católicas de prejuicios,
odios y perfidias, que la Prensa enemiga propaga inicuamente. Iluminar el
criterio y excitar el celo de los mismos para la comprensión, defensa y
servicio de la Iglesia en las difíciles circunstancias presentes.
Empero, no menos que este
deber imperioso que a todos incumbe, interesa la recta dirección y auténtico
espíritu cristiano de que han de estar informados los escritores dedicados a
tan alta y delicada misión, llena de graves responsabilidades. Dense en primer
lugar al diligente y perseverante estudio de la doctrina católica en sus
fuentes autorizadas, a su clara, persuasiva y serena exposición, a su objetiva
y prudente aplicación a las realidades contingentes. En la persuasión y defensa
de todo lo verdadero y justo, sea su norma indefectible el sostenimiento de los
derechos de la Iglesia, la suprema reverencia a la Sede Apostólica, la
fidelidad a las inspiraciones de la Jerarquía con respecto a la cual es deber
de todos los fieles, y particularmente de los escritores católicos, seguirla y
no precederla, obedecerla y no pretender criticarla o remolcarla
tendenciosamente, de tal modo que no puedan merecer el grave reproche de
desatender de hecho, por hábiles distinciones y subterfugios, su dirección, o
de interpretar a su manera los claros documentos por los cuales la autoridad
eclesiástica no haya aprobado su manera de obrar. No olviden que los derechos y
deberes nacidos de la caridad no son menos graves que los derechos y deberes
que nacen de la verdad; eviten, por tanto, los escritores católicos vanas o
injuriosas polémicas; absténganse de aplicar calificativos despectivos e
inconvenientes que hartas veces se usan para distinguir unos católicos de
otros, y no caigan en la temeraria ligereza, con el fin de sostener a un
partido político, de hacer sospechosa la ortodoxia de otros, por la sola razón
de pertenecer a bando distinto, como si la profesión de catolicismo estuviese
necesariamente unida a tal o cual partido político. Conviene evitar a apartarse
de todo lo que sea y parezca inmoderación, intemperancia y violencia de
lenguaje, como lo más opuesto a la concordia de los ánimos y a la eficacia de
la propaganda, puesto que para la defensa de los sagrados derechos de la
Iglesia y de la doctrina católica no son acres debates lo que hace falta, sino
la firme, ecuánime y mesurada exposición en que el peso de los argumentos, más
que la violencia y aspereza del estilo, da razón al escritor.
Espíritu
de concordia y dependencia de la jerarquía
Las anteriores normas y
direcciones sean escrupulosamente observadas por todos, y en particular por
quienes, en virtud de su ministerio, cargo o profesión, están en contacto más
directo con los fieles y tienen notable influencia en el movimiento católico,
debiendo ser los sacerdotes y religiosos los primeros en el eficacísimo
apostolado del buen ejemplo, y cuantos con la pluma o la palabra puede decirse
con toda verdad que ejercen misión de dirigir y mover las conciencias de los
católicos en estos momentos tan delicados para la vida de la Iglesia en España.
Más que nunca conviene defender la Religión y laborar por la Iglesia con
absoluta dejación de particulares miras y secundarios intereses, por encima y
al margen de la política, con amplio y abnegado espíritu de concordia y plena
dependencia de la Jerarquía. El movimiento católico ha de ser dirigido tal como
quiere la Iglesia y según las normas prácticas de sus legítimos y autorizados
representantes, que de él tienen la responsabilidad. Tal es la orientación de
la Acción Católica, acerca de cuya definitiva organización no tardará el
Episcopado en dar las correspondientes directivas. Apréstense desde luego los
fieles a imbuirse de aquella orientación, observando las presentes normas que,
de un lado, responden a la misma, y de otro, han de servir para facilitar el
desarrollo y eficacia ulteriores de la Acción Católica.
Fe,
caridad y perseverancia en el apostolado
Hemos de poner fin a esta
obligada declaración de criterios y de posiciones, en la cual todo espíritu
ecuánime ha de ver el cumplimiento de un ineludible deber y la clara voluntad
de contribuir, por nuestra parte, a la pacificación religiosa, política y social.
Séanos, empero, permitido hacer sentir a todos los españoles nuestros más
íntimos anhelos y recomendaciones, que salen de nuestro corazón de obispos y
patriotas.
Voces apasionadas claman
todavía por la prosecución de una guerra implacable a la Iglesia, con un afán
de exterminio que, cuando menos, es perturbador e irrealizable. Infundadas
acusaciones continúan sosteniendo el gesto receloso e irascible contra la
Jerarquía y los católicos, como si fuese cierto el supuesto de que aspiran a la
dominación política del Estado, o como si sus actitudes respondiesen de verdad
a la vieja inculpación de ser los cristianos ciudadanos facciosos y enemigos de
la cosa pública, de igual suerte que a nuestro adorable Redentor osaron
declararle enemigo del César y subversor del pueblo. Ni faltan hombres poco
avisados que creen resuelta la crisis religiosa, pensando que con preceptos
legales se ha amortizado a Dios y a la Religión en la vida española, y
declarando que el catolicismo les es simplemente indiferente.
Ortodoxia
civil de la Iglesia
Vanas y temerarias
recriminaciones e ilusiones. Después de nuestra colectiva declaración, nadie
puede negar con fundamento lo que cabe llamar la perfecta ortodoxia civil de
los propósitos y orientaciones de la Iglesia, que no mira egoístamente sólo por
ella y por sus intereses espirituales, sino muy eficazmente aún por el bien y
la prosperidad de la Nación, inseparables quiérase o no, del progreso y
estabilidad del orden religioso. No es culpa nuestra si en España queda en pie
una grave, honda protesta y reivindicación de libertad para los derechos e
independencia de la Iglesia, de cuya justa y eficaz solución son de esperar los
mayores beneficios para el mismo fortalecimiento y auge del régimen político.
En ninguna parte del mundo el catolicismo se toma como un hecho social
desatendible o como un problema de secta efímera. A ninguna potestad y ninguna
mente esclarecida es indiferente la trascendencia oral y la actual fecundidad
de la Iglesia Católica, que ha regido milenariamente la civilización humana, a la
que se mira en nuestros tiempos por doquier como la solución más coherente y
orientadora de la reacción espiritualista de la sociedad contemporánea, y en
cuya firmeza doctrinal e independencia afirmativa de actuación en la verdad y
en el bien confían innumerables hombres como en baluarte seguro del espíritu y
de la libertad humana frente a la barbarie materialista de las herejías
sociales invasoras y a los excesos de la opresión cesarista del nuevo
absolutismo del Estado. Menos indiferente ha de ser el Catolicismo a
gobernantes y ciudadanos españoles, porque si la historia de nuestra patria
revela de una manera incontrastable que él ha sido el elemento generador y
conservador de su grandeza moral, la experiencia ya asaz dura de las
dificultades presentes habría de demostrarles que la influencia religiosa es
necesaria para fortalecer los vínculos sociales y asentar en sólidos
fundamentos la paz espiritual y la consolidación progresiva del Estado.
Armonía
futura de la Iglesia y el Estado
Por ello no cejaremos los
Obispos de sostener los principios; y orientaciones expuestas, que sabemos
favorables para tan nobles eficacias religiosas y civiles, y de laborar
generosamente a fin de reparar los daños infligidos a nuestra sacrosanta
Religión, evitar en lo posible los que la amenazan todavía, y preparar días
mejores, en que Iglesia y Estado, de mutuo acuerdo, según corresponde a dos
sociedades perfectas y soberanas en su propia esfera, coordenadas por la
naturaleza que les dio Dios, autor de ambas, y por la necesidad de convivir
armónicamente en bien de unos mismos hombres, cuya perfección sobrenatural y
temporal les está respectivamente encomendada, renueven y alcancen la anhelada
inteligencia con que se pueda asegurar en plena paz y estabilidad la constitución
cristiana de nuestra patria en el orden legal y social. Mucho habrá de ayudar
al avance de tales anhelos el mayor conocimiento de la verdadera naturaleza y
actuación de la Iglesia, así como la ajena experiencia de cuán nocivas y
perturbadoras han sido las rupturas entre la Iglesia y el Estado, que después
de violencias apasionadas, daños considerables de todo orden y largos períodos
de arduas dificultades, han debido ser reparadas recomenzando por el diálogo
comprensivo, por el trato amistoso, que nunca se debiera haber interrumpido
para el logro de grandes bienes y en evitación de graves males. En España,
donde, a pesar de la situación a que se ha llegado, no se puede desconocer la
existencia de buenas voluntades, aun entre los mismos hombres de gobierno,
todavía se está en sazón de no desatender consejos y experiencias, que los
peligros que amenazan al mismo consorcio social acumulados por sus peores
enemigos, hacen todavía más preciosos y apremiantes.
La
persecución, bienaventuranza de los cristianos
Cualquiera, empero, que fuese
el porvenir que, por culpa de los hombres, el Señor nos tenga deparado,
vosotros los fieles hijos de la Iglesia, hijos muy amados nuestros, manteneos
firmes en la fe, constantes en la caridad, perseverantes en el apostolado. Nada
te turbe, nada te espante, decía la admirable y serenísima Teresa de Jesús;
quien a Dios tiene, nada le falta. También las aflicciones y la persecución por
causa de la justicia, son bienaventuranzas para los cristianos. Ni os portéis
jamás como quienes no tienen esperanza. Motivos de consuelo no nos faltan para
alentarla: en la misma previsión de días mejores que nos permite augurar el no
desmentido patriotismo de nuestros conciudadanos, en las nuestras de
fraternidad cristiana que hemos recibido de eminentes representaciones de los
católicos de todos los países y que de corazón agradecemos como estímulo de
fortaleza y augurio de victoria, y sobre todo en la protección del Señor, de la
Virgen y de los santos que son testimonio y honor de la religión de nuestro
pueblo.
Con tal estado de ánimo
fortalecidos, amados hijos en el Señor, renovad el cumplimiento fiel del deber
de cada instante, que es camino de perfección, y lanzaos a la nueva reconquista
religiosa que nos imponen las realidades presente: ahondamiento en la cultura
cristiana del espíritu, de la verdad y de la vida, recobramiento social de la
eficacia de la fe en nuestro pueblo. Para ello revestidos de Nuestro Señor
Jesucristo, imitad sus entrañas de misericordia y amad todavía más a vuestros
conciudadanos redoblando para nuestro pueblo la caridad de patria, que también
tiene forma de la sobrenatural y divina caridad.
Amor
a los hombres y a los pueblos
A los hombres y a los pueblos
les hemos de amar no por lo que sean, sino por lo que pueden, deben y merecen
ser ante la presencia de Dios. Y no con el desamor los ganaremos, no con
erguimiento sedicioso o violento reparan los cristianos los males que les
afligen; es la confianza en la supremacía y fecundidad, aun humanas, del
Espíritu, en la potencia de la fe y la caridad activas lo que alcanza, con
ayuda del Señor, la victoria. Nuestro adorable Salvador, que afirmó sus
derechos divinos sobre los hombres diciendo: "Quien no está conmigo está
contra Mí", no quería que sus discípulos pidiesen fuego del cielo sobre la
ciudad que no les había recibido, y reprendía su exclusivismo con aquellas
otras palabras, complemento y aclaración de las primeras: "Quien no está
contra vosotros, a favor de vosotros está" (Luc., IX, 50).
Con tal emoción perseverante
de caridad y de espiritual optimismo, poneos a la obra de apostolado a que os
estamos invitando, esforzadamente, generosamente, pacientemente. Y cualquiera
que fuesen las aflictivas circunstancias en que veamos sumergida a la Iglesia,
no temáis ni pretendáis ejercer la vindicta que sólo al Señor corresponde.
Recordad que la Iglesia vence el mal con el bien, que responde a la iniquidad
con la justicia, al ultraje con la mansedumbre, a los malos tratos con
beneficios, y que en definitiva también la ciencia cristiana del sufrir es un
poder de victoria: "Somos maldecidos y bendecidos, sufrimos persecución y
la soportamos, somos calumniados y oramos" (I Cor., IV, 12-13).
Invitación
a la paz cristiana
No podíamos, amados hijos en
el Señor, suscitar en vuestros ánimos tales sentimientos en días más propicios
a la santa dulcedumbre como estos en que toda la humanidad se prepara a sentir
la humilde y pacificadora alegría de Belén. Por toda la tierra pasa la emoción
íntima de los cánticos angélicos anunciadores de paz a los hombres de buena
voluntad; aun los espíritus menos inclinados a la suavidad se estremecen ante
la lumbre con que en las tinieblas de la noche resplandece el día eterno del
Señor que viene a nosotros para amarnos y redimirnos.
La gracia, la benignidad y el
amor de Dios nuestro Salvador, hácense visibles a todos los hombres, para
enseñarnos a vivir con templanza, justicia y piedad en este mundo, renunciando
a la impiedad y a las mundanales concupiscencias, en expectación de la
bienaventurada esperanza y el advenimiento glorioso del gran Dios y Salvador
nuestro Jesucristo, que se inmoló a sí mismo en bien nuestro para redimirnos de
toda iniquidad, y purificándonos, hacerse un pueblo todo suyo, seguidor de las
buenas obras.
Tal habla la Liturgia de
Navidad por boca del Apóstol. Sintamos todos la divina invitación a esta alta y
pacífica vida del espíritu cristiano, a esa perdurable tregua de Dios que
empezó para el mundo en la Nochebuena, comienzo bendito de la regeneración de
los individuos, de la familia y de los pueblos. En el recogimiento de la
oración pura, en el fervor paciente de la mortificación abnegada, en la efusión
de la caridad divina, que se aprenden adorando el Verbo de Dios hecho Hombre en
las humildades sobrenaturales del Natalicio del Señor, preparemos el
advenimiento de Dios en este pueblo que le espera a El, verdadero y único
Príncipe de paz perdurable.
Los Obispos de la Santa
Iglesia, bendiciendo a todas las familias españolas como prenda y augurio de
esta venturosa paz, para la cual son todos los anhelos y sacrificios de Pastor
de la grey cristiana, elevan al cielo fervorosamente con todos sus hijos la
oración sagrada que la Liturgia del día de hoy pone en los labios suplicantes
de la Iglesia: Moved vuestro poder y venid, os rogamos, Señor; y con gran
eficacia socorrednos a fin de que, mediante el auxilio de vuestra gracia,
vuestra misericordiosa piedad acelere lo que nuestros pecados retardan.
El Debate, 1 de enero de 1932
No hay comentarios:
Publicar un comentario