Recuperamos un texto de Enrique Clemente, escrito en el 2006, sobre el primer desfile de la victoria en Madrid del 19 de mayo de 1939. Un acto de demostración y advertencia de los vencedores.
Enrique Clemente / 2006
El llamado desfile de la Victoria que tuvo lugar en Madrid hoy hace 67 años fue una demostración de poder, de culto a la personalidad de Franco y una advertencia a los vencidos de que la Guerra Civil iba a tener una terrible continuación en la posguerra.
Caía una fina lluvia sobre la rebautizada avenida del Generalísimo de Madrid (antes, paseo de la Castellana). A las nueve menos cuarto de la mañana, con uniforme militar, camisa azul de la Falange y boina roja de los carlistas llegaba Franco a la alta tribuna desde donde iba a presidir el desfile de la Victoria. A su izquierda estaba el Gobierno en pleno uniformado, excepto el ministro de Justicia; el cardenal Gomá, primado de España, y el gran visir de Marruecos. A su derecha, los generales Varela, Queipo de Llano, Cervera y Kindelán, entre otros.
El locutor Fernando Fernández de Córdoba (el mismo que había leído el 1 de abril el famoso parte que ponía fin a la Guerra Civil, «cautivo y desarmado...») comenzaba su retransmisión para Radio Nacional recitando la Marcha triunfal de Rubén Darío.
Antes de que se iniciara la parada militar, el general Varela, único bilaureado del Ejército español, impuso al «invencible Caudillo» la máxima condecoración militar española, la Gran Cruz Laureada de San Fernando. Tras de lo cual dio comienzo en el Madrid «reconquistado a los enemigos de España» ¿cómo decía la prensa? un impresionante desfile, encabezado por el jefe del Ejército del Centro, general Saliquet. Alcanzó veinticinco kilómetros de longitud, duró cinco horas, participaron 120.000 soldados y asistieron medio millón de madrileños.
Los que primero partieron fueron los Carabinieri, seguidos de un batallón de camisas negras italianos con sus dagas levantadas en saludo romano. El desfile lo cerró la Legión Cóndor, a cuyo frente estaba el general Von Richthofen. Es decir, los representantes de las dos potencias que contribuyeron decisivamente al triunfo franquista.
Desfilaron tropas regulares españolas, falangistas, requetés que portaban grandes crucifijos, legionarios y mercenarios marroquíes. Todos ellos llevaban banderas acribilladas durante la Guerra Civil. Curiosamente marchó también una milicia de caballería de señoritos andaluces montados en los caballos en los que solían jugar al polo y en sus costosos corceles árabes. En el cielo una formación de biplanos dibujaba en el aire «Viva Franco» y otro aeroplano escribía con humo el nombre del Caudillo.
«El desfile (relataba el inventor del fascismo español, Giménez Caballero, en Arriba) ha sido un milagro. Milagro que sólo tiene un nombre: ¡Franco, Franco, Franco!».
Concluida la parada militar, se hizo el silencio cuando Fernández de Córdoba anunció: «Españoles, habla el Caudillo». Franco pronunciaba su primer discurso a los madrileños y advertía de lo que iba a venir: «Terminó el frente de la guerra, pero sigue la lucha en otro campo. La victoria se malograría si no continuásemos con la tensión y la inquietud de los días heroicos, si dejásemos libertad de acción a los eternos disidentes, a los rencorosos, a los egoístas, a los defensores de la economía liberal». Acabada la guerra, no llegó la paz, sino una terrible represión.
El dictador fue aclamado durante el trayecto que le condujo en coche descubierto hasta el palacio de Oriente, donde se celebró un almuerzo. Al día siguiente, recibía la bendición de la Iglesia. El Caudillo entró en la iglesia de Santa Bárbara bajo palio, trato que estaba reservado al Santísimo Sacramento y a los reyes. El momento culminante se produjo cuando depositó su espada victoriosa ante el Cristo de Lepanto traído de Barcelona.
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