Las causas de la guerra y de la revolución que han
asolado a España durante treinta y dos meses, son de dos órdenes: de política
interior española, de política internacional. Ambas series se sostienen
mutuamente, de suerte que faltando una, la otra no habría sido bastante para
desencadenar tanta calamidad. Sin el hecho interno español del alzamiento de
julio de 1936, la acción de las potencias totalitarias, que ha convertido el
conflicto de España en un problema internacional, no habría tenido ocasión de producirse,
ni materia donde clavar la garra. Sin el auxilio previamente concertado de
aquellas potencias, la rebelión y la guerra civil subsiguiente no se habrían
producido.
Es lógico comenzar por la situación política de España
este rápido examen, que no se dirige a atacar a nadie ni a defender nada, sino
a proveer de elementos de juicio al público extranjero, aturdido por la
propaganda.
Desde julio del 36, la propaganda, arma de guerra
equivalente a los gases tóxicos, hizo saber al mundo que el alzamiento militar
tenía por objeto: reprimir la anarquía, salir al paso a una inminente
revolución comunista y librar a España del dominio de Moscú, defender la
civilización cristiana en el occidente de Europa, restaurar la religión
perseguida, consolidar la unidad nacional.
A estos temas, no tardaron en agregarse otros dos:
realizar en España una revolución nacional-sindicalista, crear un nuevo imperio
español.
¿Cuáles eran, desde el punto de vista de la evolución
política de mi país, y confrontados con la obra de la República, el origen y el
valor de esos temas?
Sería erróneo representarse el movimiento de julio del
36 como una resolución desesperada que una parte del país adoptó ante un riesgo
inminente.
Los complots contra la República son casi coetáneos de
la instauración del régimen. El más notable salió a luz el 10 de agosto de
1932, con la sublevación de la guarnición de Sevilla y parte de la de Madrid.
Detrás estaban, aunque en la sombra, las mismas fuerzas sociales y políticas
que han preparado y sostenido el movimiento de julio del 36.
Pero en aquella fecha, no se había puesto en
circulación el slogan del peligro comunista.
La instalación de la República, nacida pacíficamente
de unas elecciones municipales, en abril de 1931, sorprendió, no solamente a la
corona y los valedores del régimen monárquico, sino a buen número de
republicanos.
Los asaltos a viva fuerza contra el nuevo régimen no
empezaron antes, porque sus enemigos necesitaron algún tiempo para reponerse
del estupor y organizarse. El régimen monárquico se hundió por sus propias
faltas, más que por el empuje de sus enemigos.
La más grave de todas fue la de unir su suerte a la
dictadura militar del general Primo de Rivera, instaurada en 1923 con la
aprobación del rey. Siete años de opresión, despertaron el sentimiento político
de los españoles.
En abril del 31, la inmensa mayoría era
antimonárquica. La explosión del sufragio universal en esa fecha, más que un
voto totalmente republicana, era un voto contra el rey y los dictadores. Pero
la República era la consecuencia necesaria.
El nuevo régimen se instauró sin causar víctimas ni
daños. Una alegría desbordante inundó todo el país. La República venía
realmente a dar forma a las aspiraciones que desde los comienzos del siglo
trabajaban el espíritu público, a satisfacer las exigencias más urgentes del
pueblo.
Pero el pueblo, excesivamente contento de su triunfo,
no veía las dificultades del camino. En realidad, eran inmensas. Las
dificultades provenían del fondo mismo de la estructura social española y de su
historia política en el último siglo.
La sociedad española ofrecía los contrastes más
violentos. En ciertos núcleos urbanos, un nivel de vida alto, adaptado a todos
los usos de la civilización contemporánea, y a los pocos kilómetros, aldeas que
parecen detenidas en el siglo XV.
Casi a la vista de los palacios de Madrid, los
albergues miserables de la montaña. Una corriente vigorosa de libertad
intelectual, que en materia de religión se traducía en indiferencia y
agnosticismo, junto a demostraciones públicas de fanatismo y superstición, muy
distantes del puro sentimiento religioso.
Provincias del noroeste donde la tierra está
desmenuzada en pedacitos que no bastan a mantener al cultivador; provincias del
sur y del oeste, donde el propietario de 14.000 hectáreas detenta en una sola
mano todo el territorio de un pueblo. En las grandes ciudades y en las cuencas
fabriles, un proletariado industrial bien encuadrado y defendido por los
sindicatos; en Andalucía y Extremadura, un proletariado rural que no había
saciado el hambre, propicio al anarquismo.
La clase media no había realizado a fondo, durante el
siglo XIX, la revolución liberal.
Expropió las tierras de la Iglesia, fundó el régimen
parlamentario. El atraso de la instrucción popular, y su consecuencia, la
indiferencia por los asuntos públicos, dejaban sin base sólida al sistema. La
industria, la banca y, en general, la riqueza mobiliaria, resultante del
espíritu de empresa, se desarrollaron poco. España siguió siendo un país rural,
gobernado por unos cientos de familias.
Aunque la Constitución limitaba teóricamente los poderes
de la corona, el rey, en buen acuerdo con la Iglesia, reconciliada con la
dinastía por la política de León XIII, y apoyado en el ejército, conservaba un
predominio decisivo a través de unos partidos pendientes de la voluntad regia.
La institución parlamentaria era poco más que una
ficción. Las clases mismas estaban internamente divididas. La porción más
adelantada del proletariado formaba dos bandos irreconciliables. La Unión
General de Trabajadores (UGT), inspirada y dirigida por el partido socialista
(SEIO), se distinguía por su moderación, su disciplina, su concepto de la
responsabilidad. Colaboraba en los organismos oficiales (incluso durante la
dictadura de Primo de Rivera), aceptaba la legislación social.
La organización rival, Confederación Nacional del
Trabajo (CNT), abrigaba en su seno a la Federación Anarquista Ibérica (FAI),
rehusaba toda participación en los asuntos políticos, repudiaba la legislación
social, sus miembros no votaban en las elecciones, practicaba la violencia, el
sabotaje, la huelga revolucionaria.
Las luchas entre la UGT y la CNT, eran durísimas, a
veces sangrientas. Por su parte, la clase media, en que el republicanismo
liberal reclutaba los más de sus adeptos, también se dividía en bandos, por dos
motivos: el religioso y el social. Muchos veían con horror todo intento de
laicismo del Estado. A otros, cualquier concesión a las reivindicaciones del
proletariado, les infundía miedo, como un comienzo de revolución. En realidad,
esta discordia interna de la clase media y, en general, de la burguesía, es el
origen de la guerra civil.
La República heredó también de la monarquía el
problema de las autonomías regionales. Sobre todo la cuestión catalana venía
siendo, desde hacía treinta años, una perturbación constante en la vida
política española.
El primer Parlamento y los primeros gobiernos
republicanos tenían que contemporizar entre esas fuerzas heterogéneas,
habitualmente divergentes, acordes por un momento en el interés común de
establecer la República.
Una República socialista era imposible. Las tres
cuartas partes del país la habrían rechazado.
Tampoco era posible una República cerradamente
burguesa, como lo fue bastantes años la Tercera República en Francia.
No era posible, 1°: porque la burguesía liberal
española no tenía fuerza bastante para implantar por sí sola el nuevo régimen y
defenderlo contra los ataques conjugados de la extrema derecha y de la extrema
izquierda; 2°: porque no habría sido justo ni útil que el proletariado español,
en su conjunto, se hallase, bajo la República, en iguales condiciones que bajo
la monarquía.
En la evolución política española, la República
representaba la posibilidad de transformar el Estado sin someter al país a los
estragos de una conmoción violenta. El primer presidente del gobierno
provisional de la República, monárquico hasta dos años antes, jefe del partido
republicano de la derecha, y católico, formó el ministerio con republicanos de
todos los matices y tres ministros socialistas.
La colaboración socialista, indispensable en los
primeros tiempos del régimen, a quien primero perjudicó fue al mismo partido,
en cuyas filas abrieron brecha los ataques de los extremistas revolucionarios y
de los comunistas.
La obra legislativa y de gobierno de la República,
arrancó de los principios clásicos de la democracia liberal: sufragio universal,
Parlamento, elegibilidad de todos los poderes, libertad de conciencia y de
cultos, abolición de tribunales y jurisdicciones privilegiados, etcétera.
En las cuestiones económicas era imposible (con
socialistas y sin socialistas) atenerse al liberalismo tradicional. Las
dificultades más graves que en este orden encontraron los gobiernos de la
República, provenían de la crisis mundial.
Los siete años de la dictadura de Primo de Rivera,
coincidieron con los más prósperos de la posguerra. La República advino en
plena crisis. Paralización de los negocios, barreras aduaneras, restricción del
comercio exterior. La política de contingentes fue un golpe terrible para la
exportación española.
Bastantes explotaciones mineras se cerraron. Otras,
como la de carbón, vivían en quiebra. La industria del hierro y del acero,
aunque modestas, se habían equipado bien durante la guerra europea, pero ya no
tenían apenas otro cliente que el Estado.
Los ferrocarriles, en déficit crónico, vinieron a
peor, no sólo por la competencia del transporte automóvil, sino por la
decadencia general del tráfico.
La industria de la construcción, la más importante de
Madrid, llegó a una paralización casi total.
Éstas fueron, y no los complots monárquicos ni los
motines anarquistas, las formidables dificultades que le salieron al paso a la
República naciente, y comprometieron su buen éxito. Ninguna propaganda mejor
que la prosperidad.
Para un régimen recién instalado, y ya combatido en el
terreno político, la crisis económica podía ser mortal. El Estado tuvo que
intervenir, si no para encontrar remedio definitivo, que no estaba a su alcance
mientras la crisis azotara a los pueblos más poderosos, para acudir a lo muy
urgente. Todas las intervenciones del Estado en los conflictos de la economía
eran mal miradas, considerándolas como los avances de un estatismo amenazador.
En las cuestiones del trabajo (huelgas, salarios,
duración de la jornada, etcétera), el Estado español, antes de la República,
había ya abandonado, tímidamente, la política de abstenerse, de dejar hacer. La
República, como era su deber, acentuó la acción del Estado. Acción inaplazable
en cuanto a los obreros campesinos. El paro, que afectaba a todas las
industrias españolas, era enorme, crónico, en la explotación de la tierra.
Cuantos conocen algo de la economía española saben que
la explotación lucrativa de las grandes propiedades rurales se basaba en los
jornales mínimos y en el paro periódico durante cuatro o cinco meses del año,
en los cuales el bracero campesino no trabaja ni come.
Con socialistas ni sin socialistas, ningún régimen que
atienda al deber de procurar a sus súbditos unas condiciones de vida medianamente
humanas, podía dejar las cosas en la situación que las halló la República.
Sus disposiciones provisionales, mientras se
implantaba la reforma agraria, fueron las más discutidas, las más enojosas, las
que suscitaron contra el régimen mayores protestas.
De otra manera influyó también la crisis mundial en
nuestros conflictos del trabajo: las repúblicas americanas no admitían más
inmigrantes españoles. Pasaban de cien mil los que cada año buscaban trabajo en
América. Hubo, pues, que contar por añadidura con ese excedente, que ya no
absorbía la emigración.
Cuando la República sostenía una política de jornales
altos, afluían más que nunca al mercado del trabajo brazos ociosos. La
República no aceptó la implantación del subsidio al paro forzoso, entre otras
razones, porque el Tesoro no habría podido soportarlo. Se prefirió impulsar
grandes obras públicas, y favorecer la construcción con desgravaciones y otras
ventajas.
Las reformas políticas de la República satisfacían a
los burgueses liberales, interesaban poco a los proletarios, enemistaban con la
República a la burguesía conservadora. Las reformas sociales, por moderadas que
fuesen, irritaban a los capitalistas.
Las realizaciones principales de la República (reforma
agraria, separación de la Iglesia y el Estado, ley de divorcio, autonomía de
Cataluña, disminución de la oficialidad en el ejército, etcétera), suscitaron,
como es normal, gran oposición.
También fue rudamente combatida la fundación de
millares de escuelas y de un centenar de establecimientos de segunda enseñanza,
porque la instrucción era neutra en lo religioso.
El Parlamento y los gobiernos que emprendieron esa
obra no se sorprendían porque hubiese contra ellos una fuerte oposición.
Salidos del sufragio universal, persuadidos de que la
política de un país civilizado debe hacerse con razones y con votos, merced al
libre juego de las opiniones, triunfante hoy una, mañana otra, creyeron siempre
que el mejor servicio que podían prestar a su país era el de habituarlo al
funcionamiento normal de la democracia.
Una gran porción del partido socialista, en sus
representaciones más altas, coincidía en eso con los republicanos. Las mejores
cabezas del socialismo, imbuidas de espíritu humanístico y liberal, querían
continuar la tradición democrática de su partido. Esta disposición era
medianamente comprendida por sus masas. En el partido mismo llegó a formarse un
núcleo extremista, cuya consigna fue: Los proletarios no pueden esperar nada de
la República.
Por su parte, las extremas derechas hacían propaganda
demagógica, y prestaban a los métodos democráticos una adhesión condicional. Se
resistían también a reconocer el régimen republicano, pero aspiraban a
gobernarlo, como en efecto lo gobernaron desde 1934.
El carácter español convirtió en una tempestad de
pasiones violentísima lo que, en sus propios términos, era un problema político
no tan nuevo que no se hubiese visto ya en otras partes, ni tan difícil que no
pudiera ser dominado.
Lo que debió ser una evolución normal, marcada por
avances y retrocesos, se convirtió desde 1934, con dolor y estupor de los
republicanos y de aquella porción del socialismo a que he aludido antes, en una
carrera ciega hacia la catástrofe.
Los republicanos llamados radicales, se aliaron
electoralmente con las extremas derechas. Los republicanos de izquierda y los
socialistas fueron derrotados. Un Parlamento de derechas deshizo cuanto pudo de
la obra de la República. Derogó la reforma agraria, amnistió y repuso en sus
mandos a los militares sublevados el 10 de agosto de 1932, restableció en los
campos los jornales de hambre, persiguió todo lo que significaba
republicanismo.
Había amenazas de un golpe de Estado, dado desde el
poder por las derechas, y amenazas de insurrección de las masas proletarias.
Huelga de campesinos en mayo del 34. Conflicto con Cataluña. Entrega del poder
(octubre 1934) a los grupos de la derecha que no habían aceptado lealmente la
República. Decisión gravísima, llena de peligros. Réplica: insurrección
proletaria en Asturias, e insurrección del gobierno catalán. Errores mucho más
graves aún, e irreparables. El gobierno no se contentó con sofocar las dos
insurrecciones.
Realizada una represión atroz, suprimió la autonomía
de Cataluña y metió en la cárcel a treinta mil personas.
Era el prólogo de la guerra civil.
Del aluvión electoral de febrero de 1936, que produjo
una mayoría de republicanos y socialistas, salió un gobierno de republicanos
burgueses, sin participación socialista. Su programa, sumamente moderado, se
publicó antes de las elecciones.
El gobierno pronunció palabras de paz, no tomó
represalias por las persecuciones sufridas, se esforzó en restablecer la vida
normal de la democracia. Los dislates cometidos desde 1934, daban ahora sus
frutos. Extremas derechas y extremas izquierdas se hacían ya la guerra.
Ardieron algunas iglesias, ardieron Casas del pueblo. Cayeron asesinadas
algunas personas conocidas por su republicanismo y otras de los partidos de
derecha. La Falange lanzaba públicas apelaciones a la violencia.
Otro tanto hacían algunos grupos obreros. La
organización militar clandestina que funcionaba por lo menos desde dos años
antes, y los grupos políticos que se habían procurado el concurso de Italia y
Alemania, comenzaron el alzamiento en julio.
Lo que esperaban golpe rápido, que en 48 horas les
diese el dominio del país, se convirtió en guerra civil, en la que
inmediatamente se insertó la intervención extranjera.
Manuel Azaña,
Causas de La Guerra de España
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