El primer decreto que emitió el gobierno
de Azaña fue para subir el sueldo a maestros de escuela y profesores de segunda
enseñanza.
Manuel Vicent - El País - 17 Agosto 2013
Año 1947. Aquel niño, Luis, de 11 años, que
en la posguerra cantaba el Cara al sol brazo en alto en el
patio de la escuela rural y luego recitaba a coro la tabla de multiplicar,
ignoraba que ese maestro que ahora iba de acá para allá con el guardapolvo
color mostaza repartiendo coscorrones había sustituido a otro maestro, que fue
fusilado. En el pueblo su nombre aun se pronunciaba con miedo en voz baja.
Al finalizar la guerra civil los maestros de escuela,
los profesores de instituto y los catedráticos de universidad, que impartieron
de buen grado la enseñanza laica según el ideario de la República, habían
sufrido una represión inmisericorde. A unos los pasaron por las armas, otros
fueron aventados al exilio y el resto se quedó en la calle sin oficio ni
beneficio a merced de su hambre. Durante la República el Ministerio de
Instrucción Pública se había convertido en un campo de batalla entre el derecho
a una enseñanza libre, racional y gratuita y los privilegios en la educación
que la oligarquía compartía con la Iglesia Católica. El primer decreto que
emitió el gobierno de Azaña fue para subir el sueldo a maestros de escuela y
profesores de segunda enseñanza.
Aquel maestro republicano cuyo nombre se pronunciaba
en voz baja fue detenido al terminar la guerra y durante un tiempo permaneció
hacinado con otros presos en un almacén de frutas convertido en cárcel. Una de
sus hijas le llevaba ropa limpia y alimentos todos los días, hasta que una
mañana un guardia le dijo: “Ya no es necesario que vengas más”. El maestro
había sido fusilado en el barranco Carraixet, en medio de huerta, esa
madrugada.
Ahora en la escuela del pueblo Luis era instruido en
los valores patrióticos de los vencedores y su cerebro se consideraba propiedad
exclusiva de la Iglesia a la hora de inocularle el dogma y la moral. Era hijo
de una familia humilde de la huerta valenciana y estaba destinado a ser un
jornalero honrado. Pero tuvo mucha suerte. Uno de aquellos profesores de
universidad que había sido depurado se cruzó por azar en su vida y al darse
cuenta del talento del niño, convenció a los padres de que su hijo tenía que estudiar
y él mismo se ofreció a darle clase de forma altruista para prepararle el
examen de ingreso en el bachillerato. “¿Por qué hace eso?”, le preguntaron los
padres. “Porque hubo un maestro que hizo lo mismo conmigo. Yo también era un
niño pobre y la universidad estaba reservada solo para los hijos de los ricos.
Tal vez su hijo tendrá más suerte que yo”, les contestó el profesor
represaliado.
Durante años Luis fue en bicicleta sobre la escarcha,
bajo la lluvia y la ventisca o el sol tórrido, por los caminos de la huerta
hasta la casa de su profesor en Valencia, que malvivía dando clases
particulares. Los padres del niño le pagaban como podían. Cada semana le
mandaban una docena de huevos y algunas hortalizas, tomates, pimientos, judías,
berenjenas. Era cuanto tenían. En el trayecto el niño a veces detenía la
bicicleta ante la barrera de un paso a nivel y veía pasar el tren eléctrico,
que iba a la playa de la Malvarrosa. Era un sacrificio necesario, pero otros
niños superdotados no tuvieron esa oportunidad. El profesor cada año lo
acompañó al examen de final de curso en el instituto Luis Vives hasta que
aprobó con premio extraordinario el examen de estado.
El joven bachiller estudió ciencias y tuvo que seguir
sacando matrículas de honor en la universidad porque era la única forma de
matricularse sin pagar las tasas. Años después, cuando el joven destinado a ser
jornalero obtuvo la cátedra de Ciencias Exactas, en la lección magistral, que
dio en el aula magna, citó con honor el nombre de aquel profesor que acababa de
morir sin haber sido rehabilitado. También recordó a sus compañeros de escuela,
tan despiertos y ávidos de aprender, que ahora eran jornaleros.
Año 2013. En los años ochenta del siglo pasado
comenzaron a crearse institutos y universidades. En la huerta que el niño
atravesaba camino de Valencia para recibir la clase particular se levantó la
Politécnica, entre cultivos de hortalizas. En España se había establecido un
sistema general de becas. Hijos de campesinos, de obreros, de taxistas, de
pequeños tenderos pudieron ser ingenieros, abogados, científicos, economistas,
informáticos. La premonición de aquel profesor depurado se había cumplido, pero
él ya no pudo verlo.
Ahora aquel niño es un catedrático jubilado que
contempla con espanto de qué forma inexorable vuelven los antiguos fantasmas.
Los privilegios en la enseñanza, la carrera de obstáculos insalvables para los
estudiantes sin recursos despiertan en él un desasosiego que le fuerza a
sumarse a la cólera de los jóvenes, a movilizarse detrás de las pancartas, a
unirse con otros profesores en la lucha por el derecho inalienable a estudiar
hasta donde llegue el talento y el esfuerzo frente a la vieja caspa elitista de
una derecha empeñada de arrojar cerebros a la basura, siempre que no sean de los
suyos.
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