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720. Genocidio




“Antes de que la Iglesia bendijera esa guerra, los militares ya habían hecho probar el hierro de su espada a miles de ciudadanos. Nadie conocía mejor que ellos lo útil que podía ser el terror para paralizar las posibles resistencias y eliminar a sus oponentes. Muchos de ellos se habían forjado en las guerras coloniales, escenarios idóneos para el desprecio por los valores humanitarios y las virtudes cívicas, para educarse en el culto a la violencia. La violencia premeditada antes del golpe, durante la conspiración, se quedó pequeña en julio de 1936. Comenzaron sembrando el terror desde el primer día, intimidando, matando, aplastando las resistencias.

Más no eran únicamente los militares sublevados los que consideraban ilegítima a la República. A esa política de exterminio que ellos inauguraron se adhirieron con fervor sectores  conservadores, terratenientes, burgueses, propietarios, “hombres de bien”, que se distanciaron definitivamente de su orden mediante la ley porque “rota la paz social”,  ya era imposible, como no se cansaron de repetir durante la primavera de 1936.

Los signos de esa acción conjunta de militares y patronos fueron inequívocos desde el primer momento de la sublevación. El 19 de julio de 1936 (día siguiente al de comienzo de la Guerra Cívil), el general Miguel Cabanellas ordenaba en Zaragoza la militarización de todo el personal de las compañías ferroviarias. El 20, publicaba un bando que anunciaba severas medidas para los que secundaran la huelga, y permitía a los patronos rescindir el contrato de los huelguistas. Ese mismo día, en Córdoba, el coronel Ciriaco Cascajo recordaba a los dueños de los talleres, fábricas y comercios que estaban obligados a dar cuenta de la relación de trabajadores o empleados de sus casas que no se han presentado hoy al trabajo, con nombres y apellidos de los mismos.” Aquellos dueños o encargados que no lo hagan, serán pasados por las armas antes de las seis de la mañana”.

Advirtió el general Gonzalo Queipo de Llano en Sevilla: “Serán juzgados en juicio sumarísimo y pasados por las armas los directivos de los sindicatos cuyas organizaciones vayan  a la huelga o no se reintegren al trabajo”.

Los pasaron por las armas, efectivamente, pero sin garantías judiciales. Sus cadáveres aparecieron, expuestos al ardiente sol del verano, en calles y descampados, en las tapias de los cementerios, en los extramuros. Cientos de militantes de la UGT y la CNT fueron liquidados en esos primeros días en Sevilla y Zaragoza.

Ese terror se propagó también como la pólvora en ciudades alejadas del frente de guerra, de posibles ataques y ofensivas. Intenso fue en Valladolid, Zamora, Galicia, Navarra o las áreas rurales del oeste de Aragón. El terror subió todavía más de tono en las ciudades conquistadas por los sublevados tras haber permanecido unos días en poder de las autoridades republicanas. En estos casos, el castigo fue durísimo como lo atestigua el ejemplo de Huelva. Lo que ocurrió en la provincia andaluza fue un auténtico genocidio. Los militares sublevados emplearon agosto y la primera mitad de septiembre en ocuparla. En ese corto espacio de tiempo y en los dos meses siguientes acabaron con la vida de 2.296 personas.

Los primeros en caer fueron las autoridades políticas, ilustres republicanos y dirigentes políticos y sindicales. Los cuatros gobernadores civiles de las provincias gallegas fueron asesinados. El de La Coruña, Francisco Pérez Carballo, tenía sólo 25 años.

Lo de Huesca merece una mención especial. Cerca de un centenar de personas fueron fusiladas en los primeros días acusadas de masones, cuando en esa ciudad los afiliados a la Masonería no llegaban a la docena, todos pertenecientes al Triángulo Joaquín Costa.

En La Rioja, una provincia controlada desde el principio por los sublevados sin demasiadas resistencias, la cacería dejó más de 2.000 muertos, la mayoría en 1936 y resultado de “sacas” y “paseos”, con sólo 5 personas juzgadas ese año por consejos de guerra.

Mientras los “paseos” se enseñorearon de ese ambiente terrorífico, cualquier lugar era bueno para matar y abandonar los cadáveres. En Cáceres resultó muy frecuente tirarlos al río “atados de pies y manos”. Famoso se hizo el puente de Alconétar sobre el Tajo, en la carretera de la capital a Plasencia, donde aparecían cada mañana cadáveres flotando que nunca fueron registrados.

Militares que dejaban su huella sangrienta los hubo en casi todas las ciudades, desde el llamado “Don Bruno” en Córdoba a Joaquín Moral en Burgos, o el capitán Manuel Díaz Criado en Sevilla, quién según testimonios, para acallar su conciencia estaba siempre borracho".


Julián Casanova
”Limpiar España de elementos indeseables”: la violencia al servicio del orden". (Extracto)
Víctimas de la Guerra Civil, II Libro (Temas de Hoy, 1999)










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