Ramón María del Valle-Inclán
28 de octubre de 1866 – 5 de enero de 1936
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En el café
La definitiva iconografía de D. Ramón del Valle Inclán
ha de hacerla un pintor sobrehumanizado: Solana.
Caído en el diván... Caído, sí, con la elegancia
sobria de una vitela miniada. En cruz, espiritualmente, sobre el «peluche» de
los divanes. Santón de la burla, «dandy» del arroyo, gran «romancista» de lo
muy rojo y de lo muy negro.
Una banda flameante escribirá en lo alto -cielo de
humo de mal tabaco, turbio de toses y de murmuraciones- el glorioso timbre de
empresas: «ilustre escritor y extravagantes ciudadano».
El mote lo es de mastín. Recogido gallardamente de
boca de un cachicán con espuelas, castizo conductor de corderos.
Esta noche, como otras, como siempre, D. Ramón, en su
café, se ordeñará a la vista del público su barba impertinente.
¡Buen adjetivo que rezuma pimienta del Arcipreste!
¡Parábola malabar de los caballeritos de la España buena!: ¡Los que sabían
latín y francés cuando escribían español!
¡Zumbas del perpetuo antruejo de Larra!: España sigue
disfrazada de destrozona. Y...
Don Ramón comparece. La barba, la capa, los
quevedos... una visión de azufre. Trae el aire jocundo de los esqueletos que
disfrutan permiso para salir de noche... La noche: aquí, en el café, en la
calle de Alcalá, centro de las cosquillas españolas, la calle por donde,
eternamente, «suben y bajan» los eternos andaluces de nuestro eterno cante
jondo...
En este Carnaval de café -España a la luz del
esperpento es casi toda café- se sienta por derecho propio D. Ramón del Valle
Inclán: «Primer premio trágico de máscaras a pie»...
-Zeñores: voy a hacer de profeta... -dice-.
La Sibila de Cumas ya tiene marido. A mí sólo me toca
apuntar.
Futuro político
Don Ramón se monda el pecho de una tos de noviembre, y
dogmatiza sobre la piel de toro:
-Se dibuja en el horizonte nacional la crisis
inherente al momento en que funcione la Constitución.
(Hasta aquí su palabra es suave. Y de pronto, D.
Ramón, apocalíptico, retumba):
-Y es absurdo, ridículamente absurdo, que alguien
haya pensado en una solución socialista. Pero «ezo», ¿qué «ez»? Y en ese
círculo vicioso y absurdo, es más absurdo aún que se piense en un gobierno de
Largo Caballero. ¡Sería el colmo! Aparte las virtudes que adornen a Largo
Caballero, no es posible olvidar que Largo Caballero actúa y actuará -ello es
indivisible en su persona- como secretario de la U.G.T. Se da a los Sindicatos
Únicos una política de excepción, cuando lo oportuno, al bien de la República,
fuera todo lo contrario.
Como decía en los tiempo de Carlos V, «interín» no se
logre esto, en España no habrá sosiego.
¡Los socialistas!... Conviene advertir que el partido
socialista se llama Partido Socialista Obrero. ¡No hay que olvidarlo! Y no hay
que olvidarlo porque el tal partido representa una casta, una casta lo mismo de
odiosa que la casta eclesiástica o la militar.
No me explico, no me explico, la verdad, cómo EL SOL
ha publicado una información donde, si no defendía, se señalaba sin repulsa un
Gabinete Largo Caballero.
¡Están ustedes locos! Si «ezo», «ezo es» lo que hay
que evitar precisamente... ¡Sería una afrenta!
Don Ramón se recrea en la pausa y sigue:
-Lo que más me indigna es esa pobre gente que se
vanagloria del título de obrero intelectual. No comprendo... ¿Qué eso? Ahora
ruedan por ahí tres tópicos horribles: el feminismo, el obrerismo y el americanismo.
A mí me subleva la sangre cuando oigo lo de «obrero intelectual». ¡Qué cosas!
El intelectual no puede ser obrero. A no ser que sea un faquín a sueldo de un
periódico o de una editora. El intelectual crea. El obrero sirve a la creación
de otro. Son tan dispares los conceptos de creación y de ejecución, que no hay
que unirlos. ¡Pero si la Santísima Trinidad explica esto claramente!
Dios, el Padre Eterno, no es un obrero. Hace el mundo
en seis días sin atenerse a la jornada legal de ocho horas. Es decir, crea. Y
crea una obra como el mundo, que aunque le parezca mal a Largo Caballero, no es
el del todo una birria. Dios, es por tanto un patrono, no un obrero. Y si a lo
sumo se puede decir que Dios es un obrero, hay que reconocer que es un obrero,
que a los seis días se va del trabajo, se cansa, se convierte en un rentista.
Del Hijo tampoco se puede decir que fuera obrero, ya que abandonó el trabajo
manual a tiempo, la garlopa de José. Y en cuanto a que es Supremo en el
concepto de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo... ¿qué le voy a decir? La
paloma extática, para mantener su sello mítico, no ha volado nunca.
-Y ese momento, D. Ramón ¿lo ve turbio o claro?
-Hay indudablemente, una crisis del régimen
parlamentario. Reconozco que quien va a las Cortes no siente ante el
espectáculo un gran afecto; pero, ¿se puede decir que los anteriores superaban
a los actuales? No. Difícilmente, ni ayer, ni hoy, ni mañana, se reunirá una
Cámara con menos vicios y más dones del Espíritu Santo que la de ahora. ¡Ya sé
yo que no es un delicado paisaje! De la crisis del régimen parlamentario yo
puedo hablar mucho porque tal como veo el Parlamento, sí que entra en la
afición de toda mi vida: en la literatura.
Hay varios géneros literarios en ruina: la epopeya y
la elocuencia. La política española fue siempre elocuencia o no fue nada.
¡Claro que no fue nada! Y yo digo: Sin Homero no puede existir Demóstenes; sin
Virgilio, tampoco Cicerón.
Con el régimen parlamentario ha ocurrido siempre en
España una cosa divertida. Mientras unos lo superaban, otros no habían llegado.
En España indiscutiblemente, este régimen es un postizo. Y
de esto de los postizos sí podría hablarle. Recuerdo ahora, dice D. Ramón
nostálgicamente, algo que ocurrió en los días postreros de los Reyes Católicos
o en los iniciales de Carlos V. Se produjeron al español dos obras de excelente
adoctrinamiento espiritual, cuyas lecturas en muchos países hicieron santos, y
donde no santos, varones sumamente perfectos: La divina Caligo, de Taulero, y
Los ejercicios espirituales del Maestro, de Ekar. Y bien... Estas obras en
España sólo engendraron degeneraciones, pecados oscuros del sexo. De ellas
surgió un nuevo contagio: el de los «alumbrados».
La Inquisición se alarmó mucho; pero como los tales
libros llevaban el «imprimatur» de Roma y la licencia de arzobispos numerosos,
no se podían prohibir. Y la Inquisición para suprimir su lectura, recogió uno a
uno los ejemplares y los quemó, simplemente, por la consecuencia de la
doctrina, como dicen los autos del Santo Oficio.
Algo de esto pasa hoy con los amasadores de la
Constitución en sus afanes de copiar leyes extrañas.
-Entonces D. Ramón ¿cómo cree usted que se arreglará
el país?
-Hombre, con una dictadura. Sí, Dictadura... En
España hay que hacer la revolución con la dictadura. Se impone. Y no como la
del pobre Primo, sino como la de Lenin. Cuando Carlos III quería adecentar
Madrid que era una letrina, justificaba los alborotos de la plebe con una
frase: «Los pueblos lloran como los niños cuando se les quiere lavar el
rostro». La dignidad no se quiere: se impone. Los pueblos la aceptan a
latigazos. Quienes se hallan acostumbrados a estar de rodillas se les hace muy
difícil ponerse en pie. Recuerdo que Borodine cuando estuvo en Madrid, me
confesaba: «Allí en Rusia, somos un millón de esclavos y de blancos para dos
millones de asiáticos. Y sólo a fuerza de latigazos podemos imponerles la
dignidad a esa gente». En España no hay otro recurso que imponer la dignidad a
esa tropa confusa que unas veces se llama cavernícolas y otras agrarios. ¿Qué
se puede decir de una pobre gente que aún siente amor al trono de D. Alfonso?
-¿Ve usted inmediata la Dictadura?- pregunto al
profeta.
-Fatalmente ha de venir.
-¿Y existe el dictador o los dictadores en potencia?
-En las dictaduras, los hombres no son necesarios,
lo que manda es el concepto no el hombre. Ahí está Roma. Primero fue el Senado.
Más tarde el Imperio. Augusto fue un hombre cabal: pero Tiberio no lo fue
tanto. Y después viene la teoría de los monstruos: Calígula, Nerón... En
España, es inevitable. Las derechas impondrán la dictadura de las izquierdas
para hacer la revolución. Lo que es ingenuo es que en un país se abra de cara y
les dé Constitución y derechos iguales a todos.
-¿Y qué porvenir le asigna, don Ramón, a las mujeres
en la nueva España?
-¡Pero hombre! ¡Qué cosas! ¡Las mujeres! A las
pobres se las puede hacer únicamente la justicia de la conocida frase de
Schopenhauer. ¡Y ahora ya ni siquiera tienen los cabellos largos! En la
presente civilización -sentencia, dogmático, Valle Inclán- no
tienen que hacer más las mujeres.
-¿Y el pleito de los Estatutos?
-«Ezo» no tiene importancia. Hay que conceder todos
los Estatutos que se pidan. ¡Si es un ensayo! ¡Qué más da...! Ocurre ahora que
hay unos politiquitos que se creen legisladores de la eternidad y no saben los
pobres que dentro de muy poco tiempo a su obra política se le aplicarán esos
versos que ruedan por ahí sobre el Estatuto: «Aquí
yace el Estatuto: nació y murió en un minuto».
-Entonces, ¿cómo ve el problema de los regionalismo?
-Con mi teoría de siempre: Hay que integrar el
espíritu peninsular como fue concebida por los romanos. Es lo acertado. Dividir
la Península en cuatro departamentos: Cantabria, Bética, Tarraconense y
Lusitania. Esto, queramos o no, es así. En la Península sólo hay grandes cuatro
ciudades: Bilbao, que es Cantabria; Barcelona, que es la Tarraconense; Sevilla,
que es la Bética; y Lisboa, que es la Lusitania. Cada gran ciudad a un mar: el
Cantábrico, el Atlántico, el Mediterráneo.
Don Ramón se queda un minuto silencioso, sin duda
porque no halla el mar de Sevilla, y porque el Guadalquivir no le parece todo
lo importante que pide el gran lienzo. Se recobra pronto, y con esa gran
facilidad que tiene para urdir fantasías, repite la anterior enunciación.
-... El Cantábrico, el Atlántico, el Mediterráneo y...
el mar Africano. ¡«Ezo»: el mar Africano! Dividida la Península en cuatro
departamentos, podría hacerse una altísima confederación de mares, y por el
Pacífico y Acapulco reanudar el gran comercio con el Extremo Oriente, a base de
Filipinas. ¡Pero «zi» es lo eterno! Lo eterno es el pensamiento, la ética y la
estética peninsulares. No entro en el debate de dialectos y lenguas aunque sí
sé que lo único que mantiene entre los hombres la unidad es el verbo de comunicación.
-¿Y qué le ha parecido la solución del problema
religioso?
-La natural, la que tenía que ser. ¿Si aquí todo era
farsa! La religión, incluso. Ficción era lo de la Monarquía consustancial;
ficción el Ejército al que también se le decía consustancial, y ficción el
llamado problema religioso. Fue resuelto sin problemas ni protestas
considerables. Y las que ahora surgen son del todo grotescas. A mí me «pazma»
que tanto hablar de religión y después lo único que se defendía era el permiso
para algunas procesiones: ¡pero sin gran pasión! Con la misma que se pone al
defender las capeas. El divorcio tampoco tiene importancia. Es un hecho en
todos los países, y natural que, separándose la Iglesia del Estado, sea éste
quien regule las relaciones de vida entre hombre y mujer.
Anda ahora por ahí el bulo de una posible Iglesia nacional.
No creo que cuaje. Ha pasado el tiempo de las herejías como ha pasado el de los
santos.
-¿Cómo será la Dictadura que profetiza usted, D.
Ramón?
-Ha de tener todo o casi todo el ejemplo de Lenin,
y nada de Mussolini. En el mundo han existido únicamente tres grandes
revoluciones. Nada más que tres. Fueron a la par que grandes revolucionarios,
tres grandes semitas: San Pablo, Mahoma y Lenin. ¡Aquí no faltan judíos! Yo
espero que surja el semita prometido.
-¿Y cómo será el dictador?
Don Ramón se estremece la barba con un dedo y escoge
el concepto.
-Ha de tener todas las virtudes inherentes a un
político universal, sobre todo austeridad, energía, sentido histórico y la
virtud del silencio. ¡Tiene que ser un taciturno!
-¡Hombre!, Lerroux -le digo-.
-El mundo no es el taciturno -contesta D.
Ramón-. Lerroux fue taciturno en el Congreso, y habló mucho en las
provincias. La Dictadura la traerá o la creará un solo partido: el de la
Dictadura. La Dictadura sólo puede tener un partido que es como no tener
ninguno.
-¿Y qué le parece la actuación de los intelectuales en
la política?
-Excelente. Toda la política ha de ser intelectual
y realizada por intelectuales. El mal de nuestro país ha consistido en que su
política no fue nunca intelectual. Ahí tienen el caso de Cánovas. Cánovas es un
gran tipo de político inteligente. Si frente a Cánovas los liberales hubieran
tenido un intelectual, otros serían los destinos de España. Pero los
capitaneaba ese hombre nefasto que se llamó Sagasta, todo sonrisas simpáticas,
promesas, ambigüedades y horro de lecturas. La inteligencia es necesaria e
imprescindible en todas las formas políticas. Lo mismo que el carácter, aunque
no tanto el carácter. A un político le va muy bien dotes de cultura histórica y
política, y, digámoslo con amargura: necesita también su poco de cultura
literaria.
Ahora a D. Ramón le tiembla la barba de ira, y es como
un modelo irritado de Miguel Ángel:
-Se avergüenza el ánimo -dice- al
toparse con ese bodrio que han escrito los hombres que redactan la
Constitución. ¡Y en un país que desde el rey Sabio parece el más noble lenguaje
para las leyes que se ha conocido en el mundo! ¡sonroja esa manera de escribir
las leyes!
-¿Le interesa la política, D. Ramón? Ya sé que después
de todo lo que va dicho la pregunta no es muy lógica, pero sí conveniente.
-No me ha interesado nunca, -responde Valle Inclán,
desdeñoso-. Cuando asisto a la Cámara siento no ser diputado para decir
las cosas oportunas en cada hora.
-¿Y cómo cree usted que anda de hombres la República,
Don Ramón?
-La revolución no tuvo nunca hombres. Es un absurdo
decir que en España, no hay hombres para la revolución. La revolución es vida,
y, por tanto, crea lo que hace falta. Aquí tenemos bien palmario el ejemplo de
Azaña. Hace seis meses sólo le conocían los amigos. En un gobierno Heterogéneo,
colmado de conflictos interiores, supo afirmarse y erguirse con la máxima
autoridad. Azaña tenía una preparación y muchas condiciones de genialidad. Yo
no digo que en seis meses se creen los hombres que se necesiten; pero en un año
o dos no hay duda de que España los contará por legiones Lo que no se puede
hacer es seguir pensando a lo Lerroux; en reincorporar a esos muertos
putrefactos de Alba y de D. Melquiades. Pero, ¿se ha creído Lerroux que en
España se han agotado las matrices que suelen producir tal clase de
esperpentos?
Ya ve usted. En estos días ha salido una pareja que me
parece perfecta: Ortega y Maura. No hay duda que la pareja es maravillosa,
porque a la densidad de pensamiento de Ortega se le unen las indudables
energías y resolución de Maura. Si se consigue fundirlos tan íntimamente como a
los siameses que hace años recorrían las ferias y que se hicieron tan
indisolubles que al querer separarlos por el bisturí murieron los dos, sería de
un efecto prodigioso. ¡Ahí es nada: un Jano con dos cabezas!
Yo sé que D. Ramón tiene soluciones para todo. En esta
lonja de los cafés le he oído los más encontrados proyectos sobre las
cuestiones más diversas, y como estoy seguro de que tiene solución para todo,
le pregunto:
-¿Le preocupa la cuestión económica?
-¡Ya lo creo! Aunque eso de la peseta no tiene ninguna
importancia. El mejor ministro de Hacienda será, a mi juicio, el que la hunda
definitivamente. ¡Pero si aquí toda la economía es también una farsa! Los que
hilan algodón, seda o lino. Antes el lino venía de Riga, ahora no sé de dónde
lo traen, lo importan. ¿El hierro, de Bilbao!... Para producir hierro,
naturalmente, es imprescindible el carbón en unas proporciones de dos toneladas
de hierro, por una de carbón. ¡Y también lo traen del Extranjero! Los que
laboran papel se surten de pasta del Norte. Aquí si se produce algo es el
azúcar, un azúcar que sabe a trapos. Y esto es lo único que nos importa, porque
resultaría más barata traerla de Cuba. Como toda la economía nacional es una
farsa, hay que hundirla. ¡Yo ya se lo dije a Prieto!... pero él se empeña en
salvarla, y así le va... Cuando la Hacienda española se haya hundido, entonces
haremos una economía nacional racional.
-Claro -sigue Valle Inclán- que en
España la revolución más urgente es convertir a los ricos en pobres. Los ricos
en España no tuvieron nunca dignidad de ricos. Merecen ser mendigos. A casi
todos los accionistas del Banco, el único derecho que yo les reconozco es el de
una plaza de asilo. Y soy en este punto tan radical, que daría todos los
derechos pueriles que nos reconoce la Constitución por una ley que dijera
simplemente: Artículo único: queda anulada la ley de herencia.
-Y en la Presidencia de la República, ¿ha pensado
usted?
-Todo cuanto se ha hecho no me parece mal. Lo digo
sin ironías. Noto la falta de un vicepresidente primero, otro segundo y otro
tercero. ¡Igual que en las Juntas de los casinos! Esta teoría de sustitutos es
necesaria por tres razones: la muerte, conviene pensar siempre en la muerte;
después, por la renuncia de las vanidades. ¡Pensemos también en Wamba, que se
marchó a un convento!
-¿Y eso de los jesuita, D. Ramón?
-¡Otro asunto sin importancia! Los jesuitas cumplieron
su destino. Es como la Orden del Temple, que acabó con la Edad Media. ¡Anda el
mundo tan pobre de dinero!
Yo le respondo, muy conmovido: -Sí, Don Ramón, creo
que sí...
Francisco Lucientes
El Sol, 20 de noviembre de 1931
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