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852. A 75 años de un episodio clave en el inicio de las matanzas nazis




Kristallnacht, entre Berlín y Buenos Aires
Por Herman Schiller

1938 fue, en todas las latitudes, un año de vertiginosa ofensiva del nazismo con la pasividad cómplice de buena parte de Occidente.

El 13 de marzo de ese año, la Alemania de Hitler anexaba Austria sin que ningún Estado protestara. Y, seis meses después, a fines de setiembre, las potencias del oeste europeo, en la reunión claudicante de Munich y en plena etapa de apaciguamiento suicida, con el impulso activo de la Francia de Daladier y la Inglaterra de Chamberlain, le regalaban a Hitler la región checoslovaca de los Sudetes.

Había euforia en Berlín. Los judíos extranjeros eran deportados en masa y los nacidos en Alemania sufrían cada vez más persecuciones.

Los diarios alemanes, como “Der Angrif” (El Ataque), hablaban de la “derrota del comunismo y de sus patrones del judaísmo internacional”.

Era el avance del hitlerismo y nadie hacía nada. Hoy lo llamaríamos impunidad.

En Francia vivía refugiado un joven obrero judío polaco llamado Herszel Grinszpan. Tenía 17 años. Sus familiares habían sido expulsados de Alemania a Polonia. Su padre le escribió a París el 31 de octubre desde el campamento de refugiados de Sbonszyn, en la frontera polaco-alemana. Allí, en esa carta, trazaba una rigurosa descripción de las condiciones miserables en las que vivía con otros judíos: “Solamente tenemos lo que llevamos puesto. No conocemos otra cosa que la humillación. La muerte parece algo inmediato”.

En ese clima, Herszel Grinszpan, angustiado por la creciente hostilidad antijudía, decidió hacer algo para despertar la atención del mundo. Y en la mañana del 7 de noviembre logró dispararle a Van Rath, uno de los diplomáticos de la embajada alemana.

Lo que sucedió después es muy conocido y entró en la historia bajo la simplificada denominación de “Kristallnacht” (La noche de los cristales).

Los alemanes, que ya tenían minuciosamente preparado el pogrom de antemano, tomaron este acto justiciero del joven Grinszpan como pretexto para desencadenar sus matanzas. En una sola noche las tropas de asalto “SS” mataron unos doscientos judíos y más de 30.000 fueron enviados a la cárcel o a los campos de concentración que los alemanes habían puesto en funcionamiento prácticamente desde principios de la era nazi: Dachau, Buchenwald y Sachsenhausen. También fueron destruidos 191 templos.

Decía que éste era un episodio, dentro del conjunto de aquella tragedia, por demás conocido. Pero lo que no alcanzó la misma repercusión fue lo que pasó en ese lapso de 48 horas que medió entre la ejecución del nazi hasta el estallido del pogrom.

Charles Papiernik, un judío francés que residió muchos años con su esposa en un departamento de la Avenida Angel Gallardo de Buenos Aires; que era sobreviviente de Auschwitz y cuyo libro autobiográfico, “Una vida”, vio la luz en 1997 bajo el sello de la editorial argentina Acervo Cultural, fue amigo de Herszel Grinszpan, en París, en 1938.

Ambos militaban en la Juventud Socialista. Y, tal como lo relata Papiernik en su libro, los domingos a la mañana salían juntos a vender “Le Populaire”, órgano central del Partido Socialista francés, y a recaudar fondos para enviarlos a los combatientes antifascistas de la España Republicana.

Papiernik, durante la entrevista radial que le efectuara en 1998, calificó a Grinszpan como “un héroe que peleó por todos nosotros y que hizo lo que tenía que hacer en una circunstancia en la que no había demasiadas opciones”.

Pero hace 75 años pensaban distinto. En todas las publicaciones, archivos, hemerotecas y demás fuentes consultadas, encontré que la inmensa mayoría de las voces que se levantaron entonces desde el liderazgo judío fue para repudiar a Grinszpan o para calificarlo de “irresponsable”.

También algunos sectores de izquierda hicieron otro tanto. Y el diario “L’Humanité”, órgano del Partido Comunista de Francia, adujo que Grinszpan era un “provocador judío” pagado por los alemanes, aunque no conforme con ello, el vocero del PCF propuso la búsqueda y el castigo de quienes hubieran complotado con Grinszpan, haciendo pública además la dirección de la sede del PS, donde, según el rotativo, “podrían hallarse los cómplices”. León Trotsky, en cambio, brindó todo su apoyo al joven y criticó duramente a quienes lo demonizaban, si bien acotó que el meridiano de la lucha contra el fascismo debía atravesar el camino de la organización y no de gestos individuales.

Grinszpan, cuyo destino final nunca se conoció, fue sentado por los franceses en el banquillo de los acusados en un juicio viciado de irregularidades. Y, pese a la delación de “L`Humanité”, designó como abogados defensores a tres aguerridos militantes de izquierda: De Loro Giaferi, Weil de Gonehaux y Frankel. Y a la hora de permitirle el uso de la palabra, manifestó:

“No fui motivado por el odio ni por la venganza, sino por el amor a mis padres y a mi pueblo, quienes soportan terribles sufrimientos. Lamento profundamente haber herido a alguien, pero no tenía otro modo de expresarme. Ser judío no es un crimen. No somos criminales. El pueblo judío tiene derecho a vivir”.

Sin embargo, la demonización de Herszel Grinszpan fue poco menos que mundial. En Buenos Aires, algunos periódicos judíos, en clara alusión a la acción reivindicadora del joven polaco, señalaron que había que expulsar a los “indeseables” (sic) del judaísmo.

Pero el climax mayor lo alcanzó el presidente del Consejo Judío de Londres, David Goldblat, quien, en medio de las matanzas, sugirió que una delegación de “judíos prominentes”, como Hore Belisha, Lord Samuel y el barón Rothschild, viajara a Berlín “para interceder ante Hitler a favor de los hebreos”.

La indignante iniciativa, finalmente, no se concretó, pero no dejó de producir estremecimiento solo pensar que alguien con ese nivel de liderazgo, aunque únicamente representara al sector más decadente de la burguesía judía, pudiera haber formulado semejante propuesta.

(En buena parte del mundo judío, sobre todo en el ámbito de las organizaciones obreras de Europa oriental, donde predominaban los partidos de izquierda de masas, esa iniciativa fue calificada burlonamente con un vocablo que en idioma hebreo se pronuncia “shtadlanut” y en ídish “shtadlunes”, pero que en definitiva constituye una expresión peyorativa que podría traducirse como “condescendencia u obsecuencia hacia el poder”).

A esta altura se podría suponer que estoy haciendo la apología indiscriminada de la violencia. Si bien justifico la violencia en toda lucha por la liberación y situación límite, especialmente cuando se hace imprescindible tomar las armas para rebelarse contra la opresión ante el cierre de toda otra alternativa (lo que Osvaldo Bayer, en un recordado trabajo publicado en este diario hace ya algunos años, denominó “matar al tirano”), éste no es el tema central de mi propuesta de hoy, sino el de la responsabilidad e irresponsabilidad.

Si nos detuviéramos a analizar en qué andaban los que entonces calificaban a Grinszpan de “irresponsable” (eso incluye a buena parte del judaísmo tradicional, a algunos sectores de la izquierda y a la casi totalidad de la jerarquía católica), se podría deducir no con demasiado esfuerzo quiénes eran en realidad los verdaderos “irresponsables”.

Todo esto pasó hace más de siete décadas. La prensa conservadora de París, en vez de arremeter contra los nazis, se ensañó con sus víctimas. Y pidió medidas de vigilancia hacia los judíos mientras aumentaba el antisemitismo en toda Francia. Y la propia judeidad francesa, según lo acota con pena Charles Papiernik en su autobiografía, consideró la acción del joven Grinszpan como una verdadera “locura”.

En Brasil, Getulio Vargas celebraba el primer aniversario del “Estado novo”, erigido sobre el modelo fascista.

En España, Franco, con ayuda de Hitler y Mussolini, no disimulaba su euforia por el segundo aniversario del asedio a Madrid, mientras los republicanos, en condiciones dramáticamente desiguales, resistían al grito de “no pasarán”.

En Roma, el Duce recibía, en reunión secreta, al embajador argentino, doctor Manuel M. Malbrán, quien, en posteriores declaraciones a la prensa, exaltaría “las profundas coincidencias que existen hoy en día entre Argentina e Italia, unidos por ideales comunes”.

En Salzburgo (Austria), el jefe nazi, doctor Rainer, declaraba solemnemente que esa ciudad había quedado “juden-rein”, limpia de judíos. Eran los días en que un hombre ilustre como Sigmund Freud, ya octogenario y después de toda una vida de residencia en Viena donde había producido sus revolucionarias contribuciones a la ciencia psicoanalítica, debía abandonar su tierra natal de la noche a la mañana por su condición de judío.

(Dicho sea de paso: el semanario “Mundo Israelita” de Buenos Aires, dirigido entonces por León Kibrick, ante el cuadro repugnante de los judíos burgueses de Argentina que seguían comerciando con Austria, señaló en ese momento con su pluma punzante:

“¿No se dan cuenta los judíos de aquí que los austríacos ya no son hoy sino nazis? ¿Qué fortifican y apuntalan el edificio nazi al seguir su tráfico con Austria, so pretexto de que el ‘boycott’ era sólo para Alemania? ¿Que se ponen en ridículo –ridículo trágico- a sí mismo al dar tales respuestas?”).

El diario “La Prensa” de los Gainza Paz (15 de noviembre de 1938, página 9), insinuaba en un título que Alemania se había obligado a desencadenar las persecuciones antijudías “por la gran escasez de fondos del Reich”.

En Berlín, ante la desesperación de los judíos que anhelaban huir como fuere, el consulado argentino -el consulado de nuestro país que algún humorista calificó de hospitalario- colocó el siguiente cartel en la puerta de calle:

“Solamente los granjeros con varios años de experiencia tendrán alguna posibilidad de obtener la visación de sus pasaportes”.

Y en Buenos Aires, ante una virulenta manifestación por la Avenida Santa Fe de fascistas vernáculos que gritaban “Mueran los judíos, viva Cristo Rey”, la DAIA, Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas, que había sido creada a mediados de la década del treinta para combatir la creciente judeofobia (y con la firma de su presidente Nicolás Rapoport y de su secretario Moisés Toff), le envió urgentes telegramas -con solicitudes de protección- al ministro del Interior Diógenes Taboada, al jefe de policía general Andrés Sabalain y al propio presidente de la República Roberto M. Ortiz.

Ninguno de los tres se dio por aludido. Y la comunidad judía solo recibió una muy escueta comunicación del secretario del presidente, Luis A, Barberis: “Por encargo del Excelentísimo Sr. Presidente hágole saber que su telegrama ha sido pasado a sus efectos al Ministerio del Interior”.

El ascético mensaje de circunstancias suscripto por un colaborador de Ortiz revelaba claramente que nunca se iba a hacer nada para parar la marea nazi en Argentina, sobre todo los atropellos perpetrados por aquellos grupos que, como la Alianza Libertadora Nacionalista comandada por Juan Queraltó, contaba con muy fuertes respaldos en la Iglesia, las fuerzas armadas, la policía y la justicia. La ALN, que abiertamente reconocía que uno de sus objetivos centrales era “disputarle la calle a la izquierda marxista”, hacía gala de una furiosa impunidad no sólo en el plano de la propaganda, donde contaba con cuantiosos fondos, sino también –y casi diría, fundamentalmente- en la “acción directa”. Su mentor principal fue un general de brigada llamado Juan Bautista Molina, ex agregado militar de la embajada argentina en Alemania durante la presidencia del general Agustín P. Justo, que profesaba una explícita admiración por el hitlerismo y ejerció una nada despreciable influencia en determinados sectores del ejército al punto que, antes de ser desechado, llegó ser mencionado como probable presidente de la República en los días del golpe del GOU de junio de 1943.

Eran los tiempos de una considerable presencia judía en el movimiento obrero, el estudiantado y los partidos de izquierda, especialmente el Comunista. Eran los tiempos en que la Iglesia argentina, impactada por las victorias fascistas en Europa que habían puesto “un dique de contención a la marea bolchevique”, estaba comprometida con la campaña antijudía, reflejada en decenas de publicaciones oficiosas, como la revista semanal “Criterio”, dirigida por monseñor Gustavo J. Franceschi, y “El Pueblo”, un diario que dirigía el cura Luchía Puig, que fue fundado en 1900 y recién se llamó a silencio en la década del sesenta. Y eran los tiempos en que el gobernador de la provincia de Buenos Aires entre 1936 y 1940, Manuel Pastor Pascual Fresco, junto con su secretario de Gobierno, Roberto J. Noble, el futuro fundador de “Clarín”, concurrían abiertamente a los actos nazis que organizaba la colectividad alemana; y, a instancias de las “investigaciones” llevadas a cabo por el senador ultraderechista Matías Sánchez Sorondo, mandaban clausurar los “arbeter shuln”, las escuelas obreras que entonces predominaban en la calle judía y funcionaban en el ámbito provincial. Eran, en suma, los tiempos en que dos sacerdotes católicos como Virgilio Filippo y Julio P. Meinvielle realizaban inequívoca propaganda a favor del Tercer Reich. El segundo de los curas mencionados, que era bien visto por la jerarquía eclesiástica “por sus dotes intelectuales”, publicó en esos días el libro “El judío en el misterio de la historia” y, posteriormente, en los años sesenta, se convirtió en una suerte de ideólogo de los grupos de choque parapoliciales que mataron, por ejemplo, a Raúl Alterman, uno de los tantos jóvenes judíos que integraron las primeras comisiones de solidaridad con la Revolución Cubana.

En el resto del mundo, en aquel ’38 sangriento, la judeofobia, el prejuicio o la abierta hostilidad hacia los judíos, no eran muy diferentes.

La cuota de ingreso que regía en los Estados Unidos para los judíos perseguidos era de 27.000 por año. Y, como ya esa cifra había sido colmada muy rápidamente, el gobierno norteamericano de Franklin Delano Roosevelt (a quien, paradojalmente, los nazis de todo el mundo solían calificar como un “agente judío y comunista”) prohibió la entrada de judíos que huían de Alemania. En buena parte del planeta ocurrió otro tanto. Y hasta Francia cerró sus fronteras por temor a que apareciera “otro Grinszpan”. E incluso Cuba, presidida entonces por Federico Laredo Bru, antecesor inmediato de Batista, negó la entrada de los 937 pasajeros del trasatántico “St. Louis” que huían de la persecución. Ningún país quiso recibir a los refugiados judíos cuando Hitler y Mussolini parecía que estaban ganando. Y, además de Cuba, le negaron su ingreso Estados Unidos, Canadá, Bélgica, Gran Bretaña, Francia y los Países Bajos. Casi todos los escapados del régimen nazi fueron recapturados por los alemanes y murieron en los campos de exterminio.

Mientras tanto en Washington, la policía reprimió un intento de las organizaciones obreras más radicalizadas de hacer un acto de repudio frente a la embajada alemana, ya que la derecha norteamericana, que se etiquetaba a sí misma como “neutralista” para esconder su filonazismo, todavía ejercía gran influencia para impedir cualquier inclinación oficial de los Estados Unidos hacia la trinchera antifascista.

(Esa misma derecha recién se vería obligada a guardar silencio a partir del 7 de diciembre de 1941 con el bombardeo de Japón, aliado de Hitler, a la base aeronaval del puerto de Pearl Harbor, en la isla de Ohau, Hawai. Esa misma derecha “neutralista”, que tuvo que aguantar con los puños crispados la alianza de los Estados Unidos con la Unión Soviética, recién recuperaría espacio, agresivamente, después de la guerra a través de la campaña que encabezó el senador Joseph Mc Carthy, cuya persecución a cualquier persona sospechosa de “comunista”, como Arthur Miller, Charles Chaplin, Bertold Brecht y tantos otros, entró a la historia con el nombre de “macartismo”. Persecución que, sobre todo en el ámbito de la cultura y en casos muy sonados como el de los esposos Rosemberg, ejecutados en junio de 1953 en la silla eléctrica bajo la falsa acusación de “espionaje”, no ocultó sus fuertes connotaciones antisemitas).

También en Buenos Aires (donde el régimen no ocultaba en 1938 su preocupación por el auge de las movilizaciones multitudinarias de las organizaciones de izquierda y la proliferación de huelgas activas como las que produjo por decenas el gremio de la construcción) se prohibieron las manifestaciones en la calle, pero no en lugares cerrados.

La Liga Argentina por los Derechos del Hombre, que once meses antes había sido fundada por Lisandro de la Torre y otras figuras de la época para enfrentar al creciente fascismo y reclamar por la libertad de los centenares de presos políticos, realizó el 28 de noviembre de 1938 un acto masivo en el Luna Park para repudiar los pogromos de Alemania.

Concurrieron unas 30.000 personas: 15 mil adentro y 15 mil afuera. Judíos y no judíos. Obreros, estudiantes y clase media.

Hablaron, entre otros, el propio De la Torre, Nicolás Repetto, un representante de la CGT y Emilio Troise (1886-1976, autor del libro “Materialismo dialéctico y materialismo histórico”), un infatigable militante comunista que tuvo que enfrentar la ferocidad de los ajenos y el prejuicio de los propios para crear el Comité Popular Argentino contra el Racismo y el Antisemitismo, organismo multisectorial, con fuerte presencia de la izquierda, que combatió con mucha decisión la arremetida de los fascistas de aquellos años.

La gigantesca asamblea, por aclamación, resolvió condenar las leyes, medidas discriminatorias y persecuciones de todo tipo desencadenadas por la Alemania hitlerista, exigiendo al mismo tiempo del gobierno de Ortiz la abolición de las restricciones a la inmigración (que esencialmente se aplicaban a los judíos) y la liberalización del derecho de asilo.

También hubo actos en la Casa del Pueblo de la Avenida Rivadavia 2150 organizado por el Partido Socialista (oradores, Mario Bravo, Enrique Dickman y Alicia Moreau de Justo); en el Salón Príncipe Jorge de Sarmiento 1230 (donde hablaron el dirigente de los obreros de la construcción Rubens Iscaro y el diputado radical de origen árabe Emir Mercader) y en el cine Etoile, que estaba ubicado en la Avenida Corrientes 2795 casi esquina Pueyrredón, convocado por el Partido Socialista Obrero (que adhería a una posición más revolucionaria y de izquierda que el Partido Socialista tradicional) y donde habló, entre otros, en nombre de la Federación Universitaria Argentina, Julio Notta, que después se hizo muy conocido por sus trabajos sobre la entrega de la economía argentina a la voracidad de los monopolios.

La DAIA, que se había limitado a realizar un pequeño acto en el templo de la Congregación Israelita Argentina de la calle Libertad al 700, emitió después un enérgico comunicado. ¿Para qué? Para señalar celosamente que era la única institución representativa con derecho a hablar en nombre del judaísmo argentino.

Sin embargo, la iniciativa para combatir en Argentina el avance fascista y la judeofobia con la complicidad del poder, no partió en 1938 del judaísmo oficial sino de la izquierda, algo que quizás podría considerarse hoy como extraplanetario si se lo observa con la óptica y los parámetros del siglo XXI. Pero en aquellos días el Comité creado por Troise llegó a concretar en Buenos Aires un congreso latinoamericano contra el antisemitismo al que concurrió, entre otros muchos delegados, un joven médico cirujano y diputado socialista chileno llamado Salvador Allende.









2 comentarios:

  1. Excelente artículo .
    Herman Schiller es un admirable periodista y escritor comprometido con la lucha de clases

    En todas las conferencias y programas siempre tiene presentes a las víctimas del franquismo enalteciendo a los luchadores republicanos.
    En estos momentos lo han "desplazado" de un programa radial por su idealismo y por manejarse con la verdad.
    Gracias por difundir sus trabajos.
    Un abrazo.

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  2. Conocimos a Herman a través de un seguidor de la página, y ha sido un feliz encuentro.

    Un abrazo.

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