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964. Soledades de España

Cernuda junto a María Zambrano y Leopoldo Panero en las Misiones Pedagógicas en Pedraza


Soledades de España 

Con el Museo del Pueblo


Pedraza está a poca distancia de Segovia. El tiempo la ha ido alejándola dela vida, abandonándola sobre un cerro, a cierta distancia de la carretera, Al borde de ésta, en la llanura, ha ido surgiendo un nuevo pueblo, Velilla de Pedraza, que recoge para sí la actividad local. Cuando llegaba a La Velilla era ya de noche, y de Pedraza solo pude distinguir, allá lejos, en la cima, bajo el límpido y frío fulgor estelar, una muralla dentada a manera de pétreo fantasma. Eso es hoy Pedraza: un sueño de piedra, de piedra que se derrumba a solas, cara al cielo segoviano.

El coche subió jadeando el camino en pendiente. Aquella tarde habían celebrado mercado enla plaza del pueblo, y aprovechando la aglomeración de campesinos, compradores y vendedores, acudidos de lugares cercanos, nuestro museo ambulante celebró su inauguración. Con rara excepción, siempre hemos encontrado, por parte de autoridades y particulares, fácil acogida; los locales ofrecidos para sala de exposición se cuentan de ordinario entre los mejores del lugar. Las deficiencias no son, pues, culpa de nadie en tal aspecto. El local elegido en Pedraza era tan bajo de techo que algunos lienzos fue imposible apoyarlos contra la pared. Por ello no hubo otra manera de mostrarlos al público que desde el balcón.

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Los trabajos de instalación, las visitas oficiales, las charlas ante los lienzos, habían rendido a mi compañero de trabajo, José Val del Omar, ese extraordinario artista de cámara que, en unión del pintor Ramón Gaya y del poeta Rafael Dieste, acompaña de ordinario el museo.

Era ya tarde; la campana aguda de un reloj de pesas, los casetones blancos y negros del techo, paralelos a las losas negras y blancas del suelo, no se mostraban, decididamente, muy acogedores. Por un postigo vi en la plaza una torre y unos soportales absortos entre la soledad  nocturna.

No obstante el reducido número de habitantes que tiene Pedraza, un grupo de niños daba la sensación del número, gracias a su movimiento personal. Se les veía en todas partes: en la plaza, en las calles, en el castillo. Éste es, quizá, el mayor encanto de Pedraza. Porque no sólo cuenta su situación única, sobre el monte, con una puerta de acceso que, al cerrarse, incomunica el pueblo totalmente; ni sus tornitruantes escudos sobre tantas y tantas casas ruinosas, sino que hay también el cstillo. Domina un dilatado valle poblado de pinos. Desde la puerta, que aún conserva como antigua amenaza unas erizadas púas de hierro, el pueblo se dibujaba menudo y terroso sobre los montes nevados

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Nuestra presencia, como de ordinario, suscitaba la curiosidad del vecindario; los chicos nos daban escolta a un lado y a otro. Siempre nos sorprendía, al recorrer estos pueblos segovianos, la limpieza de los ojos infantiles. Tenían tal brillo y vivacidad que me apenaba pensar cómo al transcurrir el tiempo, la inercia, falta de estímulo y sordidez de ambiente, ahogarían las posibilidades humanas que en aquellas miradas amanecían. Como el arpa olvidada de la rima de Bécquer, tal vez por estos rincones de la Tierra habrá alguien que sólo aguarda el brazo amoroso que levante su espíritu de la sombra donde yace inerte. ¿No es posible aligerar, dilatar la rígida y mezquina vida española? Tal vez en nuestras manos haya un medio para trabajar en ello. Es tarea larga; nosotros no gozaremos y del fruto, si lo hay. Pero pasados bastantes años otros podrán aprovecharlo. No recordarán quizá, quiénes abrieron el camino. Pero no importa. Nuestro esfuerzo debe ser el único premio.


Luis Cernuda
Prosa II











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