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952. "Yo acuso". Madrid bajo las bombas



Lo que sigue no es una requisitoria. Es el acta de un secretario judicial.

Yo inventarío las ruinas, contabilizo los muertos, peso la sangre derramada.

Yo he visto todas las imágenes del Madrid martirizado, que intentaré exponer ante ustedes, aunque, en la mayor parte de las ocasiones, desafía toda descripción.

A mí no me preocupa la literatura propagandística ni los informes edulcorados de las cancillerías, yo no obedezco las consignas de ningún partido ni de las Iglesias. Se me puede creer.

Pido que se me crea. Éste es mi testimonio. Ustedes mismos juzgarán.


*

El primer bombardeo auténtico de Madrid se produjo el cuatro de noviembre, cuando empezó el sitio verdadero de la capital. Sin embargo, hasta el dieciséis de noviembre no se emprendió la matanza metódica de la población civil.

En los días anteriores, se había matado a muchas mujeres y niños, principalmente, cerca del aeródromo de Cuatro Caminos (¿Vientos?). Eran hechos de la guerra. La artillería ciega debía perdonar a los inocentes y matar a los hombres armados. Por tanto, nadie piensa en protestar o indignarse si un obús, a un kilómetro de la línea de fuego, machaca a una anciana pastora de cabras. A eso se llama guerra...

Sin embargo, en la noche del dieciséis ocurrió algo bien distinto...

Las tinieblas que envuelven Madrid son tan espesas que podría cortarse con un cuchillo. El cielo no se ve, pero, desde el cielo, se nos ve.

Murmullos, zumbidos, estruendos... Con un impresionante crescendo, aparecen los aviones rebeldes. En medio de la oscuridad, los cazas gubernamentales no pueden perseguirlos. Indefensos, oímos por encima de nosotros esa profunda vibración musical, que anuncia la muerte. Detonaciones amortiguadas primero, a continuación, desgarradoras... Vidrios que gimen suavemente. Ventanas que se abren bajo una fuerza invencible. Y todos aquellos ruidos que pronto nos resultarán familiares: el pisoteo de quienes huyen; las sirenas de las ambulancias que trasladan a los heridos; los sollozos de las mujeres que, junto a nosotros, esconden la cabeza en el pañuelo; el trajinar de hombres que caminan taconeando con fuerza, para convencerse de que no tienen miedo... Y sobre todo, por encima de cualquier otra cosa, el sonido del corazón que late cada vez más aprisa...

Las primeras bombas destrozan el hospital provincial y el de San Carlos. Los ancianos que aun pueden valerse por sí mismos salen precipitadamente de los dormitorios, se atropellan en las escaleras, se acurrucan en el fondo de los sótanos, se disputan ferozmente "los mejores sitios" con todas sus deterioradas fuerzas. Los inválidos, los enfermos, se dejan caer al suelo y se esconden bajo las camas. A la mañana siguiente, el personal encontrará a cinco o seis que han enloquecido y tienen que arrancarlos de esos refugios irrisorios a la fuerza.

En todo el distrito comprendido entre la plaza de las Cortes, la estación de Atocha y la calle del León, continúa lloviendo bombas. En la calle San Agustín, arde una casa que un proyectil ha abierto de arriba abajo, como la reja del arado abre la tierra, y propaga el incendio a la casa de enfrente.

¿El objetivo sería el hotel Palace, donde yacen miles de heridos? No lo sé. Sin embargo, cuatro impactos lo encuadran metódicamente. La fuerza de las explosiones destruye los cristales de un centímetro de espesor. Como en el Hospital de San Carlos, los hombres se tiran de las camas e intentan huir; los vendajes se deshacen, las heridas vuelven a abrirse...

Una bomba incendiaria cae en el techo de la embajada de Francia, en la calle Villalar. Llegan a tiempo de apagarla, pero los edificios colindantes arden como antorchas. A las cinco de la madrugada, la calle sigue en llamas.

Una horrible confusión reina en la noche, iluminada con fulgores mortíferos: uno se tropieza con las camillas, se choca con los heridos que, a la luz de las llamas, miran cómo su sangre corre por el asfalto.

En la esquina de Alcalá con Gran Vía, una mano me agarra la pierna. Me libro de ella al tiempo que enciendo una cerilla, me inclino sobre el ser que se ha dejado llevar a esa tabla de salvación. Es una mujer joven con la nariz ya afilada por la cercanía de la muerte. No sé dónde está herida, pero tiene la bata roja de sangre. Murmura: "Mire, mire lo que han hecho..." Y su mano esboza un gesto vago. Otra cerilla. "Mire, mire", repite la voz. La mano exangüe sigue señalándome algo. En un principio, me parece que lo que se extiende por la acera es un charco de sangre. " Mire..." Me inclino de nuevo y, debajo de unos fragmentos de vidrio, veo a un niño pequeño, aplastado. La mano blanca señala al cielo, tomándolo por testigo, y vuelve a caer. Otro fósforo. Mi compañero Flash, del Journal, que me ha alcanzado, se inclina como yo sobre la mujer herida. "Está muerta", dice. Es cierto. El último suspiro y un espasmo de agonía han abierto la bata. Una horrible herida, se diría que hecha con el cuchillo de un sádico, le ha desgarrado el cuerpo desde el seno izquierdo hasta la cadera derecha.

Una ambulancia pasa lentamente. La llamamos. ¿Va a bajar alguien? El haz luminoso de una linterna ilumina el cadáver. "Muerta", dice el hombre, escuetamente. "Mañana la recogerán. Primero los heridos." El hombre ve el cadáver del niño, que se encuentra en la calzada y pueden aplastarlo por segunda vez. Entonces, aparta hábilmente con las manos los vidrios rotos, recoge el pequeño cadáver y lo coloca sobre el corazón de la mujer, cerca del seno derecho intacto. Un último destello de la linterna nos muestra la pequeña cabeza infantil sobre el corazón materno y todo vuelve a sumirse en la noche.

La ciudad está plagada de escenas parecidas, de cuadros semejantes, que parecen haber sido inventados completamente por capricho por un genio macabro, por un demiurgo necrófilo. Si les he dibujado con algo de detalle esta escena es porque fue la primera que me puso en contacto, ya no con el bombardeo abstracto y sin muertos, del que huía igual que todo el mundo en la ciudad torturada, sino con la realidad de esta carnicería. Por otra parte, ¿cómo olvidarme de la imagen de ese niño muerto sobre el seno de una muerta, en un charco de sangre negra...?

El día siguiente fue peor. En definitiva, aquella noche no había sido más que un ensayo general. Las escuadrillas enemigas aparecieron a las cinco de la madrugada. (Madrid curaba aún a sus heridos y recogía sus cadáveres). Volvieron a las ocho, a las nueve y luego a las tres y media. Fue una labor bien hecha, un riego copioso y cuidadosamente dosificado por todos los barrios del centro. El mercado de San Miguel, el hospital de la Cruz Roja, la avenida del Marqués de Urquijo están devorados. Las bombas explotan por todas partes; en la calle Martín de los Heros, en la de San Marcos, en Monteleón, etcétera. Antes del almuerzo, ya se había contado más de trescientos muertos.

Al bombardeo aéreo –juzgado sin duda insuficiente–, los rebeldes acaban de agregar el bombardeo de la artillería. En la central de Telefónica, que alza quince plantas sobre Madrid, [estas quince norteamericanas y otras dos más –las últimas– de barroco español], aterrizan seis obuses de 75 y, milagrosamente, no estalla ninguno. Un obús de 155 entra en la salita de la centralita; tampoco explota. El edificio se ha estremecido como si recibiera un empujón. Pero nadie se mueve; las jóvenes, con los auriculares puestos, continúan marcando sus fichas, los periodistas siguen intentando ponerse en contacto con Londres o París.

Desgraciadamente, en el resto de la ciudad, no puede hablarse de explosivos con tan buen comportamiento. Estallan, retumban, desgarran, masacran. Desde todas partes, las ambulancias recorren las calles y, apenas dejan a los heridos en el hospital, se apresuran a renovar su carga de heridos y sufrimiento.

Pero anochece. Entonces empieza la gran matanza, el horror del Apocalipsis: los asesinos se desplazan sin parar por el cielo, alternando bombas explosivas, bombas incendiarias y torpedos.

En la Puerta del Sol, donde se une a la calle de Alcalá, un proyectil cae en la entrada del metro, destroza la calzada y abre un hoyo de quince metros de profundidad. En la Carrera de San Jerónimo, un abismo se abre por todo lo ancho de la calle. Desde veinte focos a la vez, el incendio empieza a devorar la ciudad.

Al principio del bombardeo, me encuentro con dos compañeros, cerca del pequeño mercado del Carmen. Tres bombas, dos de ellas incendiarias, nos caen. Acurrucados en un portal, vemos cómo empiezan a arder los pequeños puestos del mercado, iluminando la huida despavorida de hombres, mujeres y niños. Aprovechando unos minutos de calma, corremos a la Central de Telefónica. Visto desde este observatorio excepcional, el espectáculo es de un horror innombrable. Un círculo de llamas converge hacia la Gran Vía, con una lentitud majestuosa. Vemos cómo los tejados de las casas se incendian y las llamas descienden hasta la planta baja, antes de abatirse pesadamente en medio de un resplandor de chispas y pavesas. Algunos edificios consumidos quedan en pie, como altas figuras siniestras, lamidas por los reflejos del incendio que sigue su labor más lejos.

Los bomberos renuncian a echar agua sobre estos miles de hogueras. Además, los aviones enemigos hacen imposible su tarea. Cuando ven que los bomberos apuntan los extintores hacia el fuego, sobrevuelan a muy poco altura de los incendios y dejan caer dos o tres bombas explosivas para que aprendan estos bomberos, que sólo pretenden cumplir con su deber. De este modo mataron a una docena de esos valientes, cayeron de lo alto de las escaleras a las llamas cuando intentaban apagar el incendio del hotel Savoy.

Nada puede hacerse. Hay que esperar a que acabe la lluvia de meteoros asesinos, esperar a que haya suficientes muertos y heridos, para que los dioses del general Franco sacien su sed.

Trescientas mil personas corren por las calles buscando un refugio. Madres que vuelven sobre sus pasos, hacia un barrio en llamas, hacia una casa derrumbada, en busca de un niño que, aunque ellas no lo saben, ya sólo es un montoncito de cenizas. Niños, enloquecidos por el terror, llaman a una madre que acaba de carbonizarse debajo de los escombros. Todo un pueblo busca refugio contra la cólera del cielo y no lo encuentra. Desde esa noche, incapaz de sustraerse al horror, da vueltas sobre sí mismos con los colchones; los despertadores; los burros resignados; y su chiquillería, enloquecida, aterrorizada, aferrándosele.

Durante quince horas la ciudad arde, después, el fuego se cansa. Tenemos una jornada de descanso. Pero la noche siguiente, la del 19, a las dos y media de la madrugada, la matanza vuelve a empezar; el fuego se recrudece, el infierno nos atrapa de nuevo.

Pero, para qué seguir describiendo el martirio de Madrid, para qué enumerar los lugares bombardeados y relatar los asesinatos en masa. Hasta el horror se vuelve monótono.

No obstante, antes de terminar, quisiera proponerles simplemente cinco breves temas de reflexión.

1. El bombardeo ya ha matado dos mil civiles, tal vez más.

2. En el perímetro donde el bombardeo fue más intenso no hay ningún objetivo militar.

3. Nadie –y digo nadie–, ha visto las famosas octavillas que, según parece, lanzó la aviación rebelde para avisar a la población de que debía refugiarse en el barrio de Salamanca.

4. Ese barrio, ya lleno, ahora no puede recibir a más de veinte mil personas. Pues bien, en Madrid hay un millón de seres humanos.

5. En los sótanos y subterráneos que ofrecen un mínimo de seguridad, pueden refugiarse unas cien mil personas.

Pues bien, en Madrid hay un millón de seres humanos. De manera que la muerte tiene mucha carne en el asador.

He dicho que no soy más que un secretario judicial. No obstante, permítanme decir lo que pienso. Cristo dijo: "Perdónales, porque no saben lo que hacen." Me parece que, tras la matanza de inocentes en Madrid, habría que decir: "No les perdonéis, porque sí saben lo que hacen". 


Louis Delaprée
"Morir en Madrid", Edición de Martin Minchom, Editorial Raíces, 2009.


Nota: Este artículo fue rechazado por Paris-Soir, y publicado en Marianne el 25 de noviembre bajo el pseudónimo Jean Roget. La redacción de Marianne suprimió las últimas líneas, a partir de: "He dicho no soy más que un secretario judicial".











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