Ángel Iglesias Ovejero. Farinatos en la Memoria, - 5 julio 2014
Este que ves aquí dicen que era mi abuelo. Él llegó a conocerme a mí, pero yo a él no puedo recordarlo. Murió cuando yo tenía dos años, en 1945, y a mi árbol genealógico ya le faltaban muchas ramas. Cuando le hicieron la fotografía era más joven que yo ahora, pero ya hacía tiempo que era viejo. Es la única persona de su familia de la que se ha conservado una fotografía de aquella época. Entonces la gente pobre como él no tenía dinero para hacerse fotos, y cuando le sacaban alguna, solía desaparecer con otros papeles en una caja de zapatos o algo por el estilo. Nadie de su familia conservó fotografía alguna de aquellas que sacaban los fotógrafos ambulantes en las fiestas de los pueblos; él lo tuvo que hacer porque era parte de un carnet que le permitió tener “paga” en su vejez, un privilegiado en comparación con otros de su clase. Se llamaba Serafín Ovejero Mateos (“Rebulle”). Había sido vaquero casi toda su vida, y en la serie de aquellas servidumbres algún amo algo menos retrógrado que otros le arregló los papeles para que tuviera pensión. Se la quitaron cuando la guerra, pero pudo recuperarla gracias a los consejos y apoyo de Filiberto Villalobos a María Antonia Ovejero. La paga no le daba para grandes lujos a Serafín, pero con aquella ayuda añadida al producto de una punta de cabras y algunas tierrinas que tenía en Robleda le hubiera alcanzado para vivir con tranquilidad, si los salva-patrias locales y forasteros no hubieran acumulado sobre su familia estragos sin cuento, tantos que, cuando yo vine al mundo, la familia de Serafín, incluso después de recompuesta, habiendo sido numerosa, estaba reducida a la mínima expresión, habiendo fallecido 9 personas entre 1936 y 1942.
Cuando se fue el Rey y vino la República, Serafín y su mujer, Claudia García Mateos, tenían cuatro hijos (Jesús, Ángel, Juan y Julián) y dos hijas (Juliana y María Antonia; una tercera, Teodora, había muerto poco antes, y otra, Agustina, en la gripe de 1918), de una decena de partos habidos a lo largo de su vida matrimonial. El hijo mayor y las dos hijas estaban casados, viviendo por su cuenta; los tres varones menores, solteros, se mantenían en casa de los padres. Aquí se puede el currículo de los miembros de la familia de Serafín, muy breve el de algunos, pero al ser tantos los concernidos por la represión, puede resultar un poco largo en su conjunto. Vaya por delante que Serafín, analfabeto, no creyó necesario enviar a ninguno de sus hijos a la escuela, y en consecuencia no fueron más letrados que él y su esposa, aunque es posible que Ángel aprendiera a leer algo en el servicio militar. Juan se libró de esta obligación, por no dar la talla, y Julián no tenía la edad de cumplirlo cuando lo mataron.
Jesús Ovejero, casado con Isidra, siguiendo el modelo paterno, se fue de cabrero a la finca de Sageras (Fuenteguinaldo). Fue un destino providencial y afortunado, porque cuando llegaron los malos tiempos, allí le aconsejaron que se tratara lo menos posible con su familia de Robleda, cosa que él cumplió a rajatabla. En los años cuarenta, con un hatajo de cabras, emigró a Alcántara (Cáceres), de donde a sus sobrinos robledanos les llegaron escasas noticias, sin relevancia alguna en sus vidas, ni el más mínimo arrimo.
Juliana Ovejero se casó con Rafael Samaniego “el Churrín”. Su boda fue muy sonada, porque al ser viudo el contrayente, no le perdonaron la cencerrada y la promesa de llevarlos en carreta al arroyo, paseo de mal agüero que Serafín, hombre irascible, evitó con un generoso reparto de garrotazos entre los conductores de la carreta y el compromiso de pagar el vino a los mozos solteros, conforme a los cánones no escritos. Rafael era un buen hombre, tejedor, y el oficio le hubiera dado para vivir al matrimonio, incluso relativamente bien, a condición de que los hubieran dejado.
María Antonia Ovejero se casó, de 24 años en 1926, con José Benito (apellido asignado erróneamente por Mateos) García, hombre trabajador que, como tantos otros muchachos del pueblo, después de la primera guerra europea, había estado en Francia, pero volvió tan pobre como se fue. Así que la pareja tuvo que buscarse la vida por su cuenta. Y esto no era fácil, porque conviene recordar que por aquel entonces, en Robleda, los “ricos” empleaban a sus propios hijos como jornaleros (incluso de casados), sin otra paga inmediata que la comida y la promesa de la herencia, pero José y María Antonia no tenían padres “ricos”. Por ello hicieron como otros matrimonios jóvenes del pueblo, que sin encomendarse a Dios ni al Diablo, pero con el tácito acuerdo de las autoridades locales, en tiempos de la Monarquía se asentaron en El Batán, un baldío de los bienes del común municipal, para “sacar de matas” un trozo, no sin que ello provocara el sarpullido de los “ricos”, que sin compartir sus propias tierras con nadie, encontraban muy adecuados los usos ancestrales de aprovechamiento de las dehesas boyales, ejidos y matorrales, pues como dueños de ganado vacuno y rebaños eran los beneficiarios casi exclusivos de ellos, empleando por la comida y poco más a criados y pastores, entre las decenas y decenas que crónicamente estaban sin trabajo.
Las tres bodas mencionadas se habían celebrado en los años veinte, y antes del advenimiento de la República, cada uno de estos matrimonios tenía sendas parejas de hijos, respectivamente: Petra y Ramón Ovejero; Pablo y Teodora Samaniego; Anastasio (Tasio) y Josefa Mateos. María Antonia y José, con anterioridad, habían perdido al primogénito (Benito), a consecuencia de una quemadura; después tuvieron otros dos hijos (María Teresa, muerta de enfermedad, y Félix), y en agosto de 1936 Mª Antonia estaba encinta de una niña que nació póstuma (Ángela). Hasta la injusta y feroz represión el matrimonio y los dos niños pasaban la mayor parte del tiempo en El Batán, donde tenían un chozo minúsculo a la vera misma de una majada con unas decenas de cabras. La niña (Pepa) vivía con sus abuelos y tíos maternos en el pueblo.
Los hijos más jóvenes de Serafín y Claudia se repartían el trabajo, la escasa labor para Ángel (26 años), Juan (22 años) y Julián Ovejero García (20) se ocupaban de una regular cabrada. A la familia no le sobraba ni le faltaba nada para ir tirando, sin mayores dificultades que otros. Estos tres hijos solteros no fueron de los que tuvieron conocido protagonismo político o sindical en las refriegas de la primavera de 1936, por estar ocupados en su casa, con labores o cuidado de cabras. Solo en las fiestas del aniversario de la República y del 1º de mayo se destacó Julián por su ligereza de pies, ganando las carreras organizadas por el ayuntamiento. Dicen que también era ligero de manos, e intercambió alguna mojaína con otros mozos jóvenes, sin mayores consecuencias. Y la familia conjetura, sin prueba alguna, que debió de acompañar a los líderes locales en las manifestaciones que hubiera en Ciudad Rodrigo (quizá en el famoso entierro del “barrendero comunista”, Celedonio López Moreno, el día 13 de mayo de 1936). De otro modo resulta incomprensible el odio que le tenían los jefes y jefezuelos fascistas de Robleda y Ciudad Rodrigo (en cuyo distrito, dicho sea de paso, no hubo más muertos en el período frente-populista que el mencionado Celedonio, barrendero municipal, víctima de un tiro efectuado por un fascista en una refriega entre jóvenes izquierdistas y derechistas).
Ya hacía tres semanas que se había producido la militarada de los Fascistas, que Serafín llamaba, por ignorancia o malicia, “Pancistas”. Hasta el 10 de agosto no hubo desgracias mayores en Robleda, según testimonio del procesado Laureano Enrique Aldehuelo (“Roque”), secretario del juzgado. Aquel día fueron llamadas varias quintas para su incorporación al el Ejército de los militares sublevados, y algunos mozos y sus familiares quisieron impedir la salida en un tumulto en la plaza (“no se marchan porque lo digan los maricones”, gritaron), pero al fin la fuerza pública, con la ayuda de los empleados del ayuntamiento y algunos neo-falangistas se llevaron para Ciudad Rodrigo a los futuros soldados de Franco. Dos días más tarde Marcelino Ibero, capitán de Carabineros y comandante militar de Ciudad Rodrigo, Ernesto Bravo y Agustín Calzada, jefes respectivos de las Milicias Fascistas y de Falange de la zona, al mando de carabineros y milicianos fascistas locales y de varias localidades, entraron aparatosamente en el pueblo para llevarse detenidos a los vecinos señalados. En esta redada del día 13 de agosto, siete capturados fueron ejecutados extrajudicialmente aquella misma noche, cuatro en Boadilla (Esteban y Tirburcio Mateos Mateos, Emilio Gutiérrez Pascual y Julio Calzada Blasco) y tres en Castillejo de Huebra, término de San Muñoz (Sebastián Bonilla, Santiago o Benito Montero y Julián García Pascual). Algunas víctimas elegidas se libraron de la redada, por estar ausentes o barruntar a tiempo la razia. Unos días más tarde falangistas y carabineros detuvieron a Juan Collado Mateos (“Chinas”), cuando volvía del carbonar. Fue sacado de la prisión de Ciudad Rodrigo.
Julián Ovejero era una de las víctimas elegidas, pero le avisó a tiempo su primo Nicolás Ovejero cuando los fascistas se le echaban encima en las eras, donde estaba trillando. Saltó las paredes cercanas, sin que le alcanzaran las balas ni los ocho hombres a caballo que lo persiguieron, y así confirmó su fama de ligero de pies (“corría más que los caballos”, decían). En su rápida huida de varios kilómetros a campo través por huertos y riscos de los regatos se encontró con su hermana María Antonia en el paraje del Colodrero (“he oído silbar las balas”, le dijo) y su cuñado José en El Batán. Y a partir de entonces, ya se quedó medio emboscado. En el pueblo, los fascistas efectuaron la detención del padre del fugitivo, Serafín, de su hermano Ángel y del cuñado Rafael. Era el método habitual de los captores fascistas, con la caución de los militares. Cuando no hallaban a la víctima elegida, presionaban o se llevaban por delante a sus familiares. Así llegaron casi al exterminio de la familia de Serafín. De momento, los tres presos serían soltados gracias a los oficios, entre otros, de Felipe Ovejero, primo de Serafín.
A mediados de agosto, Serafín y su familia quizá no sabrían lo que había sucedido con las siete primeras víctimas mortales de Robleda, y por tanto todavía pensarían que la circunstancia de “no haber hecho nada” sería suficiente para salir de aquel mal paso o tal vez esperarían que el orden republicano terminara por imponerse. O simplemente, en un alarde de optimismo, imaginarían que la furia asesina militar y fascista sería pasajera. Por ello, en espera de unos mejores tiempos, que en sus deseos tomaban por realidad inmediata, Serafín, sus hijos Juan, Julián y María Antonia, así como su yerno José y sus nietos Anastasio y Félix (de ocho y dos años respectivamente), se escondieron en la sierra de Villasrubias, dejando al cuidado de todas las cabras a Ángel, el otro hijo, que tenía fama de “bueno” hasta entre los labradores fascistas del pueblo, como si esto pudiera ponerlo al abrigo de quienes ya habían recibido la venia de eliminar a los posibles oponentes del Movimiento, fueran bravos o mansos. Aquella salida resultaba inviable. Así que Juan y Julián se quedaron medio emboscados en El Colodrero y Valdelpino, donde tenían la majada de las cabras, de las que a intervalos se ocupaban; Serafín se volvió al pueblo, por intervalos escondido también en Valdelpino; José y María Antonia, con los niños Tasio y Félix, siguieron haciendo su vida en El Batán, aunque se sabían vigilados por un guarda del ayuntamiento, Pío Sánchez.
El más buscado era Julián, pero contrariamente a lo que pensaba su familia no era el único. Nunca se quedaba en la majada de Valdelpino, sino que, de acuerdo con señales convenidas, se acercaba a cenar con su hermana y su cuñado en El Batán, y aprovechaba para cambiar el hato. La tarde del 24 de agosto, sin que el niño Tasio, que estaba vigilando, ni el perro avisaran, se les echó encima una patrulla fascista, cuatro falangistas y un carabinero, destacados de un numeroso grupo apostado no muy lejos, en el arroyo de Cantarranas (o del Batán). Eran gente del pueblo, conocida por sus motes familiares o individuales (“el Lagaña”, “el Correo”, “el Rata”, “el Pimpón”, el carabinero Moreiro). José salió a su encuentro, tratando de entretenerlos, mientras María Antonia procuraba disimular con una manta la presencia de su hermano, que consiguió huir, reptando entre las matas de roble, chaguarzos y brezos. Ya no lo volvió a ver vivo, pero no fue el primero en ser ejecutado extrajudicialmente, asesinado por delegación de los militares, sino su propio marido.
Después de una discusión sobre la acogida del cuñado en El Batán, a José Mateos sus captores lo llevaron detenido al pueblo, con la excusa habitual de que “sólo tenía que declarar”. El niño Tasio, que a sus 8 años ya tenía atisbos del tratoque daban los fascistas a los detenidos, quiso seguir las huellas de su padre por el sendero, llorando. “El Rata” lo mandó para el chozo, apuntándole con el fusil y la amenaza verbal de pegarle un tiro. Y allí se quedaron clamando al cielo la esposa y los dos niños. José pasó parte de la noche en el cuartel de la guardia civil, donde en ausencia de los guardias, se habían instalado los falangistas. A la hora del paseo, que según declaración del jefe de Falange efectuaron dos “camaradas”, lo llevaron para el Puerto de Perales. Por los testimonios de Enrique Villoria (“el Veterinario”), que condujo el coche y, entre arcadas, presenció el asesinato, se supo el sitio exacto, pasado el límite de provincias, en la primera curva a la derecha de la carretera de Ciudad Rodrigo a Cáceres, unos 300 metros más allá de las fosas de Carvajales (término de El Payo, donde según testimonios hay decenas de cadáveres de víctimas enterrados). Por el mismo testigo se conoce la identidad de los ejecutores, Matías Elías Lozano y Agapito del Corral. Fue compañero del viaje macabro Juan Mateos Carballo, ambos maniatados, y por el testimonio de Gorgonia Mateos, natural de Robleda y vecina de Gata (Cáceres), se sabe que los cadáveres fueron enterrados en la misma tumba en el cementerio de dicho pueblo.
María Antonia, ya viuda, todavía tuvo arrestos para hacerse a lomos de burro la docena larga de kilómetros de Robleda a la dehesa de Sageras (cuyo montaraz, Ezequías Hernández, era el jefe de Falange de Fuenteguinaldo). Personas amigas le habían dicho que los dueños podrían hacer algo por su hermano Julián. El luto que llevaba impresionó a su hermano Jesús, pero su cuñada Isidra la disuadió de trámites inútiles, con una puñalada verbal (“Jesús no iría a Robleda hasta que no mataran a Julián”). La profecía no tardó en cumplirse, pero antes los milicianos fascistas, siguiendo con el método de eliminar a familiares de los fugitivos, sacaron a Ángel Ovejero. Según los recuerdos de María Antonia, la detención de este hermano (aunque a veces en su relato confunde los nombres de Ángel y de Juan Ovejero) se produjo de noche. Cuando todos los no fugitivos o muertos estaban acostados en casa de los padres, llamaron a la puerta y se llevaron a Ángel Ovejero, cuyo cadáver apareció el día 31 de agosto en el término de Bodón, cerca de una pared cercana a la entrada para la actual presa de Irueña. Por la forma de vestir, sabía de su destino al ser encarcelado, y se había remudado para el viaje sin vuelta, pero al final dejó en la cárcel de Robleda parte de su atuendo, sus botas, el pañuelo y el sombrero, por eso su cadáver: “vestía con chaqueta de dril, pantalón de pana y abarcas de goma y calcetines de lana” (acta de defunción en el registro civil de El Bodón, en cuyo cementerio fue enterrado). Por estas fechas también sacaron a José Mateos Carballo, uno de los presumiblemente enterrados en las fosas de Carvajales.
Julián Ovejero seguía emboscado. Gente amiga le dejaba la comida escondida, porque la familia se sabía vigilada. El comandante Luis Goded exigió su cabeza en la plaza del pueblo, con amenazas (“Si no entregan al Rebulle arde Robleda”). Los fascistas locales lo buscaban principalmente en la majada de las cabras, y no hallándolo, presionaban con bárbaras amenazas a sus sobrinos Pablo Samaniego y Anastasio Mateos (de 10 y 8 años respectivamente), que ayudaban en la guarda de las cabras. En una ocasión los llegaron a colgar del clavo que se usaba para desollar los animales. Julián de nuevo se salvó casi milagrosamente, gracias a la presencia de ánimo de su novia Manuela Gutiérrez. La patrulla fascista se les acercó en el paraje del Vado Muñina, adonde ella había ido a lavar la ropa. Sin tiempo de huir sin ser visto, Julián se agazapó entre unos barrancos del río, y ella lo tapó echándole la ropa sucia. La suerte no tardó en abandonarlo.
En efecto, el día 2 de septiembre le dio caza a Julián Ovejero la patrulla de fascistas que lo perseguía desde hacía quince días, una treintena de captores encuadrados por carabineros. Lo sorprendieron en compañía de su hermano Juan en el paraje del regato Jornardino, que discurre por El Colodrero. Un carabinero le acertó de un tiro en la nuca. Allí dejaron su cadáver, llevándose preso a Juan Ovejero, que al ver caído a su hermano, se sentó a su vera hasta que se acercó la patrulla, sin oponer resistencia, inútil e imposible, pues los hermanos Ovejero no llevaban armas. La patrulla volvió al pueblo, cantando, como si al matar a un joven desarmado hubieran emulado las hazañas del Cid. Serafín Ovejero tuvo que ir a recoger el cadáver de su hijo, que llevó al pueblo en el burro Noguero, terciado entre dos sacos de paja. Julián fue enterrado en el cementerio civil del pueblo, y quedó registrado como “desconocido”, por iniciativa del juez municipal y jefe local de Falange, Julio del Corral Mateos, que había dado la orden verbal de matarlo, por encargo de su mentor, el comandante Luis Goded, quien le había conferido el cargo. Firmaron como testigos uno de los mentores y uno de los ejecutores, como sucede en las actas de otras defunciones en circunstancias análogas. A María Antonia Ovejero le correspondió lavar las patas del animal y los sacos manchados de la sangre de su hermano. Esto sucedió el día 3 de septiembre. Y mientras lo hacía, oyó unos disparos que anunciaban la nueva detención de su hermano Juan, al que sus victimarios le impusieron una verdadera agonía de más de 24 horas.
Juan Ovejero fue llevado preso a Ciudad Rodrigo. Los fascistas lo interrogaron, le hicieron irónicas preguntas sobre la “valentía” de su hermano muerto y su propia fama de cantar bien, obligándolo a interpretar “los Campanilleros”, pero le dieron de cenar. En la Ciudad compartió la detención en el cuartel de Falange con Sebastián Mateos Mateos, que aquella misma noche del día 2 setiembre fue paseado en el término de Zamarra. En cambio a Juan lo soltaron, para que se fuera al pueblo, dándole a entender que ya quedaba libre, como solían hacer en las sacas de la cárcel de Ciudad Rodrigo. En realidad, como diría su hermana Mª Antonia: “vino como aquel que viene a que lo amortajen”. Es de suponer que regresó al pueblo a pie, y fue a ayudar a esta hermana, que, con la ayuda del niño Tasio, tenía que cuidar de todas las cabras (hasta que pronto las tuvieron que vender para carne al hospital de sangre instalado en Fuenteguinaldo). Juan estaba ordeñando, cuando sonaron dos tiros, a cuyo estampido se desmayó Mª Antonia, que lavaba en la charca las huellas de sangre de su hermano Julián. Al volver en sí, vio a Juan prisionero de cuatro fascistas locales (“el Chaca”, “el Calvocha”, “el Rata” y “el Tachueleru”), a quienes considera responsables de su muerte. Esta fue de noche, pero antes, camino del pueblo la comitiva del preso pasó por delante de Claudia, la madre de Juan, que increpó con gritos de dolor a sus captores, quienes la amenazaron para que se callara. Los victimarios no permitían las señales de duelo. A Juan Ovejero lo tuvieron atado al pino de la capea, vejado y sometido al tormento de la sed, a la solanera del verano, con una maza de carne colgada la espalda (porque los victimarios acusaban a los fugitivos de robar ovejas para alimentarse). Un amigo le llevó de beber, y Eugenio Pedraza, teniente alcalde militarista, le tiró la jarra y le dio una bofetada. Más tarde lo metieron en la cárcel de Robleda, donde compartió detención con Rosindo Calvo y Ángel Varas. A la salida de éstos, Serafín comprobó que a su hijo lo habían sacado por la noche. A la altura de la dehesa de Peñaparda, sitio del Gatuñal, a la izquierda de la carretera a Cáceres, apareció el cadáver de Juan el día 4 de septiembre, junto al de otro desconocido; ambos fueron enterrados en el cementerio de dicho pueblo.
Julián y Juan Ovejero iban desarmados, como todas las personas asesinadas en el pueblo cuando los militares sublevados usurparon el poder. A pesar de lo cual, en un informe exculpatorio para el jefe falangista Julio del Corral (firmado por Eugenio Pedraza y probablemente redactado y escrito por Rogelio del Corral, secretario y padre del encartado), se describía a Julián Ovejero como “cabecilla” y “pistolero”, “que hubo de tirotear a la ronda” el día que lo tirotearon a él, que se había echado al monte para organizar la guerrilla con sus hermanos, su cuñado, el alcalde republicano, los hermanos de éste y otros perseguidos, algunos de ellos ya paseados cuando Julián tuvo que emboscarse. “Los hijos de Serafín Ovejero” fueron calificados de “ladrones”, el alcalde republicano Fermín Mateos de “capitán de bandoleros y jefe supremo del Soviet de este pueblo”, José Prieto “de paladín comunista”. Esta infamia se perpetró un año después y refleja bien la calaña de quienes la inventaron, a sabiendas de que todo lo que atribuían a sus víctimas era completamente falso. El calificativo de ladrón le venía como anillo al dedo al jefe de Falange, aunque era responsable de delitos más graves, por lo cuales fue procesado (Archivo Militar del Ferrol, Causa 728/37) y condenado a cadena perpetua, por denuncia de otros derechistas (Desiderio Merchán y Gorgonia Mateos), porque se sentían amenazados. Entre otros cargos, fue acusado de quedarse con las multas que imponía y requisas por cuenta del Ejército, de intentos explícitos de violación y, según rumores, de haberla consumado en Robleda. Aparte su implicación en otras fechorías cometidas en unión de los jefes de Falange de Peñaparda y Acebo (Cáceres).
El balance de aquel verano no pudo ser más terrible. En los días finales de agosto y los primeros de septiembre se produjo en El Rebollar una cantidad considerable de muertes, sin que se pueda precisar el número exacto, pues se trata a veces de desconocidos y forasteros no registrados, sobre los que solamente existen testimonios orales. En primer lugar, se consuma la matanza de vecinos de Robleda, hasta alcanzar la veintena larga. Además de los mencionados, fueron paseados: José Manuel Sánchez Sánchez, natural de Boada, el día 30 de agosto en el término de El Bodón; Amable González Andrés, maestro casado y eventualmente avecindado en Robleda, el 1º de septiembre en Écija (Sevilla); Eduardo Gutiérrez Roncero y José Prieto Martín, cuyos restos corresponden a los hallados en una fosa sita en las inmediaciones de Villasbuenas de Gata (Cáceres), en fecha incierta; Segundo Mateos Baz, sacado de la prisión de Ciudad Rodrigo el 5 de septiembre; Fermín Mateos Carballo, ex alcalde, asesinado en el campo y vejado su cadáver en Robleda, en cuyo cementerio fue enterrado como “desconocido” el día 6 de septiembre. Los testimonios robledanos coinciden en señalar que esta fue la última persona asesinada por los fascistas, pero hay margen para la duda. Varios forasteros fueron ejecutados en el término de Robleda. A la memoria de todos ellos fue erigido un monolito en 2007, con el añadido de los nombres de quienes previamente habían sido identificados.
Con la muerte de los hijos, esposos o hermanos, lejos de acabarse, empezaba el calvario de los supervivientes. Una categoría de estragos que los cronistas catalogan eufemísticamente entre “los daños colaterales”, pero son parte de los inevitables efectos de la represión militar y el terror de estado. Serafín y Claudia tuvieron que acoger a María Antonia y sus tres hijos en su casa. La muerte de los hijos y la orfandad de los nietos los llevó al límite del sufrimiento, enfermos del cuerpo y del espíritu, Serafín se volvió lunático y Claudia, depresiva, se vistió de luto para siempre, con el tradicional veintidoseno. Sin embargo sobrevivieron, y no fueron ellos los primeros en sucumbir.
María Antonia, encinta, dio a luz el 30 de marzo de 1937 a una niña. La llamó Ángela, en recuerdo de su hermano preferido. Resultaba imposible mantenerla en casa de los abuelos, aunque Serafín y Claudia estaban dispuestos a hacerlo, pero allí no había más sostén que el de Mª Antonia, la madre viuda. Ángela Mateos Ovejero, al día siguiente de su nacimiento emprendió un viaje a lomos de burro en brazos de su tía Juliana Ovejero, que la llevó a la casa cuna de Ciudad Rodrigo. De vuelta al pueblo le contó a la madre un cuento que podía mitigarle el dolor. Una señora con atuendos de rica había mostrado interés por la huérfana y seguramente estaba dispuesta adoptarla. Mª Antonia murió de casi 90 años con la ilusión de tener una hija desconocida pero feliz. De hecho, la niña fue bautizada el día 3 de abril y confiada para su lactancia a una familia de Ciudad Rodrigo, que devolvió a Ángela Mateos Ovejero enferma el 21 de julio, y falleció al día siguiente (Reg. Casa Cuna de C. R.). Murió sin duda de malnutrición.
Los efectos del miedo en la familia de Serafín Ovejero se hicieron sentir en los años siguientes. Rafael Samaniego Toribio y Juliana Ovejero García murieron, con dos semanas de intervalo, el 21 de junio y el 3 de julio de 1938, respectivamente de “edema pulmonar” y de “bronconeumonía”, según la certificación facultativa, pero según el testimonio de Mª Antonia les ayudó a morir el miedo que se les había metido en el cuerpo, depresivos.
Serafín y Claudia, viejos, que ya tenían en su casa a una hija y tres huérfanos de padre, tuvieron que acoger a los hijos de este matrimonio, sus nietos Pablo y Teodora. De la misma causa que sus padres, depresivo, con el recuerdo de la persecución de sus tíos y la muerte de sus padres, Pablo Samaniego Ovejero murió el 25 de marzo de 1939, antes de cumplir 13 años. Su hermana Teodora siguió en casa de sus abuelos y más tarde se crió con los hijos de Mª Antonia. La abuela, Claudia García Mateosmurió el 24 de marzo de 1942, a sus 72 años de edad, de “cáncer del estómago”, grave enfermedad que aceleró el encogimiento del cuerpo y del ánimo que arrastraba desde que le asesinaron a tres de sus hijos.
Unos meses antes del fallecimiento de su madre, Mª Antonia había decidido casarse en segundas nupcias, para sacar adelante a su familia, sin otra condición previa que la de que el pretendiente “no fuera de los matones”. Juan Iglesias Muñoz, vecino de El Saúgo, viudo a consecuencia del mal parto de su primera esposa, cumplía esa condición. Era de los 28 vecinos pobres que el Instituto de Reforma Agraria había asentado en la dehesa de Posadillas en mayo de 1936. Por esta razón, lo sacaron falangistas de Ciudad Rodrigo para Valdespino de Abajo, con otros tres, con la intención de matarlos. Al final, por intervención del carabinero que los acompañaba, después de una refriega entre víctimas y victimarios, éstos se contentaron con machacarlos con las culatas de los fusiles y robarles lo que llevaran encima. Juan Iglesias Muñoz y María Antonia Ovejero García se casaron el día 18 de agosto de 1941, a primeras horas de la mañana, porque de la calaña de los fascistas no se podía excluir que les dieran una cruel cencerrada. De aquella unión solidaria nací yo, en un campo de ruinas. Mi padre, hospiciano, no tenía más familia biológica conocida, y estuvo en un tris de no tener ninguna, porque mi madre me tuvo entre dos abortos, que pusieron en peligro su vida, y al darme a luz no tuvo más asistencia médica que la de dos vecinas, tia Margarita y tia Justa.
Mi madre reincidió en la elección del nombre, y me llamó Ángel, como el mencionado hermano suyo y la hija que había tenido que abandonar en 1937. Yo tuve un poco más de suerte que ellos. Gracias al sacrificio de mis padres y de toda la familia salí adelante, sin más panzadas de hambre que otros muchos niños robledanos de mi edad y, sin otras averías que una peligrosa difteria, incluso me crié sano, aunque estuve a punto de quedarme huérfano de madre, debido a uno de aquellos agónicos trances, cuando apenas había dado los primeros pasos. De hecho me quedé por entonces sin el único abuelo que tenía. Serafín Ovejero Mateos falleció el 31 de octubre de 1945, de “bronquitis crónica”, que le agravaría la opresión que, según su hija, sentía en el pecho desde la pérdida de los hijos y le impedía descansar por las noches.
Mi madre me legó sus recuerdos y la obligación casi explícita de transmitirlos, pero ella no fue mi única fuente de información. Antes de ir a la escuela tuve los primeros atisbos de los estragos que el odio ciego y la cobardía habían causado en nuestra familia. A la edad escolar, y sin que me lo revelaran ni ocultaran en la familia, ya sabía quiénes habían sido los fascistas locales causantes de las desgracias. Y en la escuela me tocó convivir con los hijos, nietos o sobrinos de estos fascistas. En mi casa nunca me enseñaron a odiar a estos herederos, aunque estaba claro que preferían que eligiera otra clase de amigos. Tampoco me sugirieron venganzas futuras contra los mentores, ejecutores y comparsas de las matanzas, que nadie efectuó contra ellos ni contra sus familiares, pero por sí solos, juzgando a los demás por su propia mala calaña, siempre vivieron con ese temor. Ahora bien, tampoco recibí delegación de nadie para perdonar delitos, ni me he creído con esa potestad de perdonarlos, porque los delitos (a diferencia de los pecados, que algunos se creen autorizados a perdonar) no deben ser perdonados, sino juzgados y penados. Quienes tenían autoridad para ejercer esa justicia, cuando era tiempo de hacerlo, no lo han hecho. Y así cargan con la responsabilidad de haber dejado beneficiarse de la impunidad a quienes han cometido crímenes contra la humanidad, sin prescripción posible.
Los testimonios de mi madre y de otros informantes han sido transcritos y publicados en parte:
IGLESIAS OVEJERO, Ángel, “Archivos vivientes: las víctimas del terror militar de 1936 a 1939 en El Rebollar y pueblos aledaños salmantinos”, Cahiers du P.R.O.H.E.M.I.O., nº 9, Universidad de Orleáns, 2008, pp. 101-201.
ID., “Memorias del terror: Transcripción literal de testimonios de Robleda (R 1973, R 1976) y El Payo (EP 1973)”, Cahiers du P.R.O.H.E.M.I.O., nº 10, Universidad de Orleáns, 2008, pp. 473-549.
ID., La represión militar de 1936 a 1946 en el Sudoeste de Salamanca, según los testimonios orales y procesales de las causas instruidas por la jurisdicción militar de la 7ª Región (en preparación).
Muchas gracias por no olvidar y ayudarnos a no hacerlo. Durante la llectura del relatome estremecí y sigo estremecida. No cabe en mi pensar que seres humanos pueden producir y provocar tanta tortura, tanta muerte gratuita e injustificable, tanto dolor a madres, hijos, hermanos...hay partes de su historia que parecen sacadas de la edad media o más bien de la prehistoria, y no es así son historias bien presentes, en mi casa tengo una abuela con 92 años que cada día me cuenta y repite parte de la suya, que no tan sangrante como la de su familia pero si con muchas similitudes, otra parte de su relato, para nuestra desgracia sigue siendo actúal, seguimos sin juzgar a nuestros fascistas a nuestros asesinos, es más, los hay que gozan de una buena vejez y tenemos a sus herederos gobernando en país y hasta hace bien poco a uno de ellos gobernando una comunidad autónoma, quiero olvidar a Manuel fraga. Sólo me queda decir una palabra VERGUENZA, de país de ciudadanos de trato a la justicia, de falta de memoria. Yo si odio, tengo rencor, náuseas y repulsa contra los fascista, de ayer y de hoy. Un saludo de una gallega que ni olvida ni perdona.
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ResponderEliminarGracias a ti Maika por tus palabras.
ResponderEliminarMilitemos porque el silencio no absuelba a los verdugos. Recuperar la memoria de los represaliados, es en cierta forma, mantener viva la dignidad que nunca perdieron.
Nos encantaría conocer y publicar la historia de tu abuela. Si te animas a escribirla, te dejamos un correo: martorcel@gmail.com.
Una brazo,
María Torres
Nieta de un republicano español
http://memoriadebusqueda.blogspot.com.es/