En busca de la Guerra
He aterrizado ayer en Lérida, donde he pernoctado, a veinte kilómetros del
frente, antes de volver a partir hacia el mismo. Esta ciudad, cercana a la
línea de fuego, me ha parecido más tranquila que Barcelona. Los coches circulan
prudentemente, y sin fusiles apuntando a través de las portezuelas. En
Barcelona hay veinte mil índices, noche y día, apostados sobre veinte mil
gatillos. Y como esos bólidos erizados de armas circulan incansablemente entre la multitud, se puede decir que una ciudad
entera es enfilada por un arma sin descanso. Pero como la multitud, que
directamente es apuntada en el corazón, no se percata ya, se dedica a sus
ocupaciones.
Ningún peatón se pasea aquí balanceando un revólver en la mano. No hay aquí
esos accesorios un poco pretenciosos, y que sorprende ver llevar con
negligencia, como si llevaran un guante o una flor. En Lérida, ciudad del
frente, hay seriedad: no es necesario ya jugar a la muerte.
Y sin embargo...
“Cierren bien las contraventanas. Un miliciano, en frente del hotel, tiene
la misión de apagar las luces visibles en las ventanas a disparos de fusil.”
Circulamos en coche ahora en la zona de guerra. Las barricadas se
multiplican y, de aquí en adelante, parlamentaremos en cada ocasión con los
comités revolucionarios.
Los salvoconductos no valen más que de una población a otra.
“¿Quiere usted avanzar más lejos?
-Sí”
El presidente del Comité consulta en el muro un mapa a gran escala.
“No pasará usted. Los rebeldes ocupan la carretera a seis kilómetros de
aquí... Puede dar la vuelta por aquí... Esto debe estar libre... A no ser
que... Esta mañana se decía que había caballería.”
La lectura del frente es muy complicada. Pueblos amigos, pueblos rebeldes,
pueblos inciertos que cambian de la mañana a la noche. Ese entreverarse de las
zonas sumisas o insumisas me produce la impresión de la blandura de una ola.
Esa línea de trincheras que separa nítidamente a los adversarios con la
precisión de un cuchillo no existe aquí. Tengo la impresión de estar
hundiéndome en un pantanal. En un lado la tierra es sólida bajo mis pisadas. En
el otro lado cede... Y volvemos a partir entre esa imprecisión. ¡Cuánto
espacio, cuánto aire entre los movimientos!... Esas operaciones militares
carecen extrañamente de densidad...
A la salida de un pueblo se oye roncar una trilladora. En una aureola de
oro, están trabajando para sacar el pan de los hombres, y los obreros nos echan
una gran sonrisa.
¡Qué poco esperaba yo esta imagen de paz!... Pero aquí la muerte apenas
molesta a la vida. Recuerdo una expresión de geógrafo: un asesino por kilómetro
cuadrado... y, entre dos asesinos, no se sabe bien quién es el dueño de la
tierra, esta tierra de cosechas y viñas. Y oigo mucho rato cómo ronca la
trilladora, infatigable como un corazón.
Aquí estamos otra vez más al extremo de nuestro avance. Un muro de
adoquines domina la carretera y seis fusiles nos apuntan. Cuatro hombres y dos
mujeres están apostados tras ese muro. Noto además que las mujeres no saben
sostener un fusil.
“No pueden seguir más adelante.
-¿Por qué?
-Los rebeldes...”
Desde ese pueblo nos señalan, a ochocientos metros, otro pueblo, réplica
fiel de éste. Allí, sin duda, una barricada, fiel reflejo de la nuestra. Y
quizás también una trilladora, que prepara la sangre rebelde.
Nos hemos sentado en la hierba, junto a los milicianos. Éstos dejan el
fusil y se cortan rebanadas de pan fresco.
“¿Son ustedes de aquí?
-No, catalanes, de Barcelona, partido comunista...”
Una de las muchachas se estira y se sienta, con los cabellos al viento,
sobre la barricada. Está un poco gruesa, pero es fresca y bella. Nos sonríe,
radiante:
“Después de la guerra, me quedaré en este pueblo... Se vive mucho más feliz
en el campo que en la ciudad... !Yo no lo sabía¡”
Y mira en torno suyo, con amor, tocada como por una revelación. Ella sólo
conocía las barriadas grises, las marchas matinales hacia la fábrica y la recompensa
de los cafés tristes. Todos los gestos que se llevan a cabo alrededor suyo
aquí, le parecen gestos de fiesta. Ahí está saltando sobre sus pies y corriendo
a la fuente. Sin duda le parece estar bebiendo del seno mismo de la tierra.
“¿Habéis entrado en combate aquí?
-No; a veces hay movimientos entre los rebeldes... Vemos un camión por aquí
y hombres... Creemos que van a avanzar por la carretera... Pero después de quince
días nunca ha pasado nada”.
Esperan a su primer enemigo. En el pueblo de enfrente, seis milicianos
parecidos esperan sin duda también al suyo. Son doce guerreros solos en el
mundo...
Tras dos días pasados en el frente tanteando a lo largo de los caminos, no
he oído un solo disparo. Nada he observado, salvo carreteras familiares que no
abocaban a ninguna parte. Parecían proseguir su camino a través de nuevas
cosechas y nuevas viñas, pero allí ya se trataba de otro universo. Se nos
volvían prohibidas como las carreteras de los terrenos inundados, que se hunden
en dulce pendiente bajo las aguas.
En los mojones kilométricos leíamos claramente: “Zaragoza, 15 km....” Pero
Zaragoza, como la ciudad de Ys, dormía, inaccesible, debajo del mar.
Evidentemente, con más suerte, hubiéramos podido llegar a puntos cruciales
donde la artillería retumba y donde los jefes mandan. Pero hay tan pocas
tropas, tan pocos jefes, tan poca artillería. Evidentemente hubiéramos podido
alcanzar a las masas en marcha; hay en el frente nudos de rutas en los que se
combate y se muere. Pero queda este espacio entre ellos. Por todas partes donde
la observé, la frontera semejaba una gran puerta abierta.
Y, a pesar de que hay estrategas y cañones en los convoyes de hombres, me
parece que la verdadera guerra no se desarrolla aquí. Todo el mundo espera que
nazca algo en lo invisible. Los rebeldes esperan a que, los indiferentes de
Madrid, se declaren partisanos... Barcelona espera a que Zaragoza, tras un
sueño inspirado, se revele socialista y caiga. Es el pensamiento lo que está en
marcha, el pensamiento, más que el soldado, es quien sitia... Él es la gran esperanza y el gran enemigo. Me
parece que las pocas bombas de avión y los pocos obuses y los pocos milicianos
en armas no tienen el poder, por sí mismos, de vencer.
Cada defensor parapetado es más fuerte que cien asaltantes. Pero quizás el
pensamiento avanza...
De vez en cuando se ataca. De vez en cuando, se sacude el árbol... Y no para
desarraigarlo, sino para saber si el fruto está maduro. Entonces cae un
pueblo...
Antoine de Saint-Exupéry, España ensangrentada
L´Intransigeant 16 de Agosto de 1936
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