Arturo Torres, mi abuelo, en compañía de Julián Jiménez Sanz, compañero de cárcel y vida |
Traspasó el portón del
Seminario Mayor de Cuenca arrastrando los pies, intentando mantenerse erguido
para que su columna fuera capaz de sujetar su cuerpo. Había perdido tanto peso
que a duras penas lo conseguía durante algunos minutos seguidos, pasados los
cuales su osamenta, que era incapaz de obedecer las órdenes de su cerebro, se
doblaba por la zona lumbar tras un chasquido de dolor.
Hacía un frío intenso,
seco, que le golpeaba el rostro y le sacudía los doloridos huesos. Intentaba
sostener el atillo que colgaba de su mano derecha que aunque no pesaba mucho,
era una carga más. Su escueto contenido lo componía una muda, útiles del
afeitado y unos cuantos documentos entre los que se encontraba el más valioso,
un informe de la Comisión Provincial de Clasificación y Excarcelamiento de
detenidos presos en Cuenca que un día antes había decidido decretar que era
beneficiario de la prisión atenuada, “por hacer más de seis meses que le fue ratificada
la prisión sin que haya sido elevada su causa a plenario ni declarada su
peligrosidad por la autoridad competente, en cumplimiento de los artículos 6,
11 y 12 del Decreto de 2 de septiembre último"
Lo único que entendía
de ese documento es que podía volver a casa con Juana y los chicos, a los que a
excepción de Arturo no había vuelto a ver. También sabía que seguía siendo un
preso y que su libertad estaba condicionada al comportamiento que tuviera fuera
de la cárcel, por lo que tendría que vivir bajo la amenaza del retorno. Bajar
la cabeza, aún más, no estaba entre sus deseos. El no tenía de que redimirse, no
se arrepentía de nada porque no había cometido ningún delito.
Se encontraba cansado,
muy cansado. Tenía 47 años pero parecía un anciano. Dos años, dos meses, y
veinte días había permanecido privado de libertad, conviviendo con el hambre, el hacinamiento, la
falta de higiene, los malos tratos y la arbitrariedad de los mandos de la
prisión.
Se detuvo un momento y
cerró con fuerza los ojos. Los recuerdos se agolpaban en su cabeza.
-¡Rediós,
cuantas muertes!¡Cuanto dolor innecesario!- murmuró entre dientes, temeroso de ser escuchado por
alguien.
Desde que fue detenido
no había dejado de padecer y de soportar el sufrimiento que le rodeaba. Primero
en la provincial, ese espacio inquisitorial repleto de celdas frías con
ventanas sin cristales hacia las que disparaban los centinelas. Allí se
acostumbró a dormir en el suelo, baldosa y media para cada preso y su petate.
Cuando en la
provincial ya no había sitio ni para un alfiler le trasladaron a la habilitada
del Seminario en la plaza de la Merced. Aún tenía presente en su memoria el día
que bajó la calle de San Pedro con un centenar de compañeros. Allí había más
espacio al principio y también más hambre. El rancho diario lo componía una
docena de garbanzos o veinte granos de arroz que flotaban en un caldo
marronáceo y turbio.
¡Ay,
Seminario de Cuenca,
quién
lo ha visto y quién lo ve,
que
ayer para curas era,
y
hoy para dolores es!
(Peraile, 1991)
Dolores. Terribles
dolores es lo que sintió las tres veces que regresó de "diligencias".
En esas visitas las declaraciones de los acusados en vez de con papel y lápiz
se tomaban con verga de toro retorcida. Era entonces cuando los compañeros le
curaban con sal y vinagre las heridas, al igual que él había hecho otras veces
con ellos.
Sabía lo que eran
aquellas noches interminables traspasadas de dolor e insomnio. Noches enteras
deseando que amaneciera.
Esa había sido su vida
durante dos años, dos meses y veinte días.
Regresaba a casa el
vencido, para algunos escarmentado y con la lección aprendida, para él, repleto
de dignidad, la misma que le acompañó, junto al silencio, durante toda su vida.
María Torres
Nieta de un
republicano español
http://memoriadebusqueda.blogspot.com.es/
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