(...) Les referí a los poetas rumanos, para gran regocijo de ellos, mi visita anterior a otro palacio noble. Fue el palacio de Liria, en Madrid, en plena guerra. Mientras el enemigo marchaba con sus italianos, moros y cruces gamadas, dedicado a la santa tarea de matar españoles, los milicianos ocuparon aquel palacio que yo había visto tantas veces al pasar por la calle de Argüelles, en los años 1934 y 1935. Desde el autobús dirigía una mirada respetuosa,no por vasallaje hacia los nuevos duques de Alba que ya no podían someterme a mí, irredento americano y poeta semibárbaro, sino fascinado por esa majestad que tienen los callados y blancos sarcófagos.
Cuando vino la guerra, el duque se quedó en
Inglaterra, porque su apellido es en realidad Berwick. Se quedó allí con
sus cuadros mejores y con sus más ricos tesoros. Recordando esta fuga ducal les
dije a los rumanos que en China, después de la liberación, el último
descendiente de Confucio, que se enriqueció con un templo y con los huesos del difunto filósofo,
se fue a Formosa también provisto de cuadros, mantelerías y vajillas. Y
además con los huesos. Allí debe estar bien instalado, cobrando entrada
por mostrar las reliquias.
Desde España, por aquellos días. salían hacia el resto
del mundo tremebundas noticias: "Histórico palacio del duque de Alba,
saqueado por los rojos", "Lúbricas escenas de destrucción",
"Salvemos esta joya histórica".
Me fui a ver el palacio ya que ahora me dejaban
entrar. Los supuestos saqueadores estaban a la puerta con overol azul y
fusil en la mano. Caían las primeras bombas sobre Madrid desde aviones
del ejército alemán. Pedí a los milicianos que me dejaran pasar. Examinaron
minuciosamente mis documentos.
Ya me creía listo para dar los primeros pasos en los
opulentos salones cuando me lo impidieron con horror: no me había limpiado
los zapatos en el gran felpudo de la entrada. En realidad los pisos relucían
como espejos. Me limpié los zapatos y entré. Los rectángulos vacíos de las
paredes significaban cuadros ausentes. Los milicianos lo sabían todo. Me contaron
como el duque tenía esos cuadros desde hace años en su banco de Londres,
depositados en una buena caja de seguridad. En el gran hall lo único
importante eran los trofeos de caza, innumerables cabezas cornudas y
trompas de diferentes bestezuelas. Lo más notorio era un inmenso oso blanco parado en dos patas
en medio de la habitación, con sus dos brazos polares abiertos y una cara
disecada que se reía con todos los dientes. Era el favorito de los milicianos
que lo cepillaban cada mañana.
Naturalmente que me interesaron los dormitorios en que
tantos Alba durmieron con pesadillas originadas por los espectros
flamencos que en las noches llegaban a hacerles cosquillas en los pies.
Los pies ya no estaban allí, pero sí la más grande colección de zapatos
que nunca he visto. Este último duque nunca aumentó su pinacoteca, pero su zapatería era
sorprendente e incalculable. Largas estanterías acristaladas que llegaban
al techo guardaban millares de zapatos. Como en las bibliotecas,
había escaleritas especiales, quizás para cogerlos delicadamente de los
tacos. Miré con cuidado. Había centenares de pares de finísimas botas de montar,
amarillas y negras. También había de esos botines con chalequillo de felpa
y botones de nácar. Y cantidades de zapatones, zapatillas y polainas, todos
ellos con sus hormas adentro, lo que les daba la apariencia de que tenían
piernas y pies sólidos a su disposición. Si se les abría la vitrina, correrían todos a Londres
detrás del duque! Podía darse uno un festín de botines, alineados a lo
largo de tres o cuatro habitaciones. Un festín con la mirada y sólo con la
mirada, porque los milicianos, fusil al brazo, no permitían que ni
siquiera una mosca tocara aquellos zapatos. "La cultura", decían. "La historia", decían. Yo pensaba en
los pobres muchachos de alpargatas deteniendo al fascismo en las cumbres
terribles de Somosierra, enterrados en la nieve y el barro.
Junto a la cama del duque había un cuadrito efimarcado
en oro cuyas mayúsculas góticas me atrajeron. Caramba!, pensé, aquí debe
estar impreso el árbol genealógico de los Alba. Me equivocaba. Era el
"If" de Rudyard. Kipling, esa poesía pedestre y santurrona, precursora
del Readers Digest, cuya altura intelectual no sobrepasaba a mi juicio la de los
zapatos del duque de Alba. Con perdón del imperio británico!
El baño de la duquesa será incitante, pensaba yo.
Tantas cosas evocaba. Sobre todo aquella madona recostada del Museo del
Prado, a quien Goya le colocó los pezones tan aparte el uno del otro, que
uno piensa cómo el pintor revolucionario midió la distancia añadiendo un
beso a cada beso hasta dejarle un collar invisible de seno a seno. Pero el
equívoco continuaba. El oso, la botinería de zarzuela, el "If" y,
por último, en vez de un baño de diosa encontré un recinto redondo,
falsamente pompeyano, con una tina bajo el nivel—del suelo, cisnecillos
siúticos de alabastro, cursi—cómicos lampadarios, en fin, una sala de
baño para odalisca de película norteamericana.
Ya me retiraba con sombrío desencanto cuando tuve mi
recompensa. Los milicianos me invitaron a almorzar. Bajé con ellos a las
cocinas. Cuarenta o cincuenta mozos y servidores, cocineros y jardineros del duque,
seguían cocinando para sí mismos y para los milicianos que custodiaban la
mansión. Me consideraban honrosa visita. Después de algunos
cuchicheos, vueltas y revueltas, recibos que se firmaban, sacaron una
polvorienta botella. Era un "lachrima christi" de cien años, del cual
apenas me dejaron beber unos cuantos sorbos. Era un vino ardiente, con una
contextura de miel y fuego, al mismo tiempo severo e impalpable. No
olvidaré tan fácilmente aquellas lágrimas del duque de Alba.
Una semana después los bombarderos alemanes dejaron
caer cuatro bombas incendiarias sobre el palacio de Liria. Desde una terraza
de mi casa vi volar los dos pájaros agoreros. Un resplandor colorado
me hizo comprender en seguida que estaba presenciando los últimos minutos
del palacio.
—Aquella misma tarde pasé por las ruinas humeantes
—digo a los escritores rumanos para concluir mi relato—. Allí me enteré de
un detalle conmovedor. Los nobles milicianos, bajo el fuego que caía del
cielo, las explosiones que sacudían la tierra y la hoguera que crecía,
sólo atinaron a salvar el oso blanco. Casi murieron en la tentativa. Se derrumbaban las vigas, todo ardía y el
inmenso animal embalsamado se obstinaba en no pasar por las ventanas y las
puertas. Lo vi de nuevo y por última vez, con los brazos blancos abiertos,
muerto de risa, sobre el césped del jardín del palacio.
Pablo Neruda
"Confieso que he vivido. Memorias"
Capítulo 10 - Navegación con regreso
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