Un atardecer de noviembre de 1936 fui al Museo del Prado. Generalmente, antes de la guerra, primaveras enteras, inviernos, otoños y veranos, sólo lo había visitado en las mañanas. De diez a una. Casi nunca, después de comer. Conservaba de los cuadros, de las obras maestras de nuestra pintura, un recuerdo como de estanque soleado, de agua profunda a plena luz, de espejo. Me sabía las salas de memoria, el orden antiguo de las obras y el reciente, después de las últimas reformas del Museo. Sin entornar los ojos, lo mismo que ese alumno que canturrea la tabla de multiplicar, puedo aún repetirme la colocación de los cuadros de Goya, Velázquez, El Greco, Rafael, Ticiano, Tintoretto... Tal vez me equivoque en los de Rubens, que alterne algunos lienzos de la planta baja y ciertos de los pasillos que conducen a las escaleras. Hasta ahora tuve el orgullo, tonto si se quiere, de saberme el Museo así como el romance que recitaba en los mítines, como las páginas de mi último libro. Hasta ahora...
Me hicieron entrar aquella tarde por una puerta que jamás había visto o que nunca me imaginé poder pasar por ella. Una linterna de minero me iluminó en redondo los escalones de una de esas escalerillas temerosas que bajan a los sótanos o a las mazmorras más profundas.
—Es Alberti —dijo una voz.
—Y su compañera.
Yo iba con María Teresa León. Poco a poco, dos milicianos fueron tomando cuerpo en lo oscuro. Salimos a un patio. El más viejo llevaba un pasamontañas gris con una estrella roja. Pistola a la cintura. El más joven, un casquete cuadrado; las manos en los bolsillos de un gabán ceniciento.
—Seguidnos por aquí, camaradas.
Otra escalera en sombras nos subió a una rotonda en la que tropecé, de pronto, con un pico de algo.
La lámpara minera alumbró una gruesa moldura cuyo filo lanzó chispas de oro. Del revés, y unos sobre otros, fueron apareciendo los cuadros en anchas filas apoyados contra los muros. Al azar, y como quien abre las páginas de un libro, metí la luz entre dos lienzos. Uno era la Emperatriz de Portugal, de Ticiano; el otro no se veía. Un trallazo de frío me recorrió la espalda al ir adivinando, al ir surgiendo de aquella fría sombra, amontonados, pero en ese orden especial que les dio la prisa, cuatro siglos, los más grandes seguramente de la pintura universal.
Seguimos.
Todo el Museo del Prado había descendido a los sótanos para guarecerse de los bárbaros e incultos trimotores alemanes. Desde el interior, las ventanas bajas habían sido cubiertas con planchas de metal y sacos terreros. Por fuera no tenían cristales. Más de cinco mil cuadros, centenares de obras maestras entre ellos, se veían allí como muertos de miedo, hombro con hombro, temblando en los rincones. Se me saltaron los ojos pensando en las salas desiertas, en la inmensa galería central despoblada. Quise subir, quise verlas, presenciar el espectáculo terrible, único, insospechado, de una de las mejores pinacotecas del mundo desnudas, de pronto, sus paredes, las que tantas maravillas habían sostenido. Pocos hombres, pocas personas de Madrid, de una ciudad casi sitiada, podrían pisar en aquellos momentos, recorrer de un piso a otro, de una sala a otra, aquel dolor sin nombre del Museo vacío.
Subimos una nueva escalera, misteriosa, desconocida.
En la rotonda de la entrada, antes de la gran galería, se alzaba un inmenso andamiaje, un desnudo armazón de madera que subía hasta la cúpula. Entre los travesaños y vigas entrecruzadas que componían aquel improvisado edificio se veía la estatua en bronce del emperador Carlos V con Francisco I encadenado a sus pies. Era el grupo escultórico de León Leoni. A través de la cúpula oscurecía el cielo. Una bomba incendiaria la había perforado, haciendo añicos sus cristales.
—Las maderas empezaron a arder —dijo el miliciano más viejo—. Pero entre éste y yo pudimos apagarlas.
Seguimos.
La larga galería central, más interminable que nunca, era como una calle después de una batalla. Dos inmensas trincheras se levantaban en el centro. Defendían, ocultas bajo ellas, las dos mesas de piedra sostenidas por leones, regalo del papa Pío V al infante don Juan de Austria. La madera del suelo, cuyo olor a cera mezclado con el del barniz de los cuadros me había perfumado tantas mañanas inolvidables, desaparecía ahora bajo una gruesa capa de tierra mezclada de cristales partidos. Hacía frío. Las vidrieras del techo, por las que bajaba antes, igualada, una suave luz cenital, también estaban rotas. Como ventanas ciegas, la huella de los cuadros descolgados se estampaba en los muros. Con los ojos, y según iba avanzando, fui poniendo los títulos: aquí, la Visión de San Pedro de Alcántara, de Zurbarán; enfrente, el San Bartolomé, de Ribera; más allá, Las fuentes de Aranjuez, de Juan Bautista M. del Mazo; luego, los Murillo, los Herrera... Vi los cauces de cinc de los canales que guían el agua de las lluvias, perforados por las bombas arrojadas para incendiar los Goya, los Velázquez, los Greco... Treinta y cuatro bengalas rodearon el edificio, cercándolo de luz en medio de la noche. La puntería así no podía fallar. Los aviones hitlerianos tenían conciencia de su vuelo. Sabían muy bien que allí no había soldados ni polvorines que hacer saltar. Una gran bomba de 200 kilos cayó en el centro del paseo. Más de diez metros de diámetro tenía el hoyo que hizo. Desde la fuente de Neptuno hasta la glorieta de Atocha, llovieron los cristales de las casas. De las preciosas fuentes de tazón que miran al Jardín Botánico, frente a la estatua de Murillo, una rodó por el asfalto, volcándose en fragmentos. El cielo se iba poniendo temeroso, sahumado a lo lejos por altas humaredas salidas de los barrios bombardeados. Algunas estrellas, asomándose tímidas entre los tejados y las torres, nos anunciaban la inminente visita nocturna de los aviones.
Bajamos de nuevo a los sótanos. En la sala de restauración nos aguardaba el subdirector del Museo. Ante los milicianos y varios carpinteros y empleados le dijimos, mostrándole una orden:
—El Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes autoriza a María Teresa León para evacuar inmediatamente, de acuerdo con usted, aquellas obras que sean más importantes y cuyo estado de conservación lo permita.
La cara de los milicianos se aclaró de alegría.
Cuanto antes salieran de Madrid las obras, más tranquilidad para todos, más ánimo para escuchar con menos sobresalto el zumbido diario de los motores enemigos.
Dos días después de aquella visita al Museo del Prado, en el patio de nuestra Alianza de Intelectuales Antifascistas, dormían hasta las tres de la madrugada Las Meninas de Velázquez, y el Carlos V a caballo de Ticiano. Las dos inmensas cajas, sujetas por barrotes de hierro a los lados del camión que había de transportarlas, y unidas fuertemente por entrecruzados travesaños de madera, levantaban un alto y extraño monumento, que hubo de cubrirse con grandes lonas para preservarlos de la humedad y la lluvia.
En un auto, milicianos armados del 5.° Regimiento llegaron a medianoche para custodiar la expedición. Dos motoristas de la columna motorizada se ofrecieron para vigilar la carretera e ir abriendo el paso a la histórica marcha.
—¡Camaradas! —les dijimos momentos antes de salir y en medio de la oscuridad más profunda—: el Gobierno de la República, su Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, os confía en esta noche dos de las obras maestras más valiosas de nuestro tesoro nacional. Los defensores de Madrid defienden su Museo. El mundo entero saludará mañana en vosotros a los verdaderos salvadores de la cultura.
Los motores se pusieron en marcha. Segundos después, aquellos motoristas, aquellos jóvenes milicianos que quizá no supieran ni leer, a oscuras, entre la niebla, muertos de frío y lentamente, salían de Madrid camino de Levante...
Yo, después de la evacuación de Las Meninas, no quise volver más por el Museo del Prado.
Rafael Alberti
El Mono Azul, Madrid, núm. 18, 3 de mayo de 1937
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