María Torres / 15 Enero 2015
«La República es una tormenta que pasará rápidamente ». Eso decía en abril de 1931 el destronado Alfonso XIII, el «Africano» para sus aduladores, un Rey al que nadie quiso. Fue cuando
llegó a Paris, primera etapa de un exilio del que no habría de
regresar vivo jamás.
La tormenta tardó en pasar ocho años. Un gélido
viento descendiente enfrió la tierra española para cubrirla de sangre. Sangre
de la que él fue también responsable, pues apoyó fervientemente a los
rebeldes, donó un millón de pesetas a la causa
franquista y no
se cansó de afirmar que era un «falangista de primera hora».
En
abril de 1931 renunció a la Jefatura del Estado, pero no abdicó. Suspendió «el
ejercicio del poder, sin renunciar por ello a ninguno de los derechos». Quería seguir
siendo rey, un rey al que nadie
quería.
Acusado de alta traición en noviembre de 1931 por las Cortes de la II
República española, sería «degradado
de todas sus dignidades, derechos y títulos, que no podrá ostentar ni dentro ni
fuera de España, de los cuales el pueblo español, por boca de sus
representantes elegidos para votar las nuevas normas del Estado español, le
declara decaído, sin que se pueda reivindicarlos jamás ni para él ni para sus
sucesores». Sus bienes, derechos y acciones de su propiedad que se encontraban en territorio español fueron incautados en beneficio del Estado. Esta
ley sería derogada el 15 de diciembre de 1938 por Francisco Franco,
acto que le llenó de esperanzas, pues confiaba que el
caudilloporlagraciadedios, uno de sus gentiles hombres de cámara, del que fue padrino de boda,
restauraría la monarquía.
No fué así. Acabó ignorado también por Franco y Alfonso XIII declararía
después de finalizar la Guerra: «Elegí a Franco cuando no era nadie.
Él me ha traicionado y engañado a cada paso».
El que fue rey antes de nacer renunció a la
corona el 15 de enero de 1941 en favor de su hijo Juan y falleció en Roma un mes
después, solo, distanciado de
su esposa y de sus hijos. El Régimen franquista procedió a secuestrar toda la información relativa a sus últimos días y la censura solo permitió publicar los teletipos de la agencia EFE.
*
Españoles:
El 14 de abril de 1931 me
dirigí al pueblo español, manifestando mi decisión de apartarme de España,
suspendiendo deliberadamente el ejercicio del poder, sin renunciar por ello a
ninguno de los derechos de los que la Historia me había hecho guardián y depositario.
Cumplí en aquella ocasión un
deber de patriotismo, y gracias a ello ninguno podrá afirmar hoy que se
vertiera sangre española, para defender intereses de un régimen o de una
dinastía, sino que la magnífica epopeya de la liberación de España, el heroísmo
de su Ejército, y de la juventud española, viene marcado con el sello
inconfundible del sacrificio por la Patria, que abre paso a la solidaridad de
todos, para crear su unidad, su libertad y su grandeza.
Asegurada ya la victoria
definitiva, sentí con ella el impulso de anticipar esta declaración; contuvo,
sin embargo, mi ánimo el deseo de mandurarla hasta hoy que, robustecido de
consejos leales e informes autorizados, me juzgo en la obligación de dirigirme
de nuevo, y por última vez, a los españoles.
Al reorganizarse políticamente
el país es preciso que quede expedito y franco el camino, para que, en el
momento que se juzgue oportuno, pueda reanudarse la tradición histórico,
consustancialmente unida a la institución monárquica, que durante siglos ha asegurado
la unidad y permanencia de España.
Durante mi reinado procuré
siempre vivir el interés de mi Patria, y espero que la posteridad hará justicia
a la rectitud de mi intención, y al logro de muchos de mis propósitos durante
un período que cuenta entre los más prósperos de nuestra Historia. Pero aún,
siendo así, sería desconocer la realidad, no advertir que la opinión española,
la de los que han sufrido y han luchado y han vencido, anhela la constitución
de una España nueva en que se enlace fecundamente el espíritu de las épocas
gloriosas del pasado, con el afán de dotar a nuestro pueblo de la capacidad
necesaria, para realizar su misión trascendental en lo futuro.
A esa exigencia fundamental de
la opinión española debe responder la persona que encarne la institución
monárquica, y que pueda ser llamada a asumir la suprema jerarquía del país.
Por una parte ha de esforzarse
en que desaparezcan los últimos vestigios de las luchas civiles, que dividieron
a los españoles en el siglo XIX; por otra, ha de encarnar la esperanza de los
que desean una España nueva, libre de los defectos y vicios del pasado, en la
que un sentido eficaz y vivo del patriotismo vaya unido a una más adecuada
organización de la sociedad y del Estado, y a una más equitativa participación
de todos en la prosperidad general.
No por mi voluntad, sino por
ley inexorable de las circunstancias históricas, podría tal vez mi persona ser
un obstáculo, y sobre todo entre quienes convivieron conmigo y tomaron después,
de buena fe seguramente, rumbos distintos. Ante algunos, podría aparecer como
el retorno a una política que no supo o no pudo evitar nuestra tragedia, y las
causas que la provocaron; para otros, podría ser motivo de remordimiento o de
embarazo. Deber mío es remover esos posibles obstáculos, sacrificando toda
consideración personal, para servir la gran causa de España, por la que tan
generosamente han ofrendado su sangre millares de españoles.
De manera alguna pesa en mi
ánimo la elección de oportunidad o acierto de la mayor o menor resonancia de
mis actuales manifestaciones; hubiera rehuido siempre alterar el espíritu
público o distraer su atención de otras miradas, hacia mí, pues mi propósito y
designio consisten en causar un solo efecto: desaparecer en sazón y tiempo para
bien de España.
Renuevo especial llamamiento al
patriotismo de todos sin distinción, y en particular a los remisos al
sacrificio por la unión, a los cuales va muy encarecido con mi ejemplo.
Con este espíritu y este
propósito ofrezco a mi Patria la renuncia de mis derechos, para que por ley
histórica de sucesión a la Corona, quede automáticamente designado, sin
discusión posible en cuanto a la legitimidad, mi hijo el Príncipe Don Juan, que
encarnará en su persona la institución monárquica, y que será el día de mañana,
cuando España lo juzgue oportuno, el Rey de todos los españoles.
Alfonso
XIII, Rey
Roma,
15 de enero de 1941
Ver la bandera del pergamanato da asco
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