Cuando
quiero recordar a Tina Modotti debo hacer un esfuerzo, como si tratara de
recoger un puñado de
niebla. Frágil, casi invisible. La conocí o no la conocí?
Era
muy bella aún: un óvalo pálido enmarcado por dos alas negras de pelo recogido,
unos grandes ojos
de terciopelo que siguen mirando a través de los años. Diego Rivera dejó su
figura en uno de sus murales,
aureolada por coronaciones vegetales y lanzas de maíz.
Esta
revolucionaria italiana, gran artista de la fotografía, llegó a la Unión
Soviética hace tiempo con el propósito
de retratar multitudes y monumentos. Pero allí, envuelta por el desbordante
ritmo de la creación socialista,
tiró su cámara al río Moscova y se juró a sí misma consagrar su vida a las más
humildes tareas del
partido comunista. Cumpliendo este juramento la conocí yo en México y la sentí
morir aquella noche.
Esto
sucedió en 1941. Su marido era Vittorio Vidale, el célebre comandante Carlos
del 5º Regimiento.
Tina
Modotti murió de un ataque al corazón en el taxi que la conducía a su casa.
Ella sabía que su corazón andaba
mal pero no lo decía para que no le escatimaran el trabajo revolucionario.
Siempre estaba dispuesta a
lo que nadie quiere hacer: barrer las oficinas, ir a pie hasta los lugares más
apartados, pasarse las noches en
vela escribiendo cartas o traduciendo artículos. En la guerra española fue
enfermera para los heridos de la
República.
Había
tenido un episodio trágico en su vida, cuando era la compañera del gran
dirigente juvenil cubano
Julio Antonio Mella, exiliado entonces en México. El tirano Gerardo Machado
mandó desde La Habana
a unos pistoleros para que mataran al líder revolucionario. Iban saliendo del
cine una tarde, Tina del brazo
de Mella, cuando éste cayó bajo, una ráfaga de metralleta. Rodaron juntos al
suelo, ella salpicada por la
sangre de su compañero muerto, mientras los asesinos huían altamente
protegidos. Y para colmo, los mismos
funcionarios policiales que protegieron a los criminales pretendieron culpar a
Tina Modotti del asesinato.
Doce
años más tarde se agotaron silenciosamente las fuerzas de Tina Modotti. La
reacción mexicana intentó
revivir la infamia cubriendo de escándalo su propia muerte, como antes la
habían querido envolver a ella
en la muerte de Mella. Mientras tanto, Carlos y yo velábamos el pequeño
cadáver. Ver sufrir a un hombre
tan recio y tan valiente no es un espectáculo agradable. Aquel león sangraba al
recibir en la herida el
veneno corrosivo de la infamia que quería manchar a Tina Modotti una vez más ya
muerta. El comandante
Carlos rugía con los ojos enrojecidos; Tina era de cera en su pequeño ataúd de
exiliada; yo callaba
impotente ante toda la congoja humana reunida en aquella habitación.
Los
periódicos llenaban páginas enteras de inmundicias folletinescas. La llamaban
"la mujer misteriosa
de Moscú". Algunos agregaban: "Murió porque sabía demasiado."
Impresionado por el furioso dolor
de Carlos tomé una decisión. Escribí un poema desafiante contra los que
ofendían a nuestra muerta.
Lo
mandé a todos los periódicos sin esperanza alguna de que lo publicaran. Oh,
milagro! Al día siguiente, en
vez de las nuevas y fabulosas revelaciones que prometían la víspera, apareció
en todas las primeras páginas
mi indignado y desgarrado poema.
El
poema se titulaba "Tina Modotti ha muerto". Lo leí aquella mañana en
el cementerio de México, donde
dejamos su cuerpo y donde yace para siempre bajo una piedra de granito
mexicano. Sobre esa piedra
están grabadas mis estrofas.
Nunca
más aquella prensa volvió a escribir una línea en contra de ella.
Pablo
Neruda
"Confieso
que he vivido. Memorias"
Capítulo
11 - La poesía es un oficio
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