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1260. Viaje a la aldea del crimen V



«Los Libertarios». Opinión del viejo «Seisdedos» sobre el origen feudal de la propiedad. Su nieta Mariquilla.

El jefe de la familia de «los Libertarios» es el «Seisdedos», a quien estiman y quieren porque tiene un natural pacífico y honrado. El viejo tiene varios hijos. Uno, casado. Dos, solteros. Tiene también una nuera viuda y todavía joven. A todos ellos los llaman «los Libertarios». «Seisdedos» lo había sido siempre. Al llamarles «libertarios» no los calificaban políticamente. Simplemente los nombraban, como a otros les decían «los Zumagueros» y a otros «los Gallinitos». Eran muchos los jornaleros que no sabían qué era eso de «libertario» y hasta algún jovenzuelo de las casas pudientes que pasaba por culto. Eso vino después. Al hablar con la gente del pueblo estos días son muchos los que nos dicen de la familia de «los Libertarios»:

—Era la familia más honra del pueblo.

El viejo «Seisdedos» era segador en verano, iba a la aceituna en invierno, haciendo largos viajes, a veces para trabajar durante dos meses por la comida y dos reales. A los que no querían hacer ese trato les daban el importe de la comida en metálico. Les daban un real. En total, tres reales diarios trabajando de sol a sol. Esto era hace años. Últimamente, las cosas estaban mejor; pero como en Casas Viejas no hay aceituna y los obreros de un término municipal no pueden trasladarse a otro —acuerdo de los socialistas, que estaría bien si no fuera de un simplismo absurdo—, los jornales modernos de la aceituna —hasta 6,50— no los conocían. En verano segaba bajo el sol, primero solo, con los compañeros. Después, al lado de sus hijos, en las peonadas épicas. Luego, entre máquinas y aperos. Los jornales de la siega subían; pero cuando alcanzaban un punto remunerador con el cual era posible ya el invierno con mantas y pan, llegaba la máquina. El propietario hacía cuentas, veía que si compraba dos segadoras las amortizaba en un solo verano, y al llegar junio las máquinas invadían el campo. El «Seisdedos» quedaba sorprendido por la infalibilidad de aquella oculta sabiduría que disponía que nunca pudiera ganar un jornal decente. Competir con la máquina en resistencia y en cantidad de trabajó era imposible. Esa oculta ley que no venía siquiera de los Gobiernos, sino de las cosas —la máquina, siempre la máquina—, le fue reduciendo a la vida de Casas Viejas. Y, además, los años. La ley que le impedía ir últimamente a trabajar «donde lo hubiera», confinó a él y a otros muchos todo el invierno en un pueblo sin vida.

El «Seisdedos» había leído en cierta ocasión un periódico y un folleto donde le hablaban de tierra, de derechos y de libertad. No es preciso explicar el proceso psicológico de su conversión a las ideas libertarias. Nadie necesitará que se lo aclaren. El «Seisdedos» comunicó aquellos conocimientos a sus hijos y a sus nietos. Pronto fue la familia de «los libertarios». Les gustaba, aparte la solidez de sus convicciones —que son más sólidas cuando detrás hay una necesidad y un instinto—, aquel apodo que significaba, no una peculiaridad física, un defecto o una deformidad, sino una doctrina y un credo. «El libertario» no se conducía como un fanático. Discutía con los patronos y administradores en nombre de sus compañeros, regateaba para sacar un real más de jornal, y, a pesar de esto, patronos y administradores reconocían que «se podía tratar con él», que era razonable y, sobre todo, que trabajaba y hacía trabajar a los compañeros muy bien. Era un hombre formal.

A veces bromeaba con los suyos sobre las mismas cuestiones ideológicas. Solía decir a los campesinos del Sindicato:

—¿No. sabéis cómo ha sido eso de que unos sean ricos y otros pobres?

Y repetía, ya un poco maniático —los— años—, su versión, que todos conocían:

—Al prinsipio, tó era de nadie. Uno que tenía una jaca ligera salió al campo y cortó tierra. Otro que sólo tenía un caballejo, cortó menos, pero también argo. Luego salieron seis u ocho a pie. Pero nuestros pobres agüelos eran baldaos.

Se refería a Casas Viejas. A la propiedad en el pueblo.

—Este era entonse —solía decir— un pueblo de baldaos.

No pudieron los abuelos moverse de casa y se quedaron sin tierra unos setecientos hombres, de los cuales la mayoría tuvieron hijos, que hoy han formado el Sindicato.

El día 10 de enero, por la mañana, el «Seisdedos» repitió su versión sobre el origen feudal de la propiedad, más contento que otras veces. Le escuchaban los suyos y algunos vecinos, entre ellos Francisca Lago, que vivía en la choza inmediata y acababa de llegar con unos sobres dirigidos al Sindicato. Dijo que se marchaba porque tenía que preparar la comida de cinco días para carbonear con su marido en la sierra. Iban a veces en grupo con otros. La comida para cinco días consistía en dos panes y una cantarilla con vino. Habían tenido que esperar diez días hasta ahorrar en monedas de diez céntimos el dinero necesario. La miseria hablaba en sus ropas, en sus ojos hundidos. Estaban pagando en pequeños plazos de veinte céntimos las botas que el marido llevaba. Ella calzaba unas alpargatas con remiendos de suela vieja y de saco. El viejo «Seisdedos» rompió los sobres y leyó para sí. La torrentera calva y pedregosa daba un blanco violento. En la calle ardían dos tochos y alrededor se agrupaban ocho o diez personas. Todos ellos vivían igual. Todos se quejaban de lo mismo. Cinco meses sin trabajo. Era una desgracia no poder ir a la «séituna». El «Seisdedos» se guardó los papeles, tosió y dijo lentamente:

—Me paese que se van a acabar pronto las limosnas.

Hubo caras de espanto. ¿Les quitarían aquel último recurso?

—Yo no he dicho eso —contestó «Seisdedos» a tres que le preguntaron a un tiempo—. Pero ya es hora de que se acaben de una vé.

Aquello tenía un sentido distinto. Una mozuela subía triscando. El viejo le preguntó con la mirada, y ella respondió:

—Josefa dise que no se ve er tren; pero yo lo he visto.

Los otros negaban. Mariquilla Silva, la nieta del «Seisdedos», se encaró con ellos:

—¿Qué sabéis ustés? ¡Subir allá y está un rato a la mira!

«Seisdedos» sacó un papel impreso —una octavilla— que había llegado en el correo y se lo dio:

—Niña, no sabes lo que dises. Anda. Lee.

Mariquilla Silva leyó deletreando. Algunas palabras del léxico rebelde eran familiares y salían sin interrupción. El viejo motor de la tahona daba impasible su «chas-chas».

De aquel pan les llegaba a muchos de los que estaban escuchando sólo el ruido, lo mismo que del otro motor que chascaba por la noche y que daba luz eléctrica a los que podían pagarla.


Ramón J. Sender
Viaje a la aldea del crimen (Documental de Casas Viejas) 1933









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