Calle Mayor (Madrid) tras un bombardeo |
Lo que yo quiero contarte, lector, esto de que aquí he
de dar noticia, ha de parecerse forzosamente a un cuento. Un cuento fantástico
y extraordinario, ya que es referencia y testimonio de una superación, inédita
hasta hoy, llevada a término por la realidad estricta, sobre la más
desenfrenada fantasía.
Esta realidad modeladora de disciplinas y obediencias,
que deben trascender de nuestro Madrid excelso a todos los ámbitos de la España
nuestra, es una realidad de acero, dura como la guerra a que nos llevó la
sublevación cerrileclesiásticocapitalistamilitar; por eso nuestro hacer, para
tener eficacia, ha de estar empapado de rezumo bélico y su destilación,
concretada en disciplina y obediencia plenas al poder legítimo que en la guerra
nos guía.
Un empaparse en guerra y darse cuenta de esta guerra
enorme, es ir a esa realidad madrileña superadora de fantasías. Mirad. Parece
un cuento. Un cuento que se pinta en la retina entrando por el oído. Porque es
ahora en este instante en que caminamos por las calles céntricas de nuestro
Madrid, cuando un silbar lejano nos sorprende; una avispa musical de velocidad
rara se acerca, pero la imagen cae despanzurrada por el mismo sonido que la
motivó, que crece y se abre ya en embudo glotón de tuétanos, avasallador, como
esa imagen que en la pantalla se agranda y se nos viene encima: un estampido
redondo; un agujero en la fachada; humo; nada más. Otro zumbar grave, en
andante maestoso (pobre niño, se le ha caído la botelluca del aceite y mira
lloroso la mancha que se extiende por el suelo. Toca el roto vidrio; moja el
dedito en el charquillo de su aceite; busca un imposible en los ojos de los
transeúntes; nada más). Un grueso estampido, en árbol, como arrancado de la
tierra, y con formidable calderón. Ojos atónitos; llamas y humareda. Y más: Los
cielos se rayan de motores y se agujerean de ametralladoras. Un avión resbala
y, como pájaro tocado, vuela rápido perdiendo altura, tratando de ganar las
afueras llanas. Y los ojos y los pechos se abren en ansias libertadoras.
Pero esto es en el corazón de la ciudad, donde unas cigüeñas
invisibles, tableteando el pico, dejan nubecillas en el azul y riegan las
calles de metralla.
iPero esto es las calles céntricas de la ciudad !, y
hay otras.
¡Otras calles del alma!, del alma nuestra, y
de la de ese excelso ciudadano de la República que murió en ellas, rompeolas de
la barbarie, para que nosotros podamos seguir viviendo. (Que no nos
avergoncemos de seguir viviendo. ¡Por tu memoria, ciudadano de la República!,
que mi deber no me lo cumpla nadie).
Abrid los ojos y venid a estas calles, hombres libres
de España y del mundo.
No temáis los medrosos, porque no hay nadie en ellas,
¡nadie !, oídlo bien —¡qué rabia y qué dolor !—, nadie.
El pie en la soledad. Pero a conciencia de que se
huella sobre la soledad y de que uno está —ahora— solo, centinela o vigía, o
colector de sensaciones que pregonar —¡oh pobre oficio!— al orbe entero, para
que sirvan de testimonio y loor por los hermanos combatientes.
El permiso de guerra que va en el bolsillo y sirvió
para llegar hasta estos ámbitos crece desmesuradamente como señal de amparo,
tabla que sueña el náufrago en la tamaña soledad. Hay miedo. No a los tiros del
frente próximo y que nos enfilan difícilmente en las calles transversales, sino
miedo al Miedo, a la idea de miedo, a ese embarullarse consigo mismo, a esa
indecencia. Por esto la señal de amparo que absurdamente comenzó a motivar el
permiso de guerra, como lo hubiera motivado cualquier cosa, pues estos
fenómenos miedosos y puramente subjetivos toman asidero en el saliente más a mano,
se desdibuja y borra, al fin, dominado por un concepto del deber que viene,
erguido el pecho, por esta soledad calle adelante. Y este sí que es un
magnífico amparo, aun en relación con el posible salto al más allá. ¡Esto sí!
Y uno se dice mentalmente, con el gran cordobés: «Oh bienaventurado refugio a
cualquier hora».
Porque no hay nadie, ¡nadie!
(Por aquí pasaron los aviones negros).
Y yo os juro, amigos, que no vale, para dar idea de
estas calles, el más exacto documento fotográfico, ya que la placa registra lo
que hay, pero no la nada y el vacío.
¡Esta nada emergiendo de raros escombrales!
Porque no importa la superación subrealista comprobada
al ver que la vaca voló por los tejados, descansando su cabeza en ese
balcón, donde sus ojos dulces recogen el paisaje solitario. No importa esa cama
inclinada sobre un abismo de tabiques deshechos, y que guarda aun la huella de
los cuerpos. Ni la ropa huera colgada de una percha a treinta metros del solar.
Ni la muñeca, que se quedó, por los pelos, en la vigueta retorcida. Ni este mal
retrato, incólume, de un señor con uniforme, barba y condecoraciones —jugarreta
máxima, no tocar esa barba, embozo despistante, ni la chatarra que colorea en
el pecho, y en cambio desnudarle del vestido de tabiques que cubría sus
vergüenzas—. Y tantas cosas más que no importan.
Porque lo importante es la Soledad abandonada de la
calle, donde los pasos parecen traducirse al infinito. Lo sobrecogedor es este
silencio yacente por el que se camina; la estela cristalizada del estupor
tremendo y desamparo enormísimo de aquel momento en que la muerte entró
raziando hogares.
Y en el fondo de esa nada se esculpen multitud de
gestos nunca vistos, verdaderos repentes de actitudes coaguladas en el instante
vital en que las cogió el Espanto.
Porque aquí se ve la huella de la sandalia trágica del
Espanto.
(Imaginad que un trozo de mundo es asesinado,
repentinamente, mientras discurre su vivir: el ojo quedará atónito como un
blanco; el beso, como un esputo que se heló en los labios, y el ¡ay! como una
cinta de cuarzo entre la roca.)
Pero cuando el silencio es perforado por los disparos
de cercano frente; cuando se escucha que el aire entra y sale por ventanas y
balcones de casas, como por los huecos vacíos de una calavera; cuando el
portazo suena y sobrecoge al dar cuenta en su golpe del supremo abandono de
tanto y tanto hogar, se alza en medio, como monolito indestructible, el
espíritu claro de los defensores de nuestro Madrid.
Entre las ruinas ejemplares, ¡salud a ellos!
Antonio Porras
Hora de España III
Valencia, Marzo 1937
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