María Zambrano Alarcón (Vélez-Málaga, 22 de abril de 1904 - Madrid, 6 de febrero de 1991) |
La moral, la moral que necesitamos, va teniendo tantas dimensiones como la vida misma. Todavía pesa sobre nosotros la larga tradición ascética, según la cual lo moral era obtenido siempre por eliminación, por vía de purificación, empleando el propio lenguaje ascético. Desde la vida se nos trasladaba a la moral dejando cosas, abandonando parte de la rica superficie del mundo, renunciando a la complejidad del ser que nos transmitía la sensibilidad, reduciendo nuestras pasiones, clarificando, mediante la lógica, nuestros pensamientos.
La moral seguía, con respecto al ser humano, el mismo
camino de la lógica: reducir, aclarar; en suma, abstraer. Moral de la
purificación raramente compatible con una actividad externa, pues ella sola
consumía las más profundas energías que un hombre pudiera tener. Sólo por caso
excepcional era compatible esta lenta y trabajosa subida a la interior
perfección, con la furia capaz de someter al mundo. La más clara expresión de
que así era, la encontramos en la dualidad de vida que ya se pensara en
términos griegos: vida activa y vida contemplativa; acción y teoría.
Hija de esta dualidad es la actual lucha en que se
divide el mundo. Con ser tanta la potencia del hombre, no ha sido suficiente
para llevar la moral de purificación allí donde hacía más falta, o sea a lo más
activo e impuro. Hoy sentimos como culpable el no haber exigido a la pureza
moral la integridad de contenido humano necesario para que, a la postre, el
hombre concreto de carne y hueso no se sintiera desamparado, sin más horizonte
delante de sus pasiones que sus pasiones mismas; sin más ley sobre sus
instintos que el crecimiento desbordado de sus exigencias. Culpa de no haber
contado con la indocilidad fundamental de la fiera que el hombre alberga en su
pecho; culpa -y esto es lo más irónicamente cruel- de los mejores, de quienes
fueron capaces de cumplir con el riguroso programa ascético, demostrando así
que era posible a los hombres el ser héroes, el ser santos.
Suceden hoy tales cosas que nos mueven a reprochar a
los mejores ejemplares de humanidad el haber ido tan lejos en su afán de
perfección. Tiene tal ceño la vida, la vida de todos los días y de cada hora,
que nos mueve a alzarnos en rebeldía contra lo que más admiración nos ha
causado y que en años de mocedad soñamos quizá en imitar. ¿Por qué nos han sido
presentados tales ejemplos de exquisitez moral, de belleza en la conducta, si
luego el hombre es capaz de llegar hasta extremos inconcebibles de obscura
perversión, de ciega maldad sin fondo?
Pero, aun antes de ahora, hace ya tiempo que la
rebeldía contra el mundo ideal que la tradición religiosa cristiana nos había
dejado, aun a través de las ideas más alejadas de ella, se había manifestado.
Rebeldía que era desesperación al ver el bello ideal imposible de realizarse, y
al mundo, por su parte, cabalgando desbocado, sin freno ni dirección. Era
menester ponerse en contacto con la realidad inmediata, bajar a la tierra,
descubrir de nuevo el mundo, reivindicar la materia, hundirse en la vida y
aceptarla sin imponerle demasiadas condiciones, sin someterla a ninguna
purificación, aceptándola íntegra en toda su impureza.
Nos lanzamos entonces a vivir y, más que con fe, con
curiosidad de ver qué daría de sí la vida cuando se la entregaba a sí misma,
cuando al fin ya no se la pedía que se pusiera por encima de sí misma. Ha
habido una entrega a la vida inmediata sin pedirle cuentas; una aceptación sin
límites de lo que ella de por sí nos ofrecía; en resumidas cuentas, una
divinización de la vida espontánea, de la vida como fuerza autónoma e
irresponsable. Los pensadores germanos, maestros en el delirio y en todo lo
desmedido, han dado la pauta de este desvarío y se han mordido la cola
teorizando la irracionalidad, justificando con un pensamiento, nunca más
traidor a sí mismo, la irrefrenable violencia y, apresurados siempre en las
identificaciones, identificaron sin más la vida en su plenitud con la
violencia, con la fuerza sin forma y sin límite.
Sin forma y sin cara: horrible vida, estallido de
fuerza ciega en el vacío. Se llama fascismo, aunque su espantosa negrura no
tiene en realidad nombre; su nombre tendría que ser el que designe a todo lo
negativo, a todo lo que no es sino para destruir.
Pero todas estas experiencias que en brevísimos años
consumimos, si es que no nos consumen, nos exigen una nueva moral, más rica,
más completa y total que la que nos ha llegado de la vieja y larga tradición
grecocristiana. Porque hoy descubrimos que de nuevo la vida, por sí misma, nos
exige una moral y no se puede mantener sin ella; al mostrársenos en todo su
horror la violencia desatada, descubrimos que la es posible.
Una necesidad de orden, de ley, de responsabilidad
ante algo; una necesidad de que la moral y la razón no sean burladas, de que la
fuerza, lejos de separarse del espíritu, como en la moral ascética, se le una y
acompañe formando la integridad de la vida.
En la inminencia de la muerte, bajo la negrura de un
cielo amenazador, rememoramos las creencias que nos enseñaron en la infancia y
pensamos: todo eso es cierto; pero no es en más allá de la vida y de la tierra;
es aquí, en la tierra donde existe el infierno y la gloria; el mal y la
necesidad ineludible de vencerlo. Es en la tierra y para ella, dentro de ella y
bajo su horizonte, donde tenemos que crear la vida futura: la vida.
El "hombre interior" del cristianismo no
tiene que guardarse sus anhelos de perfección absoluta para un más allá, sino
aquí mismo, en la tierra, volcar su fuerza moral, su capacidad transformadora,
su poder luminoso contra la ciega violencia sin objeto.
¿Cómo no se hace esto evidente para todos los que se
sienten o creen cristianos? ¿Cómo no prueban su verdadera fe lanzándose a
conquistar el mundo para la razón, para la justicia?
Pues si tantas veces se ha contestado por autoridades
eclesiásticas con "mi reino no es de este mundo", no puede, en
realidad, convencer esta respuesta, partiendo de una religión en que la
caridad, o sea el no sentirse nunca desligado de lo que le ocurre al semejante,
es la médula de su sentido y la más revolucionaria novedad que aportó al
cansado mundo antiguo.
Quienquiera que crea en la nobleza del hombre y de la
vida, no puede abandonarla a la ciega vaciedad que quiere destruirla. Ya no es
la moral, ni la razón las que se sienten amenazadas y en vías de
aniquilamiento: es la vida misma.
No se trata de defender a la razón y a la vieja moral con la vida, como se nos pedía, de consumir la vida en su servicio, sino al revés: es la vida la que está en mortal peligro; es a ella a la que hay que acudir para que no sucumba; es la vida la que está puesta en trance de desaparición. Y por irónica pedagogía -la única pedagogía eficaz parece ser la de la ironía-, es a la razón a la que tenemos que recurrir y a la moral, para que defiendan la vida, que se había querido escapar de ellas.
No se trata de defender a la razón y a la vieja moral con la vida, como se nos pedía, de consumir la vida en su servicio, sino al revés: es la vida la que está en mortal peligro; es a ella a la que hay que acudir para que no sucumba; es la vida la que está puesta en trance de desaparición. Y por irónica pedagogía -la única pedagogía eficaz parece ser la de la ironía-, es a la razón a la que tenemos que recurrir y a la moral, para que defiendan la vida, que se había querido escapar de ellas.
Pero nada vuelve igual que estaba.
El retorno de unas ideas, de unas creencias, es
imposible. La razón y la moral que ahora sentimos necesarias para sacar a la
vida de la obscura prisión en que se ha metido a sí misma, no puede ser la
razón y la moral tradicionales, fracasadas, impotentes para haber impedido la
actual sinrazón. Necesitan ser otra razón y otra moral que salven la antigua
dualidad entre teoría y práctica, entre vida activa y vida contemplativa; entre
pureza y fuerza. Necesitan ser una razón y una moral que se pongan en pie con
invencible impulso: una razón activa, victoriosa, arrolladora; una pureza
creadora, llena de fuerza, que no tema mancharse con el contacto de la
realidad, que no rehuya el combate de cada día.
Hace unos años, estos anhelos podrían parecer una
postura de tantas entre las que andaban al uso. Hoy la vida nos trae en
realidad, en inexorable realidad, un combate diario; un combate en el que
nuestra actividad tiene que ser forzosamente moral, en que no podemos actuar de
otra manera que moralmente.
Bajo el cielo poblado de amenazas inmediatas de morir,
no nos cabe más actividad que la moral; nuestro más íntimo fondo, en ese punto
imperturbable de todo ser humano, en ese remanso de fortaleza de toda vida para
afrontar en completa dignidad el más último y definitivo de los peligros. Pero
esa dignidad es la que hace que la vida no sea aniquilada por la hueca
desolación de la barbarie. Esa dignidad es la vida
María Zambrano
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