Refugiados de Málaga en Almeria, febrero 1937 (Foto: Gerda Taro) |
Aun nos duelen los oídos y los ojos. Pero quisiera abrir las venas oscurecidas del recuerdo en este cuerpo de pesadilla que se ha desplomado sobre nosotros. Durante cuatro días hemos estado perseguidos por el tormento de la interrogación continua, de la esperanza entumecida a cada momento. La noche del día 6 la tragedia era un lienzo próximo para todos los ojos. El aire caliente, las esquinas desiertas, las luces congeladas, la delataban por todas partes.
Y, sin embargo, creíamos en el silencio. En aquel
silencio hondo de las calles y de los corazones; en aquel silencio parecía
tocarse con las manos.
El sábado 6 de febrero el frente se había roto. El
enemigo avanzó, desplegando sus mejores elementos. Al anochecer tomaba las
alturas que dominaban Málaga.
La noticia abrió un reguero de fuego en los
corazones. Se encendieron las miradas. Se agolpaban los puños,
impacientes, a las puertas de los Sindicatos. Los primeros obuses en las
calles de Málaga levantaron inesperadamente un muro de angustia. Los
tanques sembraban ya la muerte muy cerca.
Habíamos reducido el valor de nuestra vida al mínimum.
Sabíamos que la muerte estaba esperándonos a varios kilómetros. El dolor
ya comenzaba a enroscarse en nuestros pulsos.
Pero las mujeres que transitaban con los ojos
desvelados de esperar en vano a sus maridos o a sus hijos, los niños que
lloraban con los oídos enfermos y los ojos aterrados, nos sobrecogían de
espanto.
Era preciso oponer un muro de sangre, de carne viva a
aquella techumbre que se desplomaba. Un muro así no podía darnos la
victoria, pero podía salvar miles de vidas. Miles de voluntarios marcharon
al frente. Sabían, al marchar, que la tierra que pisaban a su paso no
la pisarían más. Y allí quedaron tendidos en las carreteras,
aplastados por los tanques, ametrallados por los aviones, convertidos para
siempre en simiente de abnegación y sacrificio. La flor del Partido
Comunista, lo mejor de sus cuadros, se sacrificó. Sólo así se pudo salvar
las vidas de miles y miles de hombres, mujeres y niños que marchaban
carretera adelante buscando nuevos climas donde el dolor no les golpease
tan implacablemente.
Amanecer del domingo. A las ocho de la mañana
los tanques estaban a muy pocos kilómetros de Málaga.
Entonces, las Juventudes Socialistas Unificadas
quisieron detener las máquinas que sembraban la muerte. Era preciso
encender de nuevo los ojos desvelados por tanto crimen.
Todo el que salió aquella mañana, salía ya con un
corazón de héroe.
Y hoy recordamos todos a un camarada, casi un niño,
que con su muerte levantó un terrible muro de gloria y sacrificio.
Salió con uno de los primeros grupos antitanquistas.
Cuando se le acabó su dotación de bombas, arrastrándose avanzó entre los
compañeros ametrallados, arrancando sus bombas a los cadáveres.
Y así siguió arrojándolas, hasta que quedó tendido
para siempre con la sonrisa helada. Varios tanques fueron el precio de su
muerte.
La situación se agravaba por momentos. El cerco se
apretaba por tierra. Nos oprimía cada vez más próximo. Y por el mar, los
barcos paseaban, esperando lanzar sus disparos. Y por el aire los aviones amenazaban
desde el cielo del crimen.
Al anochecer, hundidos en un silencio impresionante,
comenzó el éxodo. Se abandonaba Málaga con el pulso encogido. Las
calles tenían la sensación de soledad de la noche pesada. Era aquella
soledad la que mordía nuestros nervios. Porque hubiéramos preferido los
gritos, los pasos alocados, la algarabía confusa, a aquel dolor
subterráneo que nos devoraba por dentro. Ya las ametralladoras sonaban
cada vez más cerca. Y los hombres, las mujeres y los niños tomaban el
camino de El Palo, carretera adelante, librándose de las horribles
ligaduras que encadenaban sus sueños.
Al anochecer la triste caravana se puso en marcha. Y
ya no se detuvo.
Durante toda la noche del domingo 7 y madrugada del
lunes, miles y miles de personas pasaron Torre del Mar. Se entraba en un
nuevo clima. Ya el aire no pesaba con tanto aplomo. El grueso de la caravana pudo continuar.
Y desde entonces Torre del Mar fué un nombre que
golpeaba todos los oídos como un llamamiento desesperado. Ya sólo había
una preocupación: avanzar, avanzar... Acelerar la marcha era acercarse a
la vida. El éxodo adquiere ahora la categoría de un martirio continuo.
Hay pies que se niegan a marchar, y, sin embargo, marchan.
Hay ojos que quieren cerrarse, y, sin embargo, se abren dolorosamente, con
la mirada fija.
Y flotando, sin respuesta, siempre la misma pregunta:
¿Dónde está el fin? ¿Dónde termina la angustia?
Y así un minuto, y otro, y otro...
La caravana marcha pesadamente. De pronto se ve
sacudida, como mordida por un calambre.
Gimen los niños. Las madres llaman a sus hijos. ¿Por
qué tanto crimen? La respuesta está ahí. En los estampidos secos de esos
barcos que disparan desde 200 metros, partiendo la masa humana en
pedazos que sangran.
La multitud grita, chilla, se desparrama, se tumba, se
esconde en los huecos del camino, detrás de la sierra. Pero los cañonazos
los persiguen por todas partes.
Cuando el fuego cesa se prosigue la marcha. Pero hay
algo que se queda sobre la tierra para siempre: los brazos arrancados,
los cuerpos partidos, la sangre vertida a torrentes por mujeres y niños
indefensos.
Torre del Mar quedó allá lejos. Motril no llega. Y ya
hay muchos pies abiertos que no pueden seguir. Y muchos cuerpos
derrumbados por el hambre y por el frío. Hay niños que tiemblan, que piden
pan, que lloran. El hambre, otro aliado de la muerte, va clavando
sus garras.
El descanso no se conoce. Quien se detiene está
firmando quizás su sentencia de muerte.
Y sin embargo hay que detenerse. La muerte ronda por
el aire..
El cielo del crimen brilla, sirviendo de fondo a los
trimotores que riegan el dolor por la carretera.
Las ametralladoras suenan sin descanso.
Crece la ola del sacrificio. La marcha prosigue sobre
nuevos cadáveres. Detrás de la caravana vienen los tanques, sembrando de
nuevo el calor de la tragedia.
La voluntad se endurece ahora. Se hace roca viva. Se
anda como autómatas hasta caer hundidos, sin sangre. Con los pies
llagados, con los pulmones secos, con los costados abiertos, con hambre, van
los cuerpos como tallos débiles.
Se anda. Ahora se oye un ruido de ametralladoras que
se acerca, un rodar de monstruos que apagan los oídos. Son los tanques que
avanzan por la carretera. Que se acercan ya. Que nos pisan.
Hay muchas voces que ya no pertenecen al reino de la
cordura. Se desploman las columnas más firmes.
Pero la tragedia crece en esos padres que ven a sus
hijos clamando, gritando, mientras suena el tableteo de las
ametralladoras. Y así hasta Motril.
Después la odisea continúa. Los que llegaron hasta
Almería con los pies abiertos, el corazón hundido, con la familia
deshecha, han levantado para siempre la acusación más firme contra la barbarie
del fascismo.
Adolfo Sánchez Vázquez
Director de la revista Octubre de Málaga, y testigo
presencial del doloroso éxodo de la población civil.
Publicado en Hora de España, núm. 3
Valencia, Marzo de 1937
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