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1492. Lo que pasa en Kazajistán, se queda...perpetuo




Ana Cepeda  / 4 Junio 2015

Es difícil. Es prácticamente imposible llegar a transmitir con precisión las cientos de sensaciones que aún tengo rebotando por mi cabeza y haciendo carambolas en el resto de mi cuerpo.

Es complicado poder contar al detalle los cuatro días que hemos vivido, pero sé que escribiendo esta entrada mis ideas acabarán por ordenarse, pese al cansancio y al jet-lag que supone el hecho de volar 14.000 kilómetros en 96 horas y añadir 500 más en autobús, aderezándolo con constantes baches y vaivenes. Pero exprimiré mi adormilada mente para que mi memoria me permita ahora, antes de que se difumine todo, dejar plasmado este gran cúmulo de emociones.

Lo que yo he vivido no ha sido un viaje más. Al igual que mi último viaje por Rusia en el año 87 me cambió la vida y nunca he sido capaz de olvidar, este, que ha sido minúsculo, va a perpetuarse por siempre como algo especial.

No solo se ha tratado de ir al lugar donde mi padre estuvo recluido durante casi 4 años, rendirle homenaje, reconocer las injusticias y hacerle un tributo a sus 7.700 compañeros que no tuvieron la suerte de sobrevivir. También me ha llevado a hacer una gran reflexión en la que los prejuicios, la generosidad y la camaradería nos han dado a todos una buena lección.

Tenía miedo. Sabiendo a qué tendencia política se arrimaban algunos de mis acompañantes, no era muy difícil adivinar que podría haber conflictos entre ellos provocando que el propósito del viaje se convierta en un fracaso. Pero no fue así, es más, creo que todos nos sorprendimos al ver cómo nuestro “divisionario” atendía, mimaba y cargaba con la maleta del único “niño de la guerra”, un republicano de 84 años.

Si algo dejó claro mi padre en su manuscrito, y tal cual lo he plasmado yo en “Harina de otro costal”, fue el hecho de que encontrarse con otros españoles de diferente ideología política era algo que carecía de importancia. Él, lo único que quería era hablar en español, charlar sobre su país, sus costumbres y tradiciones. La amistad se fortalecía tanto que acababan por ayudarse los unos a los otros, y si tenían que recibir palizas por "culpa" de sus compatriotas no era motivo suficiente para enturbiar la amistad entre ellos.

Sin embargo, yo andaba preocupada por haber interpretado que nuestro último “niño de la guerra”, era un comunista acérrimo que alababa al antiguo PCE, y en concreto a mi detestada Pasionaria. La sorpresa me la llevé el día en que, sin saber cómo, me vi charlando con él, y le escuché decir que Dolores Ibárruri respondió a la pregunta de qué pensaba hacer con los españoles que estaban delinquiendo (pues ya sufrían penurias durante la Segunda Guerra Mundial), y ella respondió con un tajante, que los metan en la cárcel, como a los rusos. El resto de calificativos que contaba sobre ella, me lo quedo para mí, porque las cosas que pasan en Kazajistán se quedan en Kazajistán.

Y mientras borrábamos de nuestra mente la imagen de militar falangista que nos había transmitido el representante de la División Azul y, viéndole actuar como si fuera el nieto de este abuelo republicano, la sangre nos fluía cada vez menos roja, cada vez menos facha, transformándose en un simple líquido que solo generaba alegría y paz.

Mis prejuicios, al igual que los de mis compañeros, fueron desapareciendo tanto por un lado como por el otro, y me di cuenta de que, como dijo mi hermano el último día y abriendo un brindis, al final, lo único que importa es que somos personas.

Kazajistán, un gran país (el octavo más grande del mundo), con tan solo 16 millones de habitantes, parecía querer recibirnos exhibiendo a su adolescente capital, Astaná. La planicie de la gran ciudad se funde con la inmensa estepa protegiendo la carretera por inmensas vallas de hormigón, que se utilizan para frenar la avalancha de frío, llegando a los 50º bajo cero.

No pudimos ver gran cosa más lo que percibimos a través del cristal del autobús, pues nos agasajaron a homenajes, comidas y regalos. Apenas quedó tiempo para dar un paseo por nuestra cuenta. Ni siquiera pude cambiar euros a tenges… con eso lo digo todo. 

Tanto el embajador español, que nos invitó a un almuerzo en su casa -un piso de lo más modesto para su posición- como el precursor de este dulce lío, el archivero que encontró las 152 fichas de los españoles internados en el GULAG,  nos trataron como si fuéramos la corte real. Al igual que Air Astaná, que tuvo el detallazo de dejarnos volar en business. Se agradece ir tumbados en un viaje tan largo e intenso y que te pregunten que si te pica algo, avises a la azafata, que ella viene a rascarte :-)

Fuimos casssssta, pero de la mala, de la asquerosa, de la vomitiva. No solo nos alojaron en un hotel de cinco estrellas y viajamos en “clase superior”, sino que en  el trayecto de Astaná – Spassk (enorme cementerio en el que se instaló el monolito en honor a los represaliados políticos), fuimos escoltados por la policía a golpe de sirena y claxon, apartándonos al resto de vehículos que "estorbaban a nuestro infernal ritmo" por la carretera. Los pobres kazajos que transitaban debieron pensar que en el autobús viajaban los del G20, porque si no, de qué tanto poderío.

(Para los susceptibles he de aclarar que este viaje lo han patrocinado varias empresas privadas. Lo aclaro por lo que uno pueda pensar sobre presupuestos internacionales, etc...)

Mientras tanto, charlábamos unos con otros, aplastando nuestras articulaciones contra los asientos del autobús. Más quisiera el Parque de Atracciones de Madrid...

Los funcionarios de la Embajada Española, todos híper jóvenes, se curraron nuestro viaje al milímetro desde hacía seis meses, para que nos sintiésemos como reyes. Cabe destacar al marido de una secretaria, el fotógrafo del evento, que no hizo más que arrancarnos carcajadas con su acento vasco “de Bilbao capital.” ¡Txema, eres un crack!

Y por fin llegó el tributo. Los estonios y los españoles (por aquello de la ES) inauguraban sendos monumentos para honrar a sus víctimas. La prensa pululaba por la pradera, Informe Semanal trabajaba por un lado, Agencia EFE por otro, y El País Internacional por un tercero. Eso, y dos periodistas kazajas encantadoras que llevaban ahondando en el tema desde hacía ya tiempo y que conocí no hace mucho, en Madrid.

Llegó nuestro momento: el protocolo se sitúa, tocan el himno de España (sin silbidos, por supuesto, con un abrumador silencio) y el portador del micrófono inicia la ceremonia en ruso:“Y ahora vamos a conmemorar a las víctimas españolas que estuvieron en estos campos. Pedro Cepeda, Julián Fuster…y otros”. Y yo miré a mi hermano, y mi hermano me miró a mí, abriendo mucho los ojos, tanto como yo la boca, al darnos cuenta de que no había sido un preso más, sino alguien destacado que había dejado su hueco en la Historia, con un mensaje para todos. Entonces fue cuando el nudo que tenía en la garganta, fue imposible de controlar y subió hacia mis ojos, lentamente, derritiéndose a través de mis lagrimales. Pensé que serían tres lagrimillas, pero aquello era un no parar. Supuse que nadie se daba cuenta, que cada cual contenía como podía sus propios nudos y sus propias lágrimas, pero entonces sentí una mano acariciándome el brazo, y vi que era una de las chicas de la embajada que tenía también los ojos llorosos…y no pude más.

Salí de la primera fila y me abracé a Natasha Ramos, cuyo padre también encerraron por ser amigo del mío, inculpándole de complicidad. Me acordé de Rafael Fuster y lo mucho que le hubiese gustado estar allí honrando a su padre, el Doctor Fuster. Y pensé en mi padre, en todo lo que había pasado allí, en si estaría viéndonos o no, en lo injusta que fue su vida desde que abandonó Málaga y en el coraje y la valentía que tuvo siempre. Supe que si estuviera vivo estaría encantado de que toda aquella gente, y poco a poco el mundo entero, se entere de una vez de lo que tanto tiempo llevaba intentando transmitir. Que nunca se había inventado nada, que no era cierto que eran fantasmadas y que todo lo que vivió debió de hacerlo por algo. Quizás fue por eso, por lo que estaba pasando allí en aquel momento.

Tardé bastante en recuperarme. Me hubiese gustado salir a pasear por la pradera, sola, llegar hasta la cruz de los españoles, pero no pude. Entre las fotos del protocolo,la entrevista, los abrazos, y tratar de recomponerme me comí el resto de las lágrimas que supongo no dejarán nunca de salir.

Mi objetivo al reescribir su libro no era otro más que tratar de no dejar su historia muerta en un cajón, pero nunca pensé que la cosa podría llegar tan lejos. En cierto modo, muchas veces pienso que todo esto es la recompensa al sentarme cada día por la noche a cortar, pegar, reescribir, buscar y machacar a mis círculos con todas y cada una de las novedades que el tema supone. En lo tenaz y cabezota he salido a él, sí.

El resto del viaje, fue la visita al Museo Dolinka, donde pudimos ver una recreación de lo que sería un Karlag (campo). Allí exhibían un extenso documento sobre Pedro Cepeda, que fotografié para poder traducirlo en condiciones con mi madre, fotos del Doctor Julián Fuster y demás reclusos. Fue como meterme dentro del libro, especialmente cuando mi padre relataba cómo estaban decoradas las oficinas, detalle a detalle.

La comida con los estonios, que acabó, cómo no, con una botella de vodka y en la que, una vez más, nuestro octogenario “niño de la guerra” nos volvió a dar sopas con (h)ondas, metiéndose entre pecho y espalda medio vaso de vodka (tamaño vaso de agua) sin respirar, al compás de nuestro vocerío de “eres el puto amo”.

El plan del último día se vio interferido por nuestro amigo el archivero, que nos volvió a agasajar con una típica comida kazaja, músicos incluidos y obviamente, más vodka. Mi hermano se levantó espontáneamente para hacer un brindis, llenándosele la boca de orgullo al hablar de nuestro padre y destacó la camaradería del grupo, sorprendiéndose de la relación que se había forjado entre el divisionario y el "niño" republicano. La gente aplaudiendo, lágrimas en los ojos y gritos de viva España y viva Kazajistán.

Hoy es el segundo día de la vuelta y aún ando descolocada, pero no podía dejar de escribir todo lo que he llegado a sentir, casi muriéndome de sueño, casi descoordinando las palabras, sin embargo, debía sacarlo y plasmarlo todo cuanto antes por miedo a que mañana, pasado o la semana que viene, mis percepciones se hayan diluido casi por completo, aunque me temo que lo que ha pasado en Kazajistán, se queda...perpetuo.









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