Camaradas: Hubo un tiempo en que yo odiaba al fascismo intelectualmente,
por decirlo así. Sus doctrinas, sus actos, todo lo que de él sabía por los
libros o por los relatos de los camaradas, me parecía no sólo aborrecible, sino
incluso en contradicción con la cultura y con la vida.
Más valía morir que vivir bajo un régimen semejante; valía más dejar
mujeres e hijos para irse a luchar a España, que no asistir al envenenamiento
del alma y del espíritu de esos hijos, caso de que el fascismo triunfara en
Europa. Este odio, camaradas —odio de artista contra la fealdad, odio de
intelectual contra la estupidez y la mentira, odio de ser humano contra la
crueldad más bestial—, era, pues, bastante fuerte; pero es necesario decir que,
al cabo de nueve meses de luchar en España, ese odio ha cambiado por completo
de carácter. En lugar de ser cerebral, se me ha metido, por decirlo así, en la
masa de la sangre, forma parte integrante de mi ser, de igual modo que ha
echado raíces en lo más hondo del corazón de los nobles camaradas a cuyo lado,
en la misma trinchera, he tenido la suerte de batirme. Oir lo que cuentan unos,
leer los periódicos, ver las fotografías, es una cosa; tocar con tus propias
manos el cuerpo despedazado de una mujer a la que antes has admirado, recoger
piltrafas de niños que han estado jugando al lado tuyo, volver a ver,
convertida en ruinas, la humilde morada a la que habías sido invitado, es otra
cosa.
La guerra totalitaria que nos están haciendo, no sólo supera
en crueldad, en brutalidad y en cobardía a cuanto haya visto nunca el
mundo: supera igualmente a la imaginación más perversa y cruel. Después de
cuanto hemos visto y vivido, un Octavio Mirbeau, un Poe, inclusive, nos parecen
escritores harto endebles.
Dice un refrán de mi tierra que a todo se acostumbra uno, incluso a estar
colgado con una cuerda atada al cuello. Lo cierto es que el pueblo español, y
sobre todo el de Madrid, se ha acostumbrado a vivir en el heroísmo, como hay
otros pueblos que se acostumbran cada vez más a vivir en la cobardía.
Pero vuestra venida aquí —este simbólico acto de fe en nuestra victoria,
esta alianza con el proletariado en armas— me parece, sobre todo en este
momento, significativa desde otro punto de vista. Si nuestra lucha no fuese más
que una lucha contra algo, si no fuese al mismo tiempo una lucha por más amor
cada vez, por más justicia, por más libertad y más cultura como nuestros
soldados la entienden, estaría perdida de antemano.
La lucha por la cultura: eso es lo que nos reúne.
Un soldado analfabeto de mi Compañía que escribía en la primera carta a su
mujer: «Cada día estoy más contento de haber venido aquí, Porque aquí aprendo
cosas que nunca hubiera podido aprender en mi pueblo», o los soldados que en
los edificios de la Ciudad Universitaria habían pegado cartelones llenos de
faltas de ortografía, en los que se decía : «Camaradas, no toquéis a los
instrumentos, que están al servicio de la ciencia», o bien aquellos milicianos
que arriesgaban sus vidas por salvar del Palacio de Liria en llamas los tesoros
de arte, todos ellos luchan por la misma cultura que defendemos nosotros, por
una cultura que veneran sin haber probado nunca sus frutos.
Miguel de Unamuno ha escrito, en su libro sobre Don Quijote y Sancho, que,
de estos dos personajes, era Sancho Panza el verdadero idealista porque
creía en Don Quijote. Y no es posible releer la obra maestra de Cervantes sin
percibir en cada página esa admiración que, a pesar de todo, siente el hombre
del pueblo hacia su superior en espíritu, veneración que le induce a seguir al
intelectual, incluso cuando su razón le dice que no debe hacerlo.
No quisiera yo comparar al magnífico pueblo español de hoy, heroico y
consciente, con Sancho Panza, que, sin defenderse, aguantaba los golpes no más
que por ganar su famosa isla. Pero sí me atrevo a decir que en el Sancho
gobernador, probo, justo y valeroso, pueden encontrarse ya, con todo, las
características esenciales de los milicianos de nuestro glorioso Ejército.
Otros escritores, en cambio, han comparado a Don
Quijote con el intelectual de nuestros días. Ello nos impone una enorme
responsabilidad. Si es cierto que los escritores son, según la célebre frase de
Stalin, «los ingenieros del alma», es menester que trabajen con una consciencia
de matemáticos.
Para citar una vez más a nuestro gran jefe Stalin:
«¡Vigilancia, vigilancia y vigilancia!» Ocurre a veces que el médico que
combate una enfermedad sea el primer contagiado por los bacilos de esa
enfermedad. Velemos para evitar todo contagio. Basta de «trahison de clercs».
Basta de procederes mecánicos y de rótulos demasiado cómodos. Nuestro deber no
puede ser nunca seguir el surco de los periodistas y de los oradores; tenemos
nuestro quehacer claramente definido: el de ahondar en el sentido de esta lucha
homérica a que tenemos el honor y la suerte de asistir. ¡Que no se diga de
nosotros que el valor moral es cosa mucho más difícil de lograr que el valor
físico de los soldados que están en la trinchera!
No olvidemos nunca que en la base de toda cultura está
la crítica, la autocrítica que tanto nos ha recomendado Lenin. Allí donde falta
la crítica, las injusticias y las inmundicias se engangrenan como heridas que
han cerrado en falso. Hay que sacarlas a la luz para poder curarlas. Quien se
calla por temor a que nuestros enemigos puedan servirse de su crítica, se dará
cuenta amargamente, algún día, de que los mismos males que dejó de señalar,
creciendo incesantemente y con toda tranquilidad, hablan y acusan con más
fuerza que cuanto hubiera podido hacer su crítica. Lo que amenaza la vida del
paciente es la enfermedad misma, y no el diagnóstico del médico.
He hablado de «ahondar».
Aplaudo de todo corazón este «frente popular» que nos
une en nuestra lucha por la democracia. Veo en ese «frente popular», no sólo
una garantía de la victoria, sino la realización de los deseos de todo
el proletariado, el primer paso que habrá de conducirnos a la consigna de
Marx: «¡Proletarios de todos los países, unios!»
Sin embargo, ese frente popular presenta aún con
demasiada frecuencia el carácter de una colaboración puramente oportunista. Es
imposible quedarse ahí.
Son lazos más estrechos que los del interés los que
nos unen a amigos como nuestro presidente José Bergamín, a los heroicos
defensores católicos de Euzkadi. La consigna de Marx de que «la religión es el
opio del pueblo» no basta ya para explicar la honda simpatía que encuentra
nuestro ideal en toda la vanguardia de la juventud católica. A los intelectuales
incumbe el deber de descubrir lo que de común tenemos, no en informes y
resoluciones, sino en Francisco de Asís, en los padres de la Iglesia, y en
aquellos socialistas de la Edad Media que hacían su revolución en nombre de la
misma doctrina que en la actualidad se ve perseguida por Hitler.
Aparte de esto, al comprender que la lucha del
proletariado es una lucha por la vida feliz de las generaciones futuras, la
lucha de los intelectuales debe dirigirse hacia el mismo fin, declarando la
guerra a todos los restos de una moral burguesa, capitalista o patriotera, que
atenta contra esa felicidad. El proletariado tiene derecho a exigir de nosotros
las bases de una moral nueva y de un arte nuevo que estén de acuerdo con sus
aspiraciones. El águila, una vez puesta en libertad, no puede volver nunca a su
antigua jaula. El Don Quijote Moderno no puede ya contentarse con explotar a
Sancho Panza para su gloria puramente personal; debe unirse al alma misma del
pueblo, para poder satisfacer unos deseos santificados por ríos de sangre
humana.
La lucha del pueblo español, repito, es la lucha de la
vanguardia del proletariado mundial por la libertad, la justicia y la cultura.
Ha habido momentos en que esa lucha parecía exasperada. En esos momentos me he
acordado de aquella otra lucha que sostuvo una vez mi pueblo con el monarca más
poderoso del mundo, aliado con la Iglesia omnipotente. Me he acordado del año
1572, cuando tan sólo dos de las siete provincias hacían resistencia al
enemigo: el ejército estaba derrotado, y solamente el pueblo en armas defendía
encarnizadamente las pocas ciudades que todavía eran libres. Todos sabéis cómo
vino a terminar aquella lucha en la liberación de los Países Bajos, y cómo,
pocos años después, las artes y la cultura, en un régimen bastante democrático
para su tiempo, cobraban en Holanda un impulso no igualado en ninguna otra
parte, bajo los regímenes autocráticos.
Esa lucha de los «mendigos» de mi tierra, la
Revolución francesa, la gloriosa Revolución rusa y ahora la magnífica defensa
de la España republicana, no son más que episodios de la evolución humana.
Ningún río vuelve nunca a su manadero. El río de la evolución humana sale de
las sangrientas tinieblas que los dictadores fascistas quisieran restablecer.
Se dirige hacia el mar libre de «el género humano que es la Internacional».
¡Gloria y victoria al noble pueblo de España que ha sido el primero en hacer
saltar los diques que a esa corriente se oponían, salvando, con sus actos, a la
Europa occidental, del pantano en que no pueden menos de ahogarse todos los
gérmenes de cultura! ¡Gloria y victoria a mis camaradas de las trincheras que
escriben con su sangre páginas más hermosas que las que jamás sabrá escribir
ninguno de nosotros!
Jef Last
Julio 1937
Publicado en Hora de España VIII
Valencia, Agosto 1937
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