La guerra de España iba de mal en peor, pero el
espíritu de resistencia del pueblo español había contagiado al mundo
entero. Ya combatían en España las brigadas de voluntarios internacionales. Yo
los vi llegar a Madrid, todavía en 1936, ya uniformados. Era un gran grupo
de gentes de diferentes edades, pelos
y colores.
Ahora estábamos en París en 1937 y lo principal era
preparar un congreso de escritores antifascistas de todas partes del
mundo. Un congreso que se celebraría en Madrid. Fue allí donde comencé a
conocer a Aragón. Lo que me sorprendió inicialmente en él fue su capacidad
increíble de trabajo y organización. Dictaba todas las cartas, las
corregía, las recordaba. No se le escapaba el más mínimo detalle.
Cumplía largas horas seguidas de trabajo en nuestra pequeña oficina. Y
luego, como es sabido, escribe extensos libros en prosa y su poesía es la
más bella del idioma de Francia. Lo vi corregir pruebas de traducciones que
había hecho de rusos e ingleses, y lo vi rehacerlas en el mismo papel de
imprenta. Se trata, en verdad, de un hombre portentoso y yo comencé a
darme cuenta de ello desde ese entonces.
Me había quedado sin el consulado y, en consecuencia,
sin un centavo. Entré a trabajar, por cuatrocientos francos antiguos al
mes, en una asociación de defensa de la cultura que dirigía Aragón.
Delia del Carril, mi mujer de entonces y de tantos años, tuvo siempre fama
de rica estanciera, pero lo cierto es que era más pobre que yo. Vivíamos
en un hotelucho sospechoso en el que todo el primer piso se reservaba para
las parejas ocasionales que entraban y salían. Comimos poco y mal durante
algunos meses.
Pero el congreso de escritores antifascistas era una
realidad. De todas partes llegaban valiosas respuestas. Una de Yeats,
poeta nacional de Irlanda. Otra de Selma Lagerlof, la gran escritora sueca. Los
dos eran demasiado ancianos para viajar a una ciudad asediada y
bombardeada como Madrid, pero ambos se adherían a la defensa de la
República española.
Supe que en el Quai d' Orsay existía un informe sobre
mi persona que decía más o menos lo siguiente: "Neruda y su mujer,
Delia del Carril, hacen frecuentes viajes a España, llevando y
trayendo instrucciones soviéticas. Las instrucciones las reciben del
escritor ruso Uya Ehrenburg con el que también Neruda hace viajes clandestinos a España. Neruda, para
establecer un contacto más privado con Ehrenburg, ha alquilado y se ha ido
a vivir a un departamento situado en el mismo edificio que habita
el escritor soviético".
Era una sarta de disparates. Jean Richard Bloch me dio
una carta para un amigo suyo que era jefe importante en el Ministerio de
Relaciones. Le expliqué al funcionario cómo se pretendía expulsarme
de Francia sobre la base de garrafales suposiciones. Le dije que
ardientemente deseaba conocer a Ehrenburg, pero que, por desgracia, hasta
ese día no me había correspondido tal honor. El gran funcionario me
miró con pena y me hizo la promesa de que harían una investigación
verdadera. Pero nunca la hicieron y las absurdas acusaciones quedaban en
pie.
Decidí entonces presentarme a Ehrenburg. Sabía que
concurría diariamente a La Coupole, donde almorzaba a la rusa, es decir,
al atardecer.
—Soy el poeta Pablo Neruda, de Chile —le dije—. Según
la policía somos íntimos amigos. Afirman que yo vivo en el mismo edificio
que usted. Como me van a echar por culpa suya de Francia, deseo por
lo menos conocerlo de cerca y estrechar su mano.
No creo que Ehrenburg manifestara signos de sorpresa
ante ningún fenómeno que ocurriera en el mundo. Sin embargo, vi salir de
sus cejas hirsutas, por debajo de sus mechones coléricos y canosos,
una mirada bastante parecida a la estupefacción.
—Yo también deseaba conocerlo a usted, Neruda —me dijo—.
Me gusta su poesía. Por lo pronto, cómase esta choucrote a la aisaciana.
Desde ese instante nos hicimos grandes amigos. Me
parece que aquel mismo día comenzó a traducir mi libro España en el
corazón. Debo reconocer que, sin proponérselo, la policía francesa me procuró
una de las más gratas amistades de mi vida, y me proporcionó también el
más eminente de mis traductores a la lengua rusa.
Siempre me he considerado una persona de poca
importancia, sobre todo para los asuntos prácticos y para las altas
misiones. Por eso me quedé con la boca abierta cuando me llegó una orden
bancaria. Procedía del gobierno español. Era una gran suma de dinero que
cubría los gastos generales del congreso, incluyendo los viajes de
delegados desde otros continentes. Docenas de escritores comenzaban a llegar
a París. Me desconcerté. ¿Qué podía hacer yo con el dinero? Opté por
endosar los fondos a la organización que preparaba el congreso.
—Yo ni siquiera he visto el dinero que, por lo demás,
sería incapaz de manejar —le dije a Rafael Alberti que en ese momento
pasaba por París.
—Eres un gran tonto —me respondió Rafael—. Pierdes tu
puesto de cónsul en aras de España, y andas con los zapatos rotos. Y no
eres capaz de asignarte a ti mismo unos cuantos miles de francos por
tu trabajo y para tus gastos elementales.
Me miré los zapatos y comprobé que efectivamente
estaban rotos. Alberti me regaló un par de zapatos nuevos.
Dentro de algunas horas partiríamos hacia Madrid, con
todos los delegados. Tanto Delia como Amparo González Tuñón, y yo mismo,
nos vimos abrumados por el papeleo de los escritores que llegaban de todas
partes. Las visas francesas de salida nos llenaban de problemas. Prácticamente
nos apoderamos de la oficina policial de París donde se extendían
esos requisitos que se llamaban cómicamente "recipisson". A
veces nosotros mismos aplicábamos en los pasaportes ese supremo instrumento
francés denominado "tampon". Entre noruegos, italianos,
argentinos, llegó de México el poeta Octavio Paz, después de mil aventuras
de viaje. En cierto modo me sentía orgulloso de haberlo traído. Había publicado
un solo libro que yo había recibido hacía dos meses y que me pareció contener
un germen verdadero. Entonces nadie lo conocía.
Con cara sombría llegó a verme mi viejo amigo César
Vallejo. Estaba enojado porque no se le había dado pasaje a su mujer,
insoportable para todos los demás. Rápidamente obtuve pasaje para ella. Se
lo entregamos a Vallejo y él se fue tan sombrío como había llegado. Algo
le pasaba y ese algo tardé algunos meses en descubrirlo.
La madre del cordero era lo siguiente: mi compatriota
Vicente Huidobro había llegado a París para asistir al congreso. Huidobro y
yo estábamos enemistados; no nos saludábamos. En cambio él era muy amigo
de Vallejo y aprovechó esos días en París para llenarle la cabeza a mi ingenuo
compañero de invenciones en contra mía. Todo se aclaró después en una
conversación dramática que tuve con Vallejo.
Nunca había salido de París un tren tan lleno de
escritores como aquél. Por los pasillos nos reconocíamos o nos
desconocíamos. Algunos se fueron a dormir; otros fumaban
interminablemente. Para muchos España era el enigma y la revelación de aquella
época de la historia. Vallejo y Huidobro estaban en alguna parte del tren.
André Mairaux se detuvo un momento a conversar conmigo, con sus tics
faciales y su gabardina sobre los hombros. Esta vez viajaba solo. Antes siempre lo vi con el aviador Corton—Mogliniére, que
fue el ejecutivo central de sus aventuras por los cielos de España:
ciudades perdidas y descubiertas, o aporte primordial de aviones para la
República. Recuerdo que el tren se detuvo por largo tiempo en la frontera.
Parece que a Huidobro se le había perdido una maleta. Como todo el mundo
estaba ocupado o preocupado por la tardanza, nadie se hallaba en
condiciones de hacerle caso. En mala hora llegó el poeta chileno, en la
persecución de su valija, al andén donde estaba Mairaux, jefe de la
expedición. Este, nervioso por naturaleza, y con aquel cúmulo de problemas
a cuestas, había llegado al límite. Tal vez no conocía a Huidobro ni de nombre
ni de vista. Cuando se le acercó a reclamarle la desaparición de su maleta,
Mairaux perdió el pequeño resto de paciencia que le quedaba. Oí que le
gritaba: "¿Hasta cuándo molesta usted a todo el mundo? ¡Váyase!
Je vous emmerde!".
Presencié por azar este incidente que humillaba la
vanidad del poeta chileno. Me hubiera gustado estar a mil kilómetros de
allí en aquel instante. Pero la vida es antojadiza. Yo era la única persona a
quien Huidobro detestaba en aquel tren. Y me tocaba a mí, chileno como él
por añadidura, y no a cualquier otro de los cien escritores que viajaban,
ser el exclusivo testigo de aquel suceso.
Cuando prosiguió el viaje, ya entrada la noche y
rodando por tierras españolas, pensé en Huidobro, en su maleta y en el mal
rato que había pasado. Le dije entonces a unos jóvenes escritores de
una república centroamericana que se acercaron a mi cabina:
—Vayan a ver también a Huidobro que debe estar solo y
deprimido.
Volvieron veinte minutos después, con caras festivas.
Huidobro les había dicho: "No me hablen de la maleta perdida; eso no
tiene importancia. Lo grave es que mientras las universidades de Chicago, de
Berlín, de Copenhague, de Praga, me han otorgado títulos honoríficos, la
pequeña universidad del pequeño país de ustedes es la única que persiste en
ignorarme. Ni siquiera me han invitado a dictar una conferencia sobre el
creacionismo".
Decididamente, mi compatriota y gran poeta no tenía
remedio.
Por fin llegamos a Madrid. Mientras los visitantes
recibían bienvenida y alojamiento, yo quise ver de nuevo mi casa que había
dejado intacta hacía cerca de un año. Mis libros y mis cosas, todo había
quedado en ella. Era un departamento en el edificio llamado "Casa de
las Flores", a la entrada de la ciudad universitaria. Hasta sus
límites llegaban las fuerzas avanzadas de Franco. Tanto que el bloque
de departamentos había cambiado varias veces de mano.
Miguel Hernández, vestido de miliciano y con su fusil,
consiguió una vagoneta destinada a acarrear mis libros y los enseres de mi
casa que más me interesaban. Subimos al quinto piso y abrimos con cierta
emoción la puerta del departamento. La metralla había derribado ventanas y
trozos de pared. Los libros se habían derrumbado de las estanterías. Era
imposible orientarse entre los escombros. De todas maneras, busqué algunas
cosas atropelladamente. Lo curioso era que las prendas más superfluas e
inaprovechables habían desaparecido; se las habían llevado los
soldados invasores o defensores. Mientras las ollas, la máquina de coser,
los platos, se mostraban regados en desorden, pero sobrevivían, de mi frac
consular, de mis máscaras de Polinesia, de mis cuchillos orientales, no
quedaba ni rastro.
—La guerra es tan caprichosa como los sueños,
Miguel.
Miguel encontró por ahí, entre los papeles caídos,
algunos originales de mis trabajos. Aquel desorden era una puerta final que se
cerraba en mi vida.
Le dije a Miguel:
—No quiero llevarme nada.
—¿Nada? ¿Ni siquiera un libro?
—Ni siquiera un libro —le respondí. Y regresamos con
el furgón vacío.
Pablo Neruda
Confieso que he vivido. Memorias
Capítulo 5 - España en el corazón
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