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1582. Evocación de Federico, por Luis Rosales

¿Cómo era Federico García Lorca? Esta pregunta ha sido contestada muchas veces, lo cual no deja de complicar, bastante, la respuesta. La verdad es que cada uno de sus amigos pensaba conocerle mejor que nadie; cada uno de sus amigos tenía su propio Federico; su Federico indispensable. Al correr de los años, mejor dicho, al correr de los días, la amistad y la personalidad de Federico se iban haciendo indispensables. Tal era su virtud. Por consiguiente, para evocarle ante vosotros creo que debemos desandar este camino: siguiendo la opinión de sus amigos, tendremos una imagen del Federico más cabal. Una impresión que se acerque bastante a la que hubiera podido darnos Federico en persona. Al fin y al cabo, las distintas opiniones se suman y darán a su imagen cierta objetividad. Aunque no sé si, en este caso, ser objetivos es lo mejor que podemos hacer.

Comenzaremos por la opinión de Pedro Salinas, uno de sus amigos predilectos al que cita Jorge Guillen. Habla del Federico de aquellos años, al parecer inolvidables, pasados en la Residencia del Pinar, y dice de este modo: «Con todos conversa, a todos abraza, con todos se regocija. El es uno más, uno de tantos. Pero ¡qué uno!» Pedro Salinas evoca ese hervor, ese bullicio, esa animación que levantaba su persona por donde iba. Se le sentía venir, mucho antes de que llegara; le anunciaban impalpables correos de cascabeles en el aire, como en las diligencias de su tierra. Cuando se había marchado, aún tardaba mucho en irse; seguía allí, rodeándonos aún de sus ecos, hasta que, de pronto, decía uno: «Pero ¿se ha ido ya Federico?» No es que se había ido: es que se había ahondado a nuestro alrededor, Con Federico todo terminaba siendo una cuestión de hondura. Igual que su poesía. El tenía la virtud de crear un ambiente en torno suyo, quiero decir, de convertir la atmósfera en ambiente y la distracción en alegría. Todos los que le conocían, y todos los que no le conocían, solían estar a su alrededor, pendientes de sus labios. Cualquier cosa que dijera se repetía después de boca en boca. En fin, se ha dicho muchas veces, y al parecer hay que seguirlo repitiendo, que la presencia de Federico era una permanente convocación a la alegría.

Comentando esta cualidad, dice Jorge Guillen unas palabras, muy precisas y muy hermosas, para explicar por qué razón la figura de Federico no despertaba envidia: «Sin embargo, tanta personalidad ocupaba mucho sitio. ¿Por qué no estorbaba y se hacía querer? Ahí estaba el quid. Aquella vida exaltaba la vida ajena; triunfante afirmación contagiosa, que se oponía a la disminución o negación del prójimo, arrastrado, también, hacia una altura más hermosa. Por eso el interlocutor no se despedía, jamás, intimidado ni deprimido. A los pulmones de todos llegaba aquel soplo de júbilo que era Federico.» Yo puedo aseverar estas palabras de Guillen. Siempre que hablé con Federico, me sentía ascendido. Hablar con él era un ascenso. Ahora, por primera vez en la vida, encuentro clara esta expresión: era un ascenso hacia el recuerdo. La palabra de Federico le hacía crecer, y a ti también te hacía crecer. Convertida en memoria, no le dejaba en paz, no le dejaba quieto aún estando callado. Hablar le acrecentaba tanto hacia fuera como hacia dentro y, al escucharle, nosotros también crecíamos, es más, yo diría que viajábamos. Escucharle, por lo pronto, era hacer un viaje, del que estabas temiendo regresar. En el fondo, nunca se regresaba de aquel viaje que emprendías conversando con él. Algunas de las ciudades que he conocido a lo largo de mi vida, por ejemplo, Buenos Aires o Nueva York, me parecieron recordadas, cuando las conocí. Y era verdad que las recordaba: me las había contado Federico. 

Las ciudades, las personas y las anécdotas de las que hablaba eran difíciles de olvidar. Ahora recuerdo una anécdota que he mencionado alguna vez. Recordar es un modo de agradecer, y ahora la estoy agradeciendo. Era una anécdota que atribuía a Silverio Franconetti, el siguirillero. En las anécdotas que contaba Federico, la imaginación estaba siempre pegada al hueso: por eso era lo mismo que fueran inventadas. Esta parece que no lo es, El caso es que a Silverio se le había muerto un hijo, que era todo lo que tenía. Al día siguiente vino un amigo a visitarle, y viéndole callar no se atrevió a decirle nada. En esos trances, cuanto más callada es la visita, más se agradece la compañía. A fuerza de callar, se pasaron, en un vuelo, tres horas. El visitante, entonces, dio su visita por terminada. Se levantó, dirigiéndose hacia la puerta. Silverio, al lado de él, era su sombra, nada más que su sombra. Ya con la puerta abierta, el visitante se volvió hacia Silverio para decirle sus únicas palabras de aquel día: «Qué, habrás sufrido mucho.» Y Silverio le contestó: «Fíjate lo que habré sufrido que me pasé la noche entera cantando siguirillas.» Y esto es todo. A veces escuchar equivale a caerte en el vacío. A veces, no acabas nunca de caer. Esta anécdota creo que me ha enseñado mucho sobre el cante flamenco. En realidad estoy seguro que me ha enseñado más de lo que sé. 

Federico recitaba muy bien, recitaba como los ángeles, En aquellos tiempos la recitación era cosa de los recitadores, y punto en boca. Los poetas no se atrevían a recitar sus versos en público. Y, para que nadie se llame a engaño, pongo a Guillen por testigo, que ha escrito lo siguiente: «Yo le preguntaba en aquellos primeros años, heroicos y tímidos: "¿Y tú te atreves a recitar tus poemas?" Y él contestaba, como si tuviese los poemas sobre el corazón, golpeándose el pecho: "Sí, para defenderlos"». ¡Qué bien los defendía! Esta anécdota yo se la he visto repetir muchos años después. Más que una anécdota casual, representaba en él una actitud, Sabía, muy bien sabido, que sus versos, que eran buenísimos, recitándolos él se convertían en inmejorables. Era un placer oírle. Federico leía a veces libros enteros, en una sola noche, y cuanto más leía, mejor lo hacía. Es curioso, ahora recuerdo que, a pesar de ser tan gran actor Federico, no era gestero. Su rostro cambiaba de expresión, pero no se movía, se conmovía, sin alterar sus rasgos. Su rostro era un espejo, pero un espejo hacia dentro. Todas las mutaciones y todos los matices los expresaba con la voz. Una voz gruesa y redonda como un caudal de agua, una voz que no tenía dureza en ninguno de sus registros. Aunque elevara el tono, parecía que te hablaba en voz baja, parecía que te hablara ensimismándote y ensimismándose, Propiamente no recitaba sus versos, los leía, dándole a cada palabra su valor, y a cada verso su sentido. Su lectura era tan espontánea que nunca repetía la entonación de un verso. Mientras que los leía nos daba la impresión de que estaba escribiéndolos, Era como asistir a un nacimiento. Sus propios versos le sorprendían. Se encontraba con ellos de repente, de sopetón, pues siempre hallaba en ellos matices nuevos. Recitaba tan bien que auscultaba sus versos. Contaba sus latidos, deteniéndose a veces, para que tú, también, pudieses auscultarlos. Su lectura era un acto de creación, y aunque estuviera en el escenario a cada espectador le parecía que estaba hablándole al oído. 

Para continuar su evocación ante vosotros, que no tenéis la suerte de haberlo conocido, creo conveniente hablar de su estatura. Pues bien, lo primero que se me ocurre decir es que la estatura de Federico era imprevisible. Ya he dicho que crecía mientras hablaba, pero crecía, también, cuando estaba en el escenario. Creo que sería mejor decir que tenía la propiedad de cambiar de estatura, siempre que la ocasión se lo exigía. 

No se me olvida nunca la representación que le vi hacer del auto de La Vida es sueño. Cuando cierro los ojos, sigo viéndola: está grabada en ellos. Al levantarse el telón, la escena representaba nada más y nada menos que la Creación del mundo. Federico era el actor que interpretaba el papel de la noche. Su traje era una vestidura negra y amplísima, que parecía llenarlo todo. Un traje que, propiamente hablando, era una obscuridad. Ya he dicho que al levantarse el telón Federico estaba, completamente inmóvil, en el primer término del escenario. Era anterior al mundo y, por lo tanto, se encontraba solo. El escenario y él. El escenario en penumbra, y Federico que, silenciosamente, avanzaba en principio un solo paso más, hasta que parecía quedarse suspendido en el aire. Entonces comenzaba a abrir los brazos, los alzó a compás del movimiento. Con mesura. Cada paso medido, De sus brazos colgaban vestiduras sombrías, que daban la impresión de que la noche iba invadiendo el mundo, Entonces, en un segundo movimiento, volvían a alzarse sus brazos hasta que se juntaban por encima de su cabeza, formando una figura gigantesca -una figura que llenaba el escenario— donde se concentraba toda la obscuridad de la noche en el mundo. A los espectadores nos cegaba la obscuridad, porque la obscuridad puede cegar tanto como el deslumbramiento. Todos los ojos fijos en él, llenos de asombro. Aquel deslumbramiento duraba mucho: era un instante inacabable, Cuando estábamos deslumhrados, Federico decía, muy lentamente y para siempre, las primeras palabras de la obra: Yo fui pálida faz del Caos 

Era como si hubiese hablado la Naturaleza con su voz. A partir de aquellas primeras palabras, se iba haciendo, gradualmente, la luz del alba en el escenario. La luz del alba, detrás de la figura de Federico, como naciendo de ella. Los espectadores estábamos asistiendo, asombrados, no sólo a la creación del primer día, sino también al primer día de la Creación. Olvidamos, generalmente, lo que debemos olvidar, y esto fue inolvidable. La ilusión que nos brinda el teatro no puede levantarse a más altura que la que daba Federico a aquella escena. Todo estaba naciendo con el día, todo estaba naciendo inventado por él. 

Cuando estaba callado o, mejor dicho, cuando estaba sin hacer nada, la estatura de Federico debía medir uno setenta y seis. Mientras andaba se le juntaban un poco las rodillas. Un poco nada más. Pienso que le gustaba parecer más bajo deio que era, ya que al andar disimulaba un poco ia estatura. Yo diría que andaba siempre como secreteando, como jugando, de una manera muy graciosa. Incluso de una manera cinematográfica, entre Chariot y Buster Keaton, es decir, entre asustado y arrepentido de yivir. (La inocencia de Chariot vino más tarde). Era una época en que el cine ya comenzaba a ser la actualidad de todo. Recordemos el verso de Rafael Alberti: Yo nací, respetadme, con el cine. 

Lo que más nos imponía de su persona era, indudablemente, la cabeza. Una cabeza grande, cuadrada, majestuosa. En realidad podía decirse, con toda exactitud, que la cabeza le coronaba. Federico era un hombre coronado por su cabeza. Tenía esa cara campesina, de ojos negros, brillantes y metálicos, frente muy despejada, piel terrosa y rostro tallado a hachazos, que es muy frecuente en Andalucía. Era muy expresivo y en su expresividad se podían distinguir dos corrientes distintas: una exterior y otra interior. La exterior subrayaba la entrega al momento; la interior subrayaba la entrega a la vida. Las dos corrientes se completaban y al mismo tiempo se contraponían, para formar una especie de tradición, Por lo pronto representaban en su rostro la tradición de lo permanente y, al mismo tiempo, la tradición de lo actual. Lo que se vive no es igual que lo que se siente. Lo que se siente, a veces, se desvive, y un rostro es como un mapa: al desplegarse ante nosotros ¡cuántas cosas nos puede revelar! En el suyo se reflejaban solamente las cosas esenciales, y esto daba a su rostro aquella orientación hacia la alegría —la tradición de lo actual-, pero también aquella gran tristeza, la tristeza genuina y permanente del español. Lo profundo es lo originario, y por esta razón la profundidad no suele ser alegre. Ahora debo decir que su cabeza se asemejaba mucho a la de los dos grandes genios contemporáneos suyos: Picasso y Ortega y Gasset. Sus cabezas se parecían muchísimo. Las estoy recordando. Tenían el mismo aire. Un aire que ha llevado lo español en volandas por todo el mundo conocido. 

Pero lo más interesante en él, lo más extraordinario, era aquella fusión entre su personalidad y su poesía. Estaban tan fundidas que cualquier cosa que él hiciese, la hacía como poeta. No lo podía evitar: se le transparentaba la poesía. Se le transparentaba en cualquier ocasión. Por ejemplo, se entregaba a lo que estaba haciendo de tal modo que nos hubiera impresionado, aunque estuviera recitándonos la tabla de multiplicar. Hacerlo todo bien, y hacerlo todo por vez primera, era un don que él tenía. Esta era su función en la vida: poner el alma en todo y, además, poner el alma de puntillas para sobrepasarse a sí mismo y llegar, cada instante, un poco más arriba. Era como un espejo donde el mundo se acrecentaba. Le estoy oyendo hablar cuando me dice: «La torre de Sevilla, la Giralda, está enjaezada como caballo en feria.» Si es cierto, lo estáis oyendo hablar, y el mundo se sigue acrecentando cuando él habla. El milagro de Federico se resume en lo que dije anteriormente, no puede resumirse de otro modo: en cualquier cosa que él hiciera se le transparentaba la poesía. 

(...)

Federico era manirroto, desinteresado, genial y buen amigo de sus amigos. Sin embargo, desde el punto de vista poético, admiraba más a la generación del 98 que a la generación del 27, y era el único de ellos que tuvo esta actitud. En poesía no le estorbaba nadie, puesto que comprendía los valores distintos de las distintas generaciones; es más, los aceptaba y los admiraba. A cada poeta daba lo suyo, y a cada generación daba lo propio de ella. Pienso que su poesía estuvo siempre enriquecida por las corrientes esenciales: la admiración por la poesía ajena, y la exigencia por la propia. Desde este punto de vista siempre estuvo en lo justo; por eso creció tanto como poeta. Me parece indudable que, sin admirar la poesía ajena, nuestra poesía no crece: se queda donde está. La admiración hace milagros; la envidia, en cambio, empequeñece. La admiración suele engendrar nuevos valores, la envidia nos conduce al raquitismo. Por esta noble condición, Federico pertenece a la mejor nobleza de España: era un Grande de alma. Yo creo que la grandeza se manifiesta por la capacidad de admiración a que puede llegarse, y Federico tenía una capacidad de admiración ilimitada. De admiración sin envidia, ya lo hemos dicho; por eso creció tanto su poesía. Admiraba tanto a los mayores y a los iguales en edad, como a los jóvenes. Por eso aprendió tanto, y aprender es nacer de nuevo, convertirse en un hombre distinto. En definitiva, la admiración que siempre tuvo hizo que Federico fuese un poeta diferente en cada uno de sus libros. 

Cuando estaba con los amigos es cuando daba Federico lo mejor de sí, Se plegaba a reuniones de todos los matices, con gentes diferentes y en naciones distintas, pero él se comportaba siempre igual, convirtiendo a los indiferentes en seguidores. Quiero decir que todos cuantos le rodeaban se convertían en público, de manera inmediata y casi necesaria, y comenzaban a vivir, solidariamente, una alegría distinta. Es curioso que la vida de Federico, que vivió siempre aterrorizado en su fuero interno, fuera una permanente convocación a la alegría. Y para apoderarse de los ánimos solía cantar o recitar. En cierto modo era lo mismo, ya que sólo cambiaba el tono, pero no la expresión. En muchas ocasiones le recuerdo cantando, y cantaba muy bien. No parecía cantar, sino recitar, y cuanto más elevaba la voz, más ajustada y baja parecía. La perfección del cante estriba en el decir, y cuando este decir se convierte en pura expresividad, parece que la voz desaparece. La expresión borra la voz, ya que en el cante todo es cuestión de ajuste. En las canciones populares que grabó, por entonces, la Argentinita, Federico, que se las había enseñado, las acompañaba en el piano. Y ¡cómo las acompañaba! Aquellas canciones, tanto por el compás, que es el alma sensible del cante, como por las variaciones del compás, que personalizan la melodía, continúan siendo inimitables. Todos los que las cantan, siguen cantándolas bien, siguen cantándolas a la manera, magistral, de Federico. 

Y ahora pasemos a otra cuestión. Cuando el público se pregunta por la manera de escribir de Federico, suele pensar que escribía con sorprendente facilidad. Yo diría lo contrario: Federico escribía con sorprendente dificultad. Una dificultad que nos sorprende porque parece fácil, parece disminuida. Este es uno de los grandes valores de su estilo: hacer sencillo lo difícil, a diferencia de lo que hicieron siempre sus imitadores: hacer difícil lo sencillo. 

(...)

Federico escribía con sorprendente dificultad. Lo que ocurre es que estas dificultades las salvaba su estilo, que era un estilo oral que hacía normales y sencillas las mayores dificultades. Federico pensaba en andaluz, es decir, pensaba imaginando. Por esta cualidad nunca frenaba su imaginación. No la podía frenar, y yo diría, desde luego, que Federico no improvisaba nunca: estaba siempre dialogando desde el arranque de los tiempos, o, dicho de otro modo: estaba siempre improvisando pero desde su origen. La imaginación no tiene data: circunvala la vida y es siempre originaria, Como escritor, Federico nunca ha buscado la originalidad. No la necesitaba: Federico era originario, Podías pensar en cualquier escritor del mundo, pero Federico era distinto. Venía desde más lejos.

Desgraciadamente estoy comprendiendo que me quedan por decir de Federico muchas más cosas de las que he dicho. Me queda por hablar del dibujante, del dramaturgo, del conferenciante y del amigo. Tendría que hablar, también, de muchas de sus condiciones personales, aun comprendiendo que Federico, en persona, no se puede encerrar en palabras. Las palabras recluyen. Además, creo que sería mejor que no hubiera traído escritas estas cuartillas. La escritura hace más rígido el pensamiento. Lo ordena demasiado, y al ordenarlo lo precisa, pero también lo limita. Casi estoy por decir que la escritura reduce el pensamiento casi a sus límites mortales. Pero, a pesar de todo, no me he atrevido a hablar. No me he atrevido a hablar, tal vez, porque no quiero que me engañe mi propia sinceridad en esta hora. Todo el que habla se examina, y yo me estoy examinando ante vosotros esta tarde. Me estoy examinando casi al fin de mi vida. Pero aún quedan unas palabras de Jorge Guillen que quiero comentar: «El éxito de Federico era absoluto ante toda clase de auditorios. ¿Para quién se escribe? Se escribe, lo mejor que se puede, eso que bulle en la cabeza y en el alma, sobre el papel, y lo escrito hallará su público: una comunidad de lengua y de cultura. Reconozcamos que esa comunidad se había restringido para el artista moderno: distinción que señala el divorcio entre los más finos y los menos finos. Hoy nos consta que ese divorcio fue pasajero, en los mejores casos. Pues bien, la primera conciliación de todos los públicos se redondeó —entre nosotros— gracias a Federico García Lorca. ¿Por qué su poesía descansaba en una tradición popular? (No confundamos: pueblo, según este enfoque, significa tradición, no revolución). Tal arraigo en lo consabido y lo consentido, levantó, sin disputa, la obra lorquiana a una altitud visible ante todos los ojos. Desde el primer momento, aquellos poemas, aquellos dramas se abrieron camino con una indomable fuerza de captación... Las modas cambiarán, los críticos afilarán sus reparos y alegarán sus razones. Pero nosotros sabemos, por experiencia, que la poesía de este genial andaluz invadió el mundo con genial poderío.» 

Las palabras de Jorge Guillen nos enfrentan al gran problema de la lírica moderna. El arte de vanguardia dividió al público. De un lado, era demasiado exquisito, y de otro, demasiado técnico. La poesía se escribía entonces para poetas, puesto que era preciso tener conocimientos del oficio para entenderla bien. Federico no estaba muy conforme con estas filaterías. «La verdadera poesía —nos dice— es amor, esfuerzo, renunciamiento. Cuando la poesía se llena de trompetas y colgaduras, se convierte la academia en casa de trato. Yo sólo te sé decir que odio el órgano y amo la voz humana.» Estas son sus razones. No sé a causa de qué, en aquellos entonces, los que no eran partidarios del teatro de Federico, sacaban siempre a colación el teatro de Valle Inclán. Esto era un disparate, ya que todo lo bueno es diferente. Cuando tuvo Federico el gran éxito de Yerma, pusieron en Madrid Divinas palabras, interpretada nada menos que por Borras. Un gran amigo mío, que se encontraba junto a mí el día del estreno, me comenzó a decir que ya era hora de que el público se enterara de lo que es el teatro, y terminó su perorata diciéndome que el teatro de Federico no era popular. Yo, por decirle algo, le contesté lo que pensaba entonces, que es lo mismo que pienso ahora: que el teatro de Federico, en efecto, no es popular, es anterior a lo popular, representa lo vernáculo. 

Este es el punto capital para la comprensión de la obra de Federico García Lorca, ¿Cómo es posible que en las partes más lejanas del mundo se represente su teatro con tanto éxito? ¿Cómo es posible que se lean sus poesías, en todo el mundo, y gusten, por igual, a las distintas generaciones? El éxito de Federico no se puede explicar, en modo alguno, por su modo de interpretar la tradición, como dice el admirable Jorge Guillen. ¡Qué tiene que ver nuestra tradición con el público chino1. Además, Federico es un creador de formas, y aún desde el punto de vista tradicional, es un innovador. La llamada universal de su obra va por otro camino y es, desde luego, como dije, anterior a lo popular. Cuando Federico dice «que el mar recuerda el nombre de todos sus ahogados», no es necesario entenderlo para sentirse conmovido. Cuando escribe: 

Tu vientre es una lucha de raíces, 
tus labios son un alba sin contorno, 
bajo las rosas tibias de la cama 
los muertos gimen esperando turno.

Para hacer el amor, los muertos gimen esperando turno. Esto es lo capital de Federico: ¿es necesario comprender la esperanza? La llamada universal de su poesía es lo que yo vengo llamando la «convocación hacia el origen». Todos los hombres son iguales cuando se les convoca para nacer de nuevo. Leyendo la poesía de Federico todos los hombres comienzan a ser hombres. Su poesía es el mito sagrado del retorno al origen. 

Y para terminar voy a leer una poesía que aún me sigue doliendo.

Prado mortal de las lunas 
y sangre bajo tierra: 
prado de sangre vieja. 

Luz de ayer y mañana, 
cielo mortal de hierba. 
Luz y noche de arena. 

Me encontré con la muerte, 
prado mortal de tierra: 
una muerte pequeña. 

El perro en el tejado, 
sola mi mano izquierda 
atravesaba montes 
sin fin de flores secas. 

Catedral de ceniza. 
Luz y noche de arena. 
Una muerte pequeña. 

Una muerte y yo un hombre, 
un hombre solo, 
y ella una muerte pequeña. 

Prado mortal de lunas; 
la nieve gime y tiembla, 
por detrás de la puerta, 

Un hombre, ¿y qué? lo dicho, 
un hombre solo y ella. 
Prado, amor, luz y arena. 

Sí, una muerte pequeña. Lo único que no pudo quitarle la muerte, es que creciera tanto después de muerto. 


Luis Rosales 
En Cuadernos Hispanoamericanos, nº 4751990, pp. 31-42





1 comentario:

  1. Esta es quizas la lectura mas hermosa que haya hecho sobre Federico, la he disfrutado tanto, me ha permitido dibujarlo con los mas bellos rasgos. Gracias!

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