Raúl Monteaguado es licenciado en Geografía e Historia por la Universidad Complutense de
Madrid y su tesis doctoral, Cuando los Pingúinos entraron en París, se ha reconvertido en novela. Narra la aventura de un miliciano que tras
la Guerra cruza la frontera por los Pirineos, recorriendo un periplo desde las
playas del sur de Francia hasta entrar en París para liberarla de los Nazis con
la famosa "Nueve" Un largo camino por cinco países y dos
continentes donde conocerá a personajes como Robert Capa, Ernest Hemingway o De
Gaulle, estará al borde de la muerte en cárceles y campos de concentración y se
jugará la vida contra el fascismo, experimentando la derrota y el triunfo, la
euforia y la decepción.
Todo un homenaje a los republicanos españoles que formaron La
Nueve. Según su autor: «Esta novela relata una de las millones de
historias relacionados con nuestro pasado que aún quedan por contar.
Representado en ocasiones por el cine, prensa, etc. con un sesgo ideológico en
el que se escamotea la versión de aquellos que dejaron su vida en la lucha
contra el fascismo, desde las tapias de Badajoz hasta el Hôtel de Ville de
París. La Democracia Española ha acumulado desde 1975/78 una gran deuda con la
lucha antifranquista y el exilio acallando, a veces bajo tierra en las cunetas
de todo el país, un legado que en cualquier país de Europa se encontraría con
letras mayúsculas en libros de texto y medios de comunicación de masas».
Para poder editar el libro Raúl Monteagudo necesita la ayuda
de todos. Por eso ha lanzado una campaña de crowfunding a través de la página Libros.com. Quedan apenas ocho días para
colaborar.
Os dejamos un video y el primer capítulo de la novela.
*
Al
cruzar la frontera
Al cruzar la frontera miré un instante las ramas de
los árboles, desnudas de hojas y frutos, con aspecto desvalido y tristón.
Estábamos en pleno invierno y la naturaleza se había retirado a la espera de
que volviera a salir el sol y la temperatura permitiera que resurgieran nuevas
yemas.
La columna avanzaba con parsimonia bajo el gélido aire
pirenaico, el cansancio, la falta de alimento, el sueño y la derrota. Aunque ya
estábamos a la mitad de la estación invernal, este era el momento en el que la
sentíamos con más fuerza. Los cristales de hielo atravesaban nuestra ropa y
nuestra piel punzándonos como miles de alfileres.
La larga fila de sombras pardas, grises o negras de
soldados, ancianos, hombres, mujeres y niños cabizbajos se distribuía como
buenamente podía en las cunetas y tras los cercados esperando a que más
soldados, ancianos, hombres, mujeres y niños cabizbajos pasaran delante de sus
ojos. Algunos miraban la longitud de aquella serpiente humana que contrastaba
con el blanco de la nieve. Los raídos capotes militares sirvieron para que
muchos se acomodaran en el suelo, así como para que los niños no sintieran la
humedad de la tierra helada. Las madres se aferraban a los bebes y les daban el
alimento que ya no manaba de sus pechos. Quien más y quien menos miraba para
atrás un instante pensando en el retorno.
A pesar de lo ocurrido no sentía especial pena; estaba
aterido y hambriento, y me recorría la rabia y el desánimo, pero no la pena.
Quizás, es la misma sensación que cuando uno se da un martillazo, por un rato
el dedo deja de doler, incluso hasta de existir, pero después comienza el
hormigueo y la profunda desazón por sentirlo reventado.
No sé porqué azar del destino tuve que atravesar la
frontera por un paso pirenaico al son del himno de Riego tocado por una banda
del ejército. Aquello me parecía una alucinación, igual que los gendarmes
gesticulando con los brazos indicándonos en francés con caras de tempano y
gesto de pocos amigos, donde depositar los fusiles y demás pertrechos que
llevábamos encima. Algunas armas nos las habían dado en la Batalla del Ebro y
no tenían más que unos meses; otras eran viejos fusiles de la Guerra
Franco-Prusiana cansados de tanto guerrear.
A pesar del celo de los gendarmes, entre las ropas se
perdieron infinidad de pistolas y granadas para cuando pudiéramos volver a
España.
Tras depositar contra un muro de pizarra todo aquel material, ya nunca más seríamos un ejército, o eso creímos. Por otro lado, tampoco lo habíamos pretendido, aunque los vientos de aquellos años nos empujaron a formar unidades militares con rangos y disciplinas que anteriormente aborrecíamos. Nos dejamos tanto en el camino, que al final tuvimos que posponer y hasta renunciar, sin fecha, a la revolución...
Tras depositar contra un muro de pizarra todo aquel material, ya nunca más seríamos un ejército, o eso creímos. Por otro lado, tampoco lo habíamos pretendido, aunque los vientos de aquellos años nos empujaron a formar unidades militares con rangos y disciplinas que anteriormente aborrecíamos. Nos dejamos tanto en el camino, que al final tuvimos que posponer y hasta renunciar, sin fecha, a la revolución...
Raúl Monteaguado
Cuando los pinguinos entraron en parís - Capitulo I
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