En su libro, que es ya como un clásico ingenuo y transparente, Morato le llamó "el Apóstol". La calificación es acertada, y no ya en el sentido de propagador de una doctrina, sino en el del hombre excepcional a quien se venera tan devotamente como el creyente venera a un santo. Pues la redención de los trabajadores, además de fundarse en muy objetivas exigencias de justicia social y de requerir tenaces empeños organizativos, necesita siempre, y aún más en sus primeros pasos, el fervor y la ejemplaridad.
Pablo Iglesias supo recorrer sin
desmayo y abrir a los demás oprimidos el penoso camino que va de la indefensión
a la organización, de la ignorancia a la educación, de la debilidad a la fuerza
obrera; pero no lo consiguió por el solo ejercicio de su capacidad y su
lucidez, sino también, y aún más, con el ejemplo de su abnegación. Por una
feliz fatalidad de su temperamento, su trayectoria moral es intachable. Y
únicamente los hombres de tal índole son quienes pueden transformarse para los
demás, de modo duradero, en verdaderos dirigentes. Pero no debe olvidarse que
ninguna fatalidad, y menos la del carácter, impide la constante y libre
elección de unas u otras vías. Iglesias tuvo que elegir de continuo,
y en esas decisiones libres reside su grandeza. Las trampas, toscas unas veces,
sutiles otras, del poder, no lo atrapan; si no bastara para evitarlas su aguda
conciencia de clase, le sobraría con su firmeza ética para desdeñarlas. A un
hombre despejado y voluntarioso como él no le habrían sido difíciles
sustanciosos pactos, y no dejaron de serle brindadas ocasiones de
aceptarlos.
Pero, entre la cárcel y el medro
personal, optó por sufrir persecución y prisiones; entre las sinecuras y la
pobreza, prefirió mantenerse fiel a esta última, en la que había nacido y
crecido. No era asimilable y, por no serlo, pronto se instrumentaría contra él
ese cínico descrédito con el que se intenta manchar al adversario que no se
deja intimidar ni sobornar. Quienes se consideran con el más sagrado derecho a
usar abrigos de pieles, viajar en departamentos de primera clase, vivir ociosos
de sus fincas y sus rentas, o pagar salarios de hambre y mandar al otro mundo a
unos cuantos desdichados que piden, en manifestación pacífica, sólo un poquito
de todo lo que se les roba, pondrán en circulación, con farisaico escándalo,
los infundios de que Pablo Iglesias -¡él,no ellos!- vive de explotar
a los obreros que le siguen; usa pieles y billete de primera, pero lo oculta;
es propietario de hoteles... Tales infamias, dicho sea de paso, no han
terminado hoy, ni acabarán en muchos años, de lanzarse contra ciertos representantes
del pueblo: republicanos, socialistas y comunistas de nuestro tiempo han tenido
y tendrán que soportarlas, aunque sus cuentas estén claras o mueran sin dejar
fortuna. Hasta tal punto subleva (¡ay!, palabra terrible) y alarma a los
privilegiados que los explotados reclamen justas nivelaciones.
Aquel gran dirigente socialista fue
hombre de salud precaria, porque prefirió gastar sus energías en defensa de los
trabajadores antes que en cuidarse. Pudo ser un moderado bien retribuido y aún
próspero, pero, ya viejo, sus amigos y compañeros tenían que seguir
ayundándolo. Pudo resignarse a la incultura y eligió el estudio. Pudo debilitar
sus objetivos, pero el iluminador marxismo de su tiempo lo mantuvo tan
inexorablemente combativo como eficaz. Y todo ello fue consecuencia, cierto, de
una inconmovible ética personal. ¿De una fatalidad, en suma? Tal vez. Mas no
olvidemos que siempre se puede elegir.
En esa dura y libre elección que es toda
su vida veo yo su gran talla humana. Y en la luz proyectada por su inteligencia
y su conducta brilla todavía la más imperiosa consigna, que aún no hemos sabido
realizar hoy del todo: la de la unión de las izquierdas. Figura como la suya
nos permiten alimentar esa esperanza; pues todos, independientes o adscritos a
muy diversas familias políticas, podemos seguir llamando a este apóstol, con
total veracidad, "el abuelo".
Antonio Buero Vallejo
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