Diego Abad de Santillán (Sinesio Baudillo García Fernández)
(Reyero, León, 20 de mayo de 1897 - Barcelona, 18 de octubre de 1983)
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La guerra española de 1936-39. Las causas fundamentales de su desenlace. Predicando en el desierto. La fábula de Salomón.
Es la primera vez que hemos sido vencidos en la larga
lucha por el progreso económico y social de España en tanto que movimiento
revolucionario moderno; para encontrar en nuestra historia otra derrota
auténtica tenemos que remontarnos a los campos de batalla de Villalar en el
primer tercio del siglo XVI. Como el ave Fénix de sus cenizas, así nos habíamos
repuesto siempre de todos los descalabros, superando momentos terriblemente
dramáticos de inquisición política y religiosa, dejando girones de carne
palpitante en las garras del enemigo. El hambre y las persecuciones, las
cárceles y presidios, las torturas y los asesinatos, todo fue impotente para
humillarnos, para vencernos. Los que caían en la brega eran sustituidos de
inmediato por nuevos combatientes. Se sucedían las generaciones en un combate
sin tregua donde lo más florido, lo más generoso e inteligente de un pueblo
moría con la sonrisa en los labios, desafiando a los poderes de las tinieblas y
de la esclavitud, puesta la esperanza en el triunfo de la justicia. Pero esta
vez nos sentimos vencidos. ¡Vencidos! ¿Para quien, para qué clase de hombres,
para que razas, para que pueblos tiene esa palabra ¡vencidos! la significación
que tiene para nosotros? ¡Felices los que han muerto en el camino, porque ellos
no han tenido que sufrir lo que es mil veces peor que la muerte: una verdadera
derrota, definitiva para nuestra generación.
Nuestra generación ha entregado su sangre al
triunfo de una gran causa y ha sido envuelta ante la posteridad en una red de
complicidades que quisiéramos esclarecer para que se nos juzgue por nuestros
méritos o nuestros deméritos, por nuestros aciertos o por nuestros errores,
pero como a una fuerza histórica española del mismo nervio y el mismo temple de
la que luchó contra la invasión romana, contra el absolutismo de la casa de
Austria en las gestas inolvidables de los comuneros y de los agermanados, contra
las huestes napoleónicas bajo la inspiración del invencible general No Importa,
contra el borbonismo absolutista y anti-español desde Felipe V a Alfonso XIII.
Dígase lo que se quiera de nosotros. Dígase que somos
pesimistas. Nos guía la ambición de ser sinceros, de expresar nuestros
sentimientos, de testimoniar fielmente lo que hemos hecho y lo que hemos visto,
y nos importa que se sepa que, traicionados, vencidos, engañados, hemos caído
con el pueblo español en nuestra ley, sin haber arriado ni manchado nuestra
bandera. A nuestro alrededor se tejía una leyenda tenebrosa. Izquierdas y
derechas políticas competían en arrimar leña al fuego de todas las
fantasmagorías que se nos han atribuido, más aún, si cabe, las izquierdas que
las derechas. Nuestras organizaciones vivían y se desarrollaban en la
clandestinidad, porque no se les consentía una existencia pública, y eso nos
impedía dar la cara y responder a los calumniadores, porque habría sido tanto
como delatarnos. La literatura monárquica está sembrada de supuestos
descubrimientos de nuestras relaciones con los republicanos; la literatura de
los republicanos habla insidiosamente de nuestras relaciones con los
monárquicos. A la vieja leyenda más o menos terrorífica se añadirá la leyenda
nueva y se nos querrá convertir en chivos emisarios de los desahogos de quienes
se pondrán de acuerdo, a pesar de todas las diferencias aparentes, para
rehacerse falsas virginidades a nuestra costa.
La vasta literatura publicada en el extranjero sobre
nuestra guerra y nuestra revolución, está plagada de inexactitudes y de
malevolencias, y se hace de nosotros una descripción que toca los límites de lo
ridículo cuando no raya en lo infame, entre los escritores que defendían la
República como entre los que defendían a Franco. Hay dignísimas excepciones,
pero insuficientes. Es casi un deber, después de todos los horrores que se han
divulgado sobre la actuación de los hombres de la Federación Anarquista
Ibérica, antes y después de julio de 1936, para todo ciudadano del término medio,
atribuirnos todos los defectos y echarnos a la espalda todas las maldades. Ha
terminado la fase bélica de la tragedia de España, ha terminado la F.A.I. ¿No
se ha de permitir ahora, cuando estamos vencidos, que alguien que ha tenido en
esa organización revolucionaria los más altos cargos y las funciones de mayor
responsabilidad, antes y después de la guerra, levante un poco el telón y diga
la verdad?
No queremos defendernos, porque a pesar de todas
las calumnias que hemos podido entrever en una breve ojeada a un poco de
literatura en torno a nuestra guerra, no nos sentimos acusados. En muchas
ocasiones sacaremos a la luz descarnadamente nuestras propias deficiencias,
nuestros errores, personales o de tendencia. Pero el silencio, cuando hablan
los que tienen sobrados motivos para callar, y cuando se pertenece a los
escasos sobrevivientes en condiciones de hacer un poco de luz, nos parece
condenable (1).
(1) Sin mencionar otros escritos, nos preguntamos
sinceramente qué opinión pueden formarse de las cosas españolas los lectores
ingleses de la duquesa de Atholl, cuyo libro, Searchlight en Spain, (364 págs.,
Penguin Books, Harmondsworth), impreso en centenares de millares de ejemplares,
ha sido compuesto en base sobre todo a las informaciones de los comunistas y
del equipo comunizante del gobierno Negrín. Se refiere a menudo a nosotros,
pero así como ha visitado a personalidades de todos los partidos, no ha creído
necesario informarse en las fuentes directas sobre nuestra conducta y nuestras
aspiraciones.
Estas paginas quieren ser una contribución a la
historia y un homenaje al pueblo español, el único valor eterno, digno y puro,
que ha de resurgir a pesar de la derrota, aun cuando sea después de años y años
de martirios, sin precedentes en un país donde los hay tan abundantes y tan
variados, y cuando no quedemos ya en pie ninguno de los que hemos dado nuestro
tributo de esfuerzo y de vida a la gran tentativa de liberación de 1936-39. De
la catástrofe que hemos sufrido, sólo hemos salvado en nosotros la fe en la
resurrección española, por obra del mismo espíritu y del mismo anhelo que nos
ha movido a nosotros y ha movido a nuestros antepasados a través de los siglos.
Los gobiernos, los despotismos, las tiranías, los regímenes políticos de
privilegio pasan, pero un pueblo como el nuestro, que no ha desaparecido ya, es
de una vitalidad única que le ha hecho persistir contra los embates de los que
porfiaron en todos los tiempos por desviar el sentido y la dirección de su
historia. En esa resurrección es muy probable que no quede ni siquiera la
supervivencia de los viejos denominativos de partido y organización; otros
hombres y otros nombres ocuparán en la lid el puesto que nosotros hemos dejado
vacante con la derrota y harán revivir con más fuerza y más experiencia lo que
ha sucumbido en nuestra generación en ríos de sangre y de terror.
Si la sublevación militar de los generales ha
desembocado en una gran guerra, se debe todo ello a nuestra intervención
combativa. No fue la República la que supo y la que fue capaz de
defenderse contra la agresión; fuimos nosotros los que, en defensa del pueblo,
hemos hecho posible el mantenimiento de la República y la organización de la
guerra. Y nosotros no éramos republicanos, ni lo hemos sido nunca. Lo mismo que
la guerra de la independencia, que hizo volver a los Borbones indignos al trono
de España, no tenía esa restauración por objetivo, sino la recuperación del
ritmo histórico de nuestro pobre país, asi el aplastamiento por nosotros de la
sublevación militar en vastas zonas de la Península, no tenía tampoco por
finalidad la afirmación de una República que no merecía vivir, sino la defensa
de un gran pueblo, que volvía por sus fueros y quería tomar en sus manos las
riendas del propio destino. ¿Que la República nos ha pagado como Fernando VII
pagó a los que le devolvieron el trono cobardemente entregado a Napoleón?
Incluso en ese hecho vemos nuestra identificación con la causa de la verdadera
España.
Si nosotros nos hubiésemos cruzado de brazos en julio
de 1936, si hubiésemos obedecido las consignas del gobierno republicano, las
recomendaciones idiotas de un Casares Quiroga, ministro de la guerra, habrían
ido a parar nuestras cabezas al pelotón de ejecución, junto con las de los
dirigentes republicanos y socialistas de todos los matices, pero la guerra no
habría sido posible, porque la República no disponía de fuerzas para defenderse
y la sublevación militar, clerical y monárquica había sido perfectamente
andamiada en el país y en el extranjero.
Resumiremos, a través de este relato, tres de
las causas fundamentales del desenlace antipopular y anti-español de nuestra
guerra, de las que se derivan las demás causas secundarias, y procuraremos
desentrañar cual habría debido ser nuestra conducta práctica para evitar la
tragedia en la dimensión que se ha producido.
1º — La idiocia republicana, que encarnó, desde las
esferas gubernativas de Madrid, la misma incomprensión de las monarquías
habsburguesas y borbónicas ante las realidades populares y ante sentimientos
regionales legítimos, como el de Cataluña, contra cuya iniciativa bélica y
social se cuadró todo el aparato del Estado central, hasta reducir las inmensas
posibilidades de esa región y entregarla, maltrecha y amargada, al fascismo.
Cataluña pudo ganar la guerra sola, en los primeros meses, con un poco de apoyo
de parte del gobierno de Madrid, pero este tuvo siempre más temor a una España
que escapase a las prescripciones de un pedazo de papel constitucional y
ensayase nuevos rumbos económicos y políticos, que a un triunfo completo del
enemigo.
2º — La política de no-intervención, propuesta y
practicada por el gobierno socialistarepublicano de Francia desde la primera
hora, aprobada después por Inglaterra, y convertida en el mejor instrumento
para sofocarnos a nosotros, mientras se proporcionaban al enemigo,
abiertamente, los hombres y el material de guerra necesarios para asegurarle el
triunfo. Esa farsa siniestra de la no-intervención, en la que acabó de morir, y
no lo lamentamos, la Sociedad de Naciones, supo sacrificarnos despiadadamente a
nosotros, pero no ha logrado evitar que Francia e Inglaterra, principales
animadoras de esa burla sangrienta, tengan que pagar las consecuencias en la
guerra actual, con millones de sus hijos y el sacrificio de todas sus reservas
económicas y financieras.
3º — Tan funesta como la no-intervención para la
llamada España leal, fue la intervención rusa, que llegó varios meses después
de iniciadas las operaciones; prometió vendernos material y, no obstante
cobrarlo en oro, por adelantado, llegase o no llegase la carga a nuestros
puertos, puso como condición de la supuesta ayuda la sumisión completa a sus
disposiciones en el orden militar, en la política interior, en la política
internacional, habiendo hecho de la España republicana una especie de colonia
soviética. La intervención rusa, que no solucionó ningún problema vital desde
el punto de vista del material, escaso, de pésima calidad, arbitrariamente
distribuido, dando preferencia irritante a sus secuaces, corrompió a la
burocracia republicana, comenzando por los hombres del gobierno, asumió la
dirección del ejército, y desmoralizó de tal modo al pueblo que éste perdió
poco a poco todo interés en la guerra, en una guerra que se había iniciado por
decisión incontrovertible de la única soberanía legítima: la soberanía popular.
Estas tres causas se pusieron de relieve ya desde los
primeros tiempos de la guerra; las hemos reconocido como tales enseguida y
hemos luchado por superarlas; hemos luchado por superar la incomprensión de lo
catalán por parte de los hombres que detentaban el poder central; hemos clamado
por una decisión digna frente a la farsa de la no intervención; hemos pedido
una acción de defensa contra las usurpaciones de los rusos, sin haber logrado
más que enemistades y aislamiento. Nos hemos quedado solos, mantenidos
cuidadosamente al margen de toda actuación directa en la guerra, después de
haber sido sus primeros puntos de apoyo; pero tenemos el orgullo de sentirnos
libres de la responsabilidad personal y de organización en la catástrofe y en
la política que nos llevó al desastre, y no podemos acusarnos de haber
silenciado un sólo instante nuestra actitud. Cuanto ahora decimos en el
extranjero, supervivientes del gran naufragio, lo hemos dicho, casi con las
mismas palabras mientras era hora de aplicar remedio a los males denunciados, y
no solo a través de las publicaciones, revistas, libros, folletos de partido,
sino, directamente, al gobierno mismo y a sus órganos responsables.
En agosto de 1937 estaba bien clara la situación y no
podíamos llamarnos ya a engaño. El gobierno Prieto-Negrin, hechura de los
rusos, para responder a sus intereses comerciales y diplomáticos y no a los
intereses de España, había marcado, con su política de guerra, internacional y
nacional, el derrotero que nos había de llevar al sacrificio estéril de nuestro
gran pueblo. No podíamos callar y escribimos un exabrupto: La guerra y la
revolución en España. Notas preliminares para su historia, un pequeño volumen
que ha merecido hasta los honores de los autosdafe. Se ha hecho una guerra
feroz a ese libro, del cual solo algunos fragmentos aparecieron en la prensa
obrera de los diversos países, y algunas ediciones no autorizadas. Se persiguió
el libro, leído no obstante ampliamente, pero a nosotros no se nos ha querido
pedir cuentas, a pesar de reiterar las mismas denuncias en otras publicaciones
y cada vez con mayor insistencia. ¿Por qué no se nos ha procesado? Es verdad
que, en cuanto al contenido de aquél grito desesperado para volver al buen
camino, muy pocas rectificaciones de detalles secundarios eran posibles.
Nosotros esperábamos un proceso para hablar más abiertamente todavía, pues, con
todo, no olvidábamos que estábamos en guerra y que no podía ser ventajoso dar
armas al enemigo; en un proceso, habríamos podido decir lo que callábamos. Se
rehuyó toda medida contra nosotros, a pesar de no ejercer ningún cargo oficial
y de no escatimar en nuestras apreciaciones críticas ni a los dirigentes de las
propias organizaciones. Algunas voces generosas se atrevieron a pedir desde la
prensa nuestra cabeza, trasunto de lo que se pedía en los conciliábulos de los
cultores del moscovitismo. A eso se redujo todo.
Decíamos en algunos pasajes del prólogo a las
aludidas páginas:
"Esto no es historia, no es una crónica de los
sucesos de la revolución y de la guerra antifascista; es un análisis interno,
una especie de examen de conciencia al llegar a uno de los recodos del camino y
aprovechando un instante de sosiego. No obstante, creemos que estas páginas
pueden ser una contribución a la historia y que, algunas de las reflexiones e
interpretaciones que nos sugieren los acontecimientos vividos, podrán servir al
movimiento de la libertad en el mundo.
"En estos instantes se agudiza la ofensiva
del fascismo internacional en España y se acentúan los manejos de la diplomacia
europea — inglesa, francesa y rusa, por un lado; alemana e italiana, por otro —
para estrangular nuestro movimiento. Es preciso reflexionar sobre todo esto y
elegir, con los ojos abiertos y el ánimo sereno, el camino que corresponde. El
proletariado mundial se suicida con su pasividad ante nuestra guerra y las
democracias claudicantes cavan su fosa con su irresolución y su cobardía ante
la prepotencia fascista.
"No podríamos ser ya responsables, como hasta
aquí, del porvenir de España, y no podríamos, tampoco, ofrecer la propia sangre
con la misma generosidad que la hemos ofrecido. El juego nefasto está
descubierto y el pueblo español es llevado a la catástrofe. No sabríamos
asegurar si está aun en nuestras manos evitar el derrumbamiento de las
ilusiones que surgieron en el mundo en torno a nuestra guerra y a nuestra
revolución. Ciertamente, quedan cartas por jugar, y nuestros amigos sabrán
jugarlas con decisión y a cualquier precio; pero el panorama de hoy no es el
mismo de meses atrás, y si callásemos, nos haríamos cómplices del crimen que se
prepara y en el cual no hemos tenido parte alguna.
"Sirvan las líneas que siguen para esclarecer,
ante los amigos y los compañeros de los diversos países, algunas facetas de
nuestro esfuerzo y para prevenir, a los que no ven claro en esta situación,
sobre los escollos que nos cercan por todos lados. Sería concebible el silencio
cuando solo se tratase de nosotros mismos en tanto que miembros de un partido o
de una organización; pero está en juego el destino de España y el porvenir de
la humanidad por muchos años, quizás por siglos. Y el derecho a hablar se
convierte, en esas circunstancias, en un deber.
"Fue demasiada la sangre hermana vertida desde el
19 de Julio para consentir, con los brazos cruzados, que la infamia que se
proyecta sea llevada a buen fin. Ha perdido nuestra guerra muchas posiciones y
ha perdido la revolución casi todas las que había conquistado. Si nos
resignásemos y no reaccionásemos a tiempo, volveremos a condiciones peores que
las que reinaban antes de la epopeya de Julio; el que sea capaz de tolerar eso,
de aceptarlo mansamente, no es digno más que de las cadenas de todas las
esclavitudes.
"En medio de la traición que nos cerca por
todos lados, es preciso que el pueblo español y que nuestros amigos de todo el
mundo sepan cual es el destino que nos aguarda y cual es nuestra posición y
nuestra actitud ante ese negro panorama"...
Escribíamos así, el 1º de septiembre, cuando se
comenzaba la ofensiva de Franco sobre el Norte de España, antes de la caída de
Bilbao en la esperanza de aguijonear en pro de un cambio político que nos
emancipase de la tutela de Moscú, fatal para nuestra guerra, sin haber
logrado más que una afirmación cada vez más ciega, más incondicional, por parte
de los dirigentes de nuestro gobierno y de los llamados partidos de la
solidaridad antifascista, del mito ruso.
El libro de septiembre de 1937 es el que vamos a
refundir en este volumen. Entonces podía llevar por título: Por qué perderemos
la guerra. En 1940 hemos de hablar retrospectivamente, y por consiguiente, el
título no puede ser otro que: Por qué perdimos la guerra. No haremos más que
agregarle nuevos argumentos y referirnos a aspectos que, en su primera
redacción, no podíamos dar a la publicidad todavía.
Muchas veces hemos recordado, en el transcurso
de la guerra española, uno de los fallos famosos de Salomón: ¿Quién no lo
conoce? Dos madres se disputaban un niño como hijo. Salomón escuchó a ambas
partes serenamente y propuso partir al niño en dos partes iguales y dar una a
cada madre. Una consintió en el sacrificio de la criatura en disputa y la otra
se apresuró a renunciar a su parte, prefiriendo que el niño viviese, aun en
manos extrañas. Por este gesto reconoció Salomón a la verdadera madre y le
entregó el hijo.
Nos disputábamos a España, como en otros períodos de
nuestra historia. Por un lado nos encontrábamos bajo la bandera de una República
a la que nada nos ligaba, y junto a hombres y a partidos que eran tan
adversarios nuestros como los del otro lado de las trincheras. Lo decíamos con
toda claridad, en alta voz, por escrito, en cualquier circunstancia: Para
nosotros, en tanto que vanguardia social española, el resultado sería el mismo
si triunfaba Negrin con su cohorte comunista o si triunfaba Franco, con sus
italianos y alemanes. ¿Para qué hacemos la guerra? ¿Para qué luchamos?
Ese estado de ánimo no era ya personal, sino de
grandes masas, de los mejores combatientes de la primera hora. Faltaba a la
guerra todo objetivo social progresivo. ¿Es que hemos de dar la vida por unas
condiciones de existencia como las que teníamos antes del 19 de julio o peores?
¿Es que no vemos que el número final del festejo de la victoria, en cualquier
caso, será nuestro exterminio como individuos y como movimiento?
Por otra parte, situándonos por encima de los
intereses de partido, de las aspiraciones individuales o colectivas de
tendencia, quien será vencida en la guerra ha de ser España, cuya economía
quedará deshecha, con unos millones menos de habitantes, muertos en la flor de
la edad y del trabajo, con ruinas por doquier, con una semilla de odio en la
sangre que lo envenenará todo durante muchas generaciones, en vasallaje
político y económico.
Persuadidos de que la razón estaba de nuestra parte y
de la bondad de la causa a que habíamos dedicado los mejores años de nuestra
vida, conscientes de que solo con la solución por nosotros propuesta a los problemas
de España conocería nuestro pueblo un porvenir mejor, digno de su pasado y de
su espíritu, viendo como veíamos la derrota de España, por obra de ambos bandos
¿por qué no tener el valor heróico de ceder, como ha cedido la madre verdadera
en el juicio salomónico?
La continuación de la guerra era para los más un acto
de cobardía, no un acto de arrojo y de valor (1) . Se luchaba porque se tenía
miedo a las represalias, no porque hubiera la menor duda, en los que no tenían
derecho a perder la cabeza, sobre el fin desastroso de la guerra para el
sector llamado republicano. Una seguridad de que los vencedores de la parte de
Franco no llevarían al extremo la represión, habría hecho cesar las
hostilidades mucho antes. Ahora bien, por el miedo individual de una cantidad
mayor o menor de gente ¿había que sacrificar a España? El acto de más heroísmo
y de más sacrificio habría consistido en ceder, aun teniendo la razón. Pero el
ambiente hábilmente creado por la propaganda gubernativa y por el terror
desplegado hacía que esos pensamientos no trascendieran del círculo íntimo de
algunos amigos, quizás de los que más habían dado a la causa de la revolución y
de la guerra.
(1) Decimos eso de los más, pero no de todos. Una de
las causas de la política de la resistencia se debía a la imposibilidad en que
se encontraba el Gobierno de la República de rendir cuentas de su gestión
financiera, como veremos.
Nuestros esfuerzos múltiples y reiterados por cambiar
el gobierno, por provocar una crisis y hacer el balance de la verdadera
situación, el balance económico, financiero, militar, etc. nos habían fallado
siempre. La política clara que exigíamos se volvió cada vez más clandestina y
unipersonal. En concreto no sabíamos nada, aunque lo intuíamos todo. La misión
del gobierno cuya formación deseábamos tenía por misión infundir un poco de fe
en el pueblo, poner coto a los abusos y extralimitaciones del terror, liquidar
la preponderancia rusa en el ejército, examinar la situación financiera y
aplicar sanciones adecuadas a los responsables máximos de los desfalcos y
derroches habidos; eso en cuanto a la política interior; con relación a lo
exterior queríamos presentar en forma de ultimátum a las llamadas potencias
democráticas una solicitud de aclaración definitiva, sin rodeos ni tapujos,
sobre su ayuda a España y sobre el crimen de la no intervención unilateral. Si
Francia e Inglaterra no se comprometían a una ayuda efectiva, entonces la
guerra estaba liquidada. Cabía la posibilidad de buscar salidas, pero la
prosecución de la matanza y de la destrucción era un delito imperdonable, que
solo podía beneficiar a los enemigos de nuestro pueblo y de su porvenir.
Y pensábamos así los únicos a quienes no se nos
podía acusar de eludir los sacrificios de la lucha o de haberlos eludido.
Diego Abad de Santillán, 1940
¿Por qué perdimos la Guerra? - Capítulo I
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