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1657. Imagen primera de Pablo Picasso

A Pablo Picasso lo conocí en París, la noche menos pensada, en el patio de butacas del teatro «Atelier» de Charles Dullin. Se representaba, bajo el nombre de Rosalinde, en versión del gran poeta Jules Supervielle, la obra de Shakespeare, tradicionalmente traducida con el título de Comme il vous plaira.

Hacía mucho que deseaba conocer a aquel extraordinario malagueño, a aquel sonado «andaluz universal», a quien la mala ley de los envidiosos españoles consideraba francés, puro producto parisino, sin raíces ni entrañas en su tierra nativa, y nada español el inútil e insoportable «chauvinisme» acaparador galo. Pero mi deseo lo había confiado al azar, a la coincidencia, influido sin duda por lo que «todo el mundo», vano y presumido, se cuidaba de decirme, para desanimarme, en tertulias cafeteras del Dome o de La Rotonde.

—Picasso es muy simpático, pero jamás recibe a nadie...
—¡Hombre, eso de simpático!... Pregúntaselo a los pintores...
—Tiene miedo a enseñarles lo que está pintando...
—En eso, hace bien.
—Tal vez sea más amable con los escritores...
—Es un interesado...
—Intenta verlo, aunque va a serte muy difícil...

Y aquella noche de mágicas selvas shakespearianas, lastimándome aún en los oídos todas esas resentidas y turbias apreciaciones sobre el pintor, dejando en un entreacto el palco de Supervielle donde me hallaba, me lancé al patio de butacas, no sin cierto pánico a una helada acogida o, lo más grave, a un fracaso en mi ilusión de visitarle.

—¿Picasso?

Tengo que recordar que se levantó, receloso, un poco automáticamente, clavándome, al tirarme la mano, unos redondos ojos tabaco, insistentes y planos, duros, como dos botones insufribles. Repuesto al punto de esta primera arrancada, que ya había visto yo por dehesas y ruedos en los toros de lidia españoles, le dije mi nombre, hablándole, entrecortado, de amigos comunes y de mis pretensiones de verle en su estudio.

—Pase por mi casa: veintitrés, rué de la Boétie. Pero avíseme antes por teléfono. Mañana mismo, si puede.

Y volvió a tirarme la mano, sintiendo en mí clavada nuevamente la violencia dura de aquellos dos botones grises.

Al otro día, a las tres en punto de la tarde, me abría el propio Picasso la puerta de su piso. Igual que en el teatro, volví a sentir la presencia de un toro, mezclado esta vez —minotauro— con algo de ganadero, de un Fernando Villalón quizás menos bronco, más fino, debido sin duda a la grisura lumínica de los ojos y a la famosa onda, encanecida ya, que le partía, en oblicua, la frente. Sobre su cabeza, en la pared del recibimiento, nacareaba una amplia matrona desnuda de Renoir, volcada contra un fresco paisaje de verdores acuosos.

Primero me pasó a una sala oscura, de la que surgió, al abrir los balcones, toda la luz lujosa de una sentada cuadrilla de toreros, llameante de sedas de colores, desde el naranja más enfurecido hasta el verde más iracundo. Eso parecían, eso eran en realidad el sofá y las butacas de aquella sala de Picasso.

Luego me hizo subir a su atelier. Cualquiera pensaría que el taller de un pintor del prestigio, del genio y fortuna suyos sería algo, si no rico, por lo menos de dimensiones hermosas, lleno de todos esos cachivaches y pedazos de cosas que sólo los pintores son capaces de coleccionar. El taller de Picasso, simple buhardilla abarrotada, con un tablero inundado de libros, cartas abiertas y sin abrir, dibujos, lápices, etc., medía poco más de tres metros por cuatro, no sobrando al pintor ni el suficiente espacio para trabajar cómodo. En el centro, extendida, grande, como una ventana de par en par abierta a un precipicio, la obra en ejecución: uno de esos monstruos que metiéndosele por el mango de los pinceles se le pasan vivos y poéticamente disparatados al lienzo.

Picasso, con una condescendencia natural, espontánea, que era un duro mentís a las críticas cafeteras del Dome, desbarajó los amontonados cuadros, mostrándomelos uno a uno, produciéndose entonces en aquella minúscula buhardilla un verdadero desbarajuste de líneas y colores, un relampaguear de pura plástica sonora, de puro genio delirante, en continua arrancada vertiginosa.

Arrancada, sí, arrancada de fuerte toro español, lozano y suelto por dehesas quemadas de poesía, por arenas de sangre o congeladas geometrías celestes; arrancada de toro haciendo añicos el orden de las cosas, arremetiendo, furioso, contra lo naturalmente creado, para ofrecerlo compuesto de otro modo, en reinventada, única e imposible vida nueva. Y me lo imaginé paciendo de aquel alimento sobrenatural que el picassiano poeta cordobés don Luis de Góngora ofrece a la divinidad astada de sus Soledades: estrellas.

Durante la guerra de España, Picasso fue estremecido hasta los tuétanos por aquella tremenda sacudida, digna arrancada de su pueblo contra la calculada traición y el apuñalamiento cómplice de unos y de otros. Nunca jamás un hombre, un español tan alejado de su patria, pudo sufrir desgarro más profundo en sus raíces. Y el lastimado toro negro andaluz de sus venas se desató, bravo y terrible, llevándose al enemigo por delante. No habrá sufrido éste cornalón más hondo que el asestado por Picasso en su Guernica ni revolcón mayor, con pateadura, que aquel de los feroces dibujos contra Franco.

Ahora se murmura, en intermitentes telegramas lacónicos, que al valiente pintor lo han acorralado los alemanes en uno de esos campos de alambradas donde los hombres dignos de hoy, sin ventura, merecen menos que las bestias. Si esto fuera verdad, vaya para ti, grande y generoso amigo, con mi protesta de español errante, mi doble admiración desesperada: a tu inmenso talento y a tu hombría, gloria los dos de nuestro pobre pueblo pisoteado.


Rafael Alberti, 1941
            








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