Alfonso
Domingo / 24-09-2015 / Fronterad
A lo largo de la historia
de la humanidad, la lucha, tanto de pueblos como de colectivos por sus derechos
ha sido larga y sangrienta. Un ejemplo claro y que está tristemente de
actualidad, por los sucesos que con bastante y alarmante frecuencia tienen
lugar en Estados
Unidos, es el de los afroamericanos, una cuestión no resuelta en aquel
país desde hace centurias. La historia de esa lucha de los afroamericanos por
sus derechos civiles tuvo un episodio en España durante la Guerra Civil. Para
hablar de ese viaje, tanto en el espacio como en el tiempo, habría que
remontarse a la derrota de la confederación y la paulatina emigración al norte
de los antiguos esclavos del sur. En el primer tercio del siglo XX, la
emigración sale de Misisipi y los estados sureños para llegar a Chicago y a las
ciudades industriales del este de Estados Unidos, donde la lucha se
organiza.
Cuando estalló la Guerra Civil
Española, los afroamericanos, sobre todo en Chicago y Nueva York, se alistaron
para venir a luchar a España porque era una manera de combatir contra el
racismo de su propio país, aliado del fascismo y el nazismo y todo lo que
representaban: el odio hacia los que no consideraban puros, la creencia en que
hay razas inferiores y superiores y que los seres humanos pueden ser sometidos
a la esclavitud. Los afroamericanos habían querido ir a la guerra de Etiopía,
en 1935, a luchar contra los fascistas italianos y defender de la agresión a
una nación negra, independiente, con cultura, además cristiana. Pero no les dio
tiempo. Los italianos utilizaron armas químicas y acabaron pronto la campaña.
Así que cuando surgió la guerra de España, en el que el enemigo era el fascismo
italiano, además de los nazis alemanes, muchos afroamericanos pensaron en venir
a España y combatirlos. Era la misma lucha que sostenían en su propio país
contra el racismo, el Ku
Klux Klan y las leyes segregacionistas. En los estados del sur aún
existía la segregación racial en escuelas, hospitales, edificios públicos…
El protagonista de excepción
del documental Héroes invisibles (obra de Jordi
Torrent y del que firma estas líneas) es James
Yates. Al final de su vida, Yates escribió un libro, De Misisipi a
Madrid (La Oficina y BAAM), un viaje que resume el de toda una serie de afroamericanos
que emigraron en los primeros años del siglo XX de un sur de Estados Unidos
todavía bajo las marcas y señales de la esclavitud, hacia un norte que les
ofrecía más oportunidades. En el caso de Yates, ese viaje al sur de arriba,
como decían los negros, tiene un hito en la experiencia española. Porque aunque
Yates regrese, como el resto de afroamericanos y brigadistas a su país, tras la
experiencia de la guerra española ya nada será lo mismo.
La historia está llena de
héroes invisibles, esos que quizá no decidan el curso de los acontecimientos
con sus decisiones políticas o económicas, sino que las sufren, y que a menudo
dan testimonio, con su lucha, de los valores que nos conmueven en este viaje
desde la barbarie de los primeros tiempos de la humanidad.
Mireia
Sentís, toda una autoridad en la cultura afroamericana, como acreditan
algunos de sus libros y muchos de sus artículos, fue la primera en descubrir el
libro, editado en Estados Unidos por su propio autor. Fue en su casa de Madrid,
una noche, cenando con otro amigo, cuando surgió el tema de Yates y de su
libro, que ella ya pensaba como uno de los primeros de una colección en español
sobre los afroamericanos y su cultura. He de confesar que me sorprendió la
historia. Pensaba que habían sido muy pocos, pero me sorprendió el grado de
compromiso y sobre todo, lo que repetían tanto Yates como muchos de los que
habían pasado por España:
“En España fue por primera vez
donde, como hombre negro, me sentí libre”. Pensé que aquella frase merecía un
documental. Y me puse, junto con Mireia, manos a la obra, mientras me
documentaba sobre la historia de Yates y sus compañeros.
La vida de James Yates es la un
héroe invisible, de esos con los que está hecha la historia. Yates, con 17
años, emprende un recorrido en ferrocarril desde su Quitman natal, en Misisipi,
al norte, a Chicago. Allí, además de la fascinación por la ciudad en la que se
podía beber de las fuentes públicas junto a los blancos u ocupar un asiento no
segregado en los transportes públicos, encuentra varios empleos y acaba de
camarero de ferrocarriles, un trabajo desempeñado a menudo por
afroamericanos emigrantes. Es un mundo que sigue siendo de los blancos, pero
donde las secuelas más duras del racismo están limadas: los negros pueden
aspirar a tener una vivienda, aunque sea en los guetos, e incluso poseer un
automóvil.
Todo parece ir bien para Yates,
que descubre la fuerza de los sindicatos, donde empieza a tener un pequeño
papel, pero llegan el crack de la bolsa
de 1929 y la pérdida de su empleo. Yates se aleja de su familia y tiene que
trasladarse a Nueva York para buscar trabajo. Los tiempos, definitivamente, han
cambiado para mal y no sólo para él, sino para miles de obreros que atiborran
las colas buscando una colocación y que, desahuciados de sus casas, duermen en
los parques y deambulan como zombis en un mundo donde no tienen lugar. (¿No
suena a algo parecido hoy día?).
Yates es rescatado por el
pintor Alonzo
Watson, que milita en los movimientos de protesta y que acaba enrolado
en las Brigadas
Internacionales. Yates seguirá su camino, aunque un poco más tarde que
su amigo Watson. Precisamente cuando llega a España, tras cruzar los Pirineos,
se encontrará con que su mejor amigo ha sido el primer afroamericano en caer en
la batalla del Jarama.
A ese primer mazazo le seguirán
los avatares de la guerra. Yates es destinado como conductor a variadas
misiones. Por ejemplo, lleva al frente de Teruel a periodistas como Herbert
Matthews, del New York Times, y a
Ernest Hemingway, así como a Langston Hughes, el primer corresponsal de guerra
norteamericano, al que dejará su capote para combatir el frío.
Yates participa en la batalla
de Brunete, vive los raids aéreos sobre
Madrid y se juega la vida en las carreteras españolas. Un avión bombardea su
camión en el Levante y él resulta gravemente herido. Pasa varios meses en el
hospital y, en 1938, con algunos brigadistas, regresa a Estados Unidos. Allí la
realidad le golpeará con más dureza que las bombas fascistas, tal y como
relata. En Manhattan, la primera noche, él y todos sus compañeros se van de un
hotel que no permite el alojamiento de negros. A partir de ese momento, y con
el breve paréntesis de la Segunda Guerra Mundial, Yates militará en
organizaciones por los derechos humanos, sufrirá como el resto de los veteranos
de la Brigada Lincoln la presión y persecución del FBI, a pesar de que la
inmensa mayoría habían dejado de ser comunistas. Vive en Manhattan de una tienda
de reparación de radios y televisores que monta ya que nadie, por sus
antecedentes, le da un empleo. En la última parte de su vida escribe De
Misisipi a Madrid, el libro donde
palpita su vida, la vida de un superviviente, su viaje vital hacia la libertad
y la dignidad, que en un momento dado, pasó por España y su guerra civil.
Cuando decidimos empezar la
tarea de realizar un documental para explicar su historia, lo primero fue saber
de cuántos afroamericanos estábamos hablando. Su número fue de 85, la mayoría
de ellos, alistados en el batallón Lincoln, la primera unidad integrada.
Entonces comenzamos a conocer historias de aquellos voluntarios. Uno de los
ejemplos más llamativos es el de Oliver Law, muerto el 8 de julio de 1937 en
Brunete cuando era comandante del batallón, el primer afroamericano en comandar
una unidad de blancos en la historia de los Estados Unidos. Algo que no volvió
a pasar hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. También fue excepcional el
caso de Salaria Kea, una combativa enfermera que había integrado los comedores
de los hospitales de Harlem y que atendió a los heridos de las brigadas
internacionales en el hospital de Villa Paz.
El documental recoge asimismo
el viaje de Langston Hughes, un corresponsal de guerra afroamericano, amigo de
fotógrafos, periodistas y escritores como Henri Cartier-Bresson, Nicolás
Guillén, Ernest Hemingway, Octavio Paz, Ilya Ehrenburg, Michael Kolsov, André
Malraux, José Bergamín, León Felipe y un largo etcétera. Habría que reseñar que
es Hughes el primero en traducir a García Lorca al inglés, ayudado por Rafael
Alberti y Manuel Altolaguirre. Langston viene como corresponsal del Batilmore Sun y sus
crónicas son un prodigio de frescura y humanidad, ofreciendo una visión cercana
y solidaria a los lectores de los periódicos para los que trabajaba.
Y, por supuesto, se habla de Paul
Robeson. El actor y cantante, que luego fue perseguido en Estados
Unidos por sus opiniones políticas y al que tacharon de comunista y le
retiraron el pasaporte, vino a España en 1938 a cantar para las tropas
republicanas. La leyenda dice que la batalla de Teruel paró durante dos horas
para que de los dos lados de las trincheras escucharan su increíble y mítica voz.
Aunque se han hecho muchos
documentales sobre la Guerra Civil, este tema aún nadie lo había abordado. Tuvo
que ser el encuentro entre tres personas la chispa que desencadenara el proceso
que ha llevado, tras un recorrido con muchos altibajos, de varios años, a su
conclusión. Con estas sincronías que a veces ocurren en la vida, Mireia Sentís,
en un viaje a Nueva York, se encontró con un viejo amigo, Jordi Torrent, un
barcelonés, productor y director, afincado hacía muchos años allí, y surgió el
tema de Yates. Jordi lo había entrevistado al poco de llegar a Nueva York,
cuando lo había visto en la calle vender su libro. Le interesó tanto la
historia que se dedicó a grabar a James Yates a lo largo de la ciudad y en
muchos de los lugares de su periplo vital. Ese testimonio, con el cual Jordi
finalmente no había hecho nada –siempre decía que tenía ese deuda pendiente–
fue fundamental para encarar la realización del documental. Al principio
parecía que tanto TVE como TV3 iban a apoyar la idea, pero llegó la crisis, por
una parte, y que este tema no parecía ser del agrado del comité de selección de
proyectos documentales para ninguna cadena de televisión. También nos falló una
productora estadounidense que habíamos conocido en La Rochelle, en el marco del
festival de cine documental Sunny
Side of the Docs. Nos prometió una parte importante del presupuesto
(que en un alarde de optimismo pensamos incluso que habría que ofrecer a Morgan
Freeman), pero descubrimos tiempo después que solo hacía solicitud de fondos
públicos.
Así que no hubo más remedio que
encarar lo que teníamos y pensar en las grabaciones necesarias, en expertos y
lugares, tanto en Estados Unidos como en España. Las respectivas productoras,
Argonauta Producciones y Duende Pictures (Jordi Torrent), asumieron los costes
y con la ayuda en la idea y la producción de Mireia Sentís conseguimos
completar esta obra que ha sido seleccionada en una docena de festivales
extranjeros y en varios nacionales. Ahora hemos logrado el estreno comercial en
Madrid y Barcelona y esperemos que alguna televisión muestre interés y al menos
la compre. En cualquier caso, ahí está el documental, para hacer visibles a los
invisibles.
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