Lo Último

1652. La tumba viva (Recordando a Miguel Ángel Asturias)

Miguel Ángel Asturias Rosales (Ciudad de Guatemala, 19 de octubre de 1899 - Madrid, 9 de junio de 1974)


Su hijo había dejado de existir... Con ese modo de moverse, un poco de fantoche, de los que en el caos de su vida deshecha se van desatando de la cordura, Niña Fedina alzó el cadáver que pesaba como una cáscara seca hasta juntárselo a la cara fibrosa. Lo besaba. Se lo untaba. Mas pronto se puso de rodillas —fluía bajo la puerta un reflejo pajizo—, inclinándose adonde la luz del alba era reguero claro, a ras del suelo, en la rendija casi, para ver mejor el despojo de su pequeño.

Con la carita plegada como la piel de una cicatriz, dos círculos negros alrededor de los ojos y los labios terrosos, más que un niño de meses parecía un feto en pañales. Lo arrebató sin demora de la claridad, apretujándolo contra sus senos pletóricos de leche. Quejábase de Dios en un lenguaje inarticulado de palabras amasadas con llanto; por ratitos se le paraba el corazón y, como un hipo agónico, lamento tras lamento, balbucía: ¡hij!... ¡hij!... ¡hij!... ¡hij!...

Las lágrimas le rodaban por la cara inmóvil. Lloró hasta desfallecer, olvidándose de su marido, a quien amenazaban con matar de hambre en la Penitenciaría, si ella no confesaba; haciendo caso omiso de sus propios dolores físicos, manos y senos llagados, ojos ardorosos, espalda molida a golpes; posponiendo las preocupaciones de su negocio abandonado, inhibida de todo, embrutecida. Y cuando el llanto le faltó que ya no pudo llorar, se fue sintiendo la tumba de su hijo, que de nuevo lo encerraba en su vientre, que era suyo su último interminable sueño. Incisoria alegría partió un instante la eternidad de su dolor. La idea de ser la tumba de su hijo le acariciaba el corazón como un bálsamo. Era suya la alegría de las mujeres que se enterraban con sus amantes en el Oriente sagrado. Y en medida mayor, porque ella no se enterraba con su hijo; ella era la tumba viva, la cuna de tierra última, el regazo materno donde ambos, estrechamente unidos, quedarían en suspenso hasta que les llamasen a Josafat. Sin enjugarse el llanto, se arregló los cabellos como la que se prepara para una fiesta y apretó el cadáver contra sus senos, entre sus brazos y sus piernas, acurrucada en un rincón del calabozo.

Las tumbas no besan a los muertos, ella no lo debía besar; en cambio, los oprimen mucho, mucho, como ella lo estaba haciendo. Son camisas de fuerza y de cariño que los obligan a soportar quietos, inmóviles, las cosquillas de los gusanos, los ardores de la descomposición. Apenas aumentó la luz de la rendija un incierto afán cada mil años. Las sombras, perseguidas por el claror que iba subiendo, ganaban los muros paulatinamente como alacranes. Eran los muros de hueso... Huesos tatuados por dibujos obscenos. Niña Fedina cerró los ojos —las tumbas son oscuras por dentro— y no dijo palabra ni quiso quejido —las tumbas son calladas por fuera.

Mediaba la tarde. Olor de cipresales lavados con agua del cielo. Golondrinas. Media luna. Las calles bañadas de sol entero aún se llenaban de chiquillos bulliciosos. Las escuelas vaciaban un río de vidas nuevas en la ciudad. Algunos salían jugando a la tenta, en mareante ir y venir de moscas. Otros formaban rueda a dos que se pegaban como gallos coléricos. Sangre de narices, mocos, lágrimas. Otros corrían aldabeando las puertas. Otros asaltaban las tilcheras de dulces, antes que se acabaran los bocadillos amelcochados, las cocadas, las tartaritas de almendra, las espumillas; o caían, como piratas, en los canastos de frutas que abandonaban tal como embarcaciones vacías y desmanteladas. Atrás se iban quedando los que hacían cambalaches, coleccionaban sellos o fumaban, esforzándose por dar el golpe.

De un carruaje que se detuvo frente a la Casa Nueva se apearon tres mujeres jóvenes y una vieja doble ancho. Por su traza se veía lo que eran. Las jóvenes vestían cretonas de vivísimos colores, medias rojas, zapatos amarillos de tacón exageradamente alto, las enaguas arriba de las rodillas, dejando ver el calzón de encajes largos y sucios, y la blusa descotada hasta el ombligo. El peinado que llamaban colochera Luis XV, consistente en una gran cantidad de rizos mantecosos, que de un lado a otro recogía un listón verde o amarillo; el color de las mejillas, que recordaba los focos eléctricos rojos de las puertas de los prostíbulos. La vieja vestida de negro con pañolón morado, pujó al apearse del carruaje, asiéndose a una de las loderas con la mano regordeta y tupida de brillantes.

—Que se espere el carruaje, ¿verdad, Niña Chonita? —preguntó la más joven de las tres jóvenes gracias, alzando la voz chillona, como para que en la calle desierta la oyeran las piedras.

—Sí, pues, que se espere aquí —contestó la vieja. 

Y entraron las cuatro a la Casa Nueva, donde la portera las recibió con fiestas. Otras personas esperaban en el zaguán inhospitalario. 

—Ve, Chinta, ¿está el secretario?... —interrogó la vieja a la portera.

—Si, doña Chón, acaba de venir.

—Decíle, por vida tuya, que si me quiere recibir, que le traigo una ordencita que me precisa mucho.

Mientras volvía la portera, la vieja se quedó callada. El ambiente, para las personas de cierta edad, conservaba su aire de convento. Antes de ser prisión de delincuentes había sido cárcel de amor. Mujeres y mujeres. Por sus murallones vagaba, como vuelo de paloma, la voz dulce de las teresas. Si faltaban azucenas, la luz era blanca, acariciadora, gozosa, y a los ayunos y cilicios sustituían los espineros de todas las torturas florecidos bajo el signo de la cruz y de las telarañas.

Al volver la portera, doña Chón pasó a entenderse con el secretario. Ya ella había hablado con la directora. El Auditor de Guerra mandaba a que le entregaran, a cambio de los diez mil pesos —lo que no decía—, a la detenida Fedina de Rodas, quien, a partir de aquel momento, haría alta en El Dulce Encanto, como se llamaba el prostíbulo de doña Chón Diente de Oro.

Dos toquidos como dos truenos resonaron en el calabozo donde seguía aquella infeliz acurrucada con su hijo, sin moverse, sin abrir los ojos, casi sin respirar. Sobreponiéndose a su conciencia, ella hizo como que no oía. Los cerrojos lloraron entonces. Un quejido de viejas bisagras oxidadas prolongóse como lamentación en el silencio. Abrieron y la sacaron a empellones. Ella apretaba los ojos para no ver la luz —las tumbas son oscuras por dentro—. Y así, a ciegas, con el tesoro de su muertecito apretado contra su corazón, la sacaron. Ya era una bestia comprada para el negocio más infame.

—¡Se está haciendo la muda!

—¡No abre los ojos por no vernos!

—¡Es que debe tener vergüenza! 

—¡No querrá que le despierten a su, hijo!

Por el estilo eran las reflexiones que la Chón Diente de Oro y las tres jóvenes gracias se hicieron en el camino. El carruaje rodaba por las calles desempedradas produciendo un ruido de todos los diablos. El auriga, un español con aire de quijote, enflaquecía a insultos los caballos, que luego, como era picador, le servirían en la plaza de toros. Al lado de éste hizo Niña Fedina el corto camino que separaba la Casa Nueva de las casas malas, como en la canción, en el más absoluto olvido del mundo que la rodeaba, sin mover los párpados, sin mover los labios, apretando a su hijo con todas sus fuerzas.

Doña Chón se detuvo a pagar el carruaje. Las otras, mientras tanto, ayudaron a bajar a Fedina y con manos afables de compañeras, a empujoncitos, la fueron entrando a El Dulce Encanto.

Algunos clientes, casi todos militares, pernoctaban en los salones del prostíbulo.

—¿Qui-horas, son, vos? —gritó doña Chón de entrada al cantinero. 

Uno de los militares respondió: 

—Las seis y veinte, doña Chompipa... 

—¿Aquí estás vos, cuque buruque? ¡No te había visto! 

—Y veinticinco son en este reloj... —interpuso el cantinero. 

La nueva fue la curiosidad de todos. Todos la querían para esa noche. Fedina seguía en su obstinado silencio de tumba, con el cadáver de su hijo cubierto entre sus brazos, sin alzar los párpados, sintiéndose fría y pesada como piedra.

—Vean —ordenó la Diente de Oro a las tres jóvenes gracias—; llévenla a la cocina para que la Manuela le dé un bocado, y hagan que se vista y se peine un poco.

Un capitán de artillería, de ojos zarcos, se acercó a la nueva para hurgarle las piernas. Pero una de las tres gracias la defendió. Mas luego otro militar se abrazó a ella, como al tronco de una palmera, poniendo los ojos en blanco y mostrando sus dientes de indio magníficos, como n perro junto a la hembra en brama. Y la besó después, restregándole los labios aguardentosos en la mejilla helada y salobre de llanto seco. ¡Cuánta alegría de cuartel y de burdel! El calor de las rameras compensa el frío ejercicio de las balas.

—¡Ve, cuque buruque, calientamicos, estate quieto!... —intervino doña Chón, poniendo fin a tanto desplante—. ¡Ah, sí, ¿verdá?, será cosa de echarle chachaguate...!

Fedina no se defendió de aquellos manipuleos deshonestos, contentándose con apretar los párpados y cerrar los labios para librar su ceguera y su mutismo de tumba amenazados, no sin oprimir contra su oscuridad y su silencio, exprimiéndolo, el despojo de su hijo, que arrullaba todavía como un niño dormido.

La pasaron a un patio pequeño donde la tarde se ahogaba en una pila poco a poco. Oíanse lamentos de mujeres, voces quebradizas, frágiles, cuchicheos de enfermas o colegialas, de prisioneras o monjas, risas falsas, grititos raspantes y pasos de personas que andan en medias. De una habitación arrojaron una baraja que se regó en abanico por el suelo. No se supo quién. Una mujer, con el cabello en desorden, sacó la cara por una puertecita de palomar y volviéndose a la baraja, como a la fatalidad misma, se enjugó una lágrima en la mejilla descolorida.

Un foco rojo alumbraba la calle en la puerta de El Dulce Encanto. Parecía la pupila inflamada de una bestia. Hombres y piedras tomaban un tinte trágico. El misterio de las cámaras fotográficas. Los hombres llegaban a bañarse en aquella lumbrarada roja, como variolosos para que no les quedara la cicatriz. Exponían sus caras a la luz con vergüenza de que los vieran, como bebiendo sangre, y se volvían después a la luz de las calles, a la luz blanca del alumbrado municipal, a la luz clara de la lámpara hogareña con la molestia de haber velado una fotografía.

Fedina seguía sin darse cuenta de nada de lo que pasaba, con la idea de su inexistencia para todo lo que no fuera su hijo. Los ojos más cerrados que nunca, así mismo los labios, y el cadáver siempre contra sus senos pletóricos de leche. Inútil decir todo lo que hicieron sus compañeras para sacarla de aquel estado antes de llegar a la cocina.

La cocinera, Manuela Calvario, reinaba desde hacía muchos años entre el carbón y la basura de El Dulce Encanto y era una especie de Padre Eterno sin barbas y con los fustanes almidonados. Los carrillos fláccidos de la respetable y gigantesca cocinera se llenaron de una sustancia aeriforme que pronto adquirió forma de lenguaje al ver aparecer a Fedina.

—¡Otra sinvergüenza!... Y ésta, ¿de dónde sale?... ¿Y qué es lo que trae ahí tan agarrado...?

Por señas —ya las tres gracias, sin saber por qué, tampoco osaban hablar— le dijeron a la cocinera que salía de la cárcel, poniendo una mano sobre la otra en forma de reja.

—¡Gallina pu... erca! —continuó aquélla. Y cuando las otras se marcharon, añadió—: ¡Veneno te diera yo en lugar de comida! ¡Aquí está tu bocadito! ¡Aquí..., tomá..., tomá...! 

Y le propinó una serie de golpes en la espalda con el asador.

Fedina se tendió por tierra con su muertecito sin abrir los ojos ni responder. Ya no lo sentía de tanto llevarlo en la misma postura. La Calvario iba y venía vociferando y persignándose.

En una de tantas vueltas y revueltas sintió mal olor en la cocina. Regresaba del lavadero con un plato. Sin detenerse en pequeñas dio de puntapiés a Fedina gritando:

—¡La que jiede es esta podrida! ¡Vengan a sacarla de aquí! ¡Llévensela de aquí! ¡Yo no la quiero aquí!

A sus gritos alborotadores vino doña Chón y entre ambas, a la fuerza, como quebrándoles las ramas a un árbol, le abrieron los brazos a la infeliz que, al sentir que le arrancaban a su hijo, peló los ojos, soltó un alarido y cayó redonda.

—El niño es el que jiede. ¡Si está muerto! ¡Qué bárbara!... —exclamó doña Manuela.

La Diente de Oro no puso soplar palabra y mientras las prostitutas invadían la cocina, corrió al teléfono para dar parte a la autoridad. Todas querían ver y besar al niño, besarlo muchas veces, y se lo arrebataban de las manos, de las bocas. Una máscara de saliva de vicio cubrió la carita arrugada del cadáver, que ya olía mal. Se armó la gran lloradera y el velorio. El mayor Farfán intervino para lograr la autorización de la policía. Se desocupó una de las alcobas galantes, la más amplia; quemóse incienso para quitar a los tapices la hedentina de esperma viejo; doña Manuela quemó brea en la cocina, y en un charol negro, entre flores y linos, se puso al niño todo encogido, seco, amarillento, como un germen de ensalada china...

A todas se les había muerto aquella noche un hijo. Cuatro cirios ardían. Olor de tamales y aguardiente, de carnes enfermas, de colillas y orines. Una mujer medio borracha, con un seno fuera y un puro en la boca, que tan pronto lo masticaba como lo fumaba, repetía, bañada en lágrimas:

¡Dormite, niñito, 
cabeza de ayote, 
que si no te dormís 
te come el coyote! 

¡Dormite, mi vida, 
que tengo que hacer, 
lavar los pañales, 
sentarme a coser!


Miguel Ángel Asturias
"El Señor Presidente", Capitulo XXII - La tumba viva










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